José Revueltas: 100 años
columna: «la calle»
Nunca me llevé bien con José Revueltas. Pepe, le decíamos. Antes de conocerlo en persona, usaba uno de sus títulos: Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, para robar libros cuando tenía 20 años. Elegía un par y luego pedía el título inconseguible para alejar al empleado. Alguna vez me saqué tres juegos (de tres tomos) de El Capital. No sé cómo.
En agosto de 1968, en pleno movimiento estudiantil, lo llevó Roberto Escudero a Filosofía y Letras. Le dimos cubículo, máquina de escribir y cuanto papel deseara. Escribía y escribía. Y fumaba, uno tras otro, así que era un tormento entrar a su cubículo. Y bebía. Las guardias de huelguistas tenían prohibido beber. ¿Cómo prohibírselo a una gloria de la literatura? Y se gastaba el papel para volantes…
Las guardias eran solo de estudiantes, así que todos éramos veinteañeros. ¿Qué hacía allí un señor a la mitad de su cincuentena y con la edad de mi papá? Pedía frecuentes reuniones con la izquierda del movimiento: Economía, Ciencias Políticas, FyL, algún grupo trosko, otro maoísta. Y salíamos a las asambleas del Consejo Nacional de Huelga (CNH) con la línea correcta: la de hacer ver cómo el movimiento estudiantil se había transformado en popular: a veces iba a un mitin una decena de ferrocarrileros, una representación de unos obreros en huelga… Era todo.
La dirección del movimiento era solo de estudiantes: dos por escuela en huelga de la UNAM y el Poli. Luego dos por Chapingo, la Normal y cada universidad en huelga: la Ibero, la del Valle de México y otras privadas pararon y enviaron sus dos representantes. Luego las estatales, de Sonora a Yucatán. En el CNH no había lugar para Pepe. Los maestros nos mostraban solidaridad desde su agrupación (emitían declaraciones, publicaban algún desplegado). Pepe no era maestro. Se formó la Coalición de Intelectuales y Artistas: era su lugar natural. Allí estuvieron Monsiváis, José Emilio Pacheco, José Luis Cuevas, pintores, actores, directores de cine y teatro. No… no me estoy saltando un nombre importante: no estuvo jamás. Ni se asomó siquiera a entrevistarlos. Nada.
Los de Filosofía y otros de Humanidades nos reuníamos con frecuencia en casa de la actriz Selma Beraud: era quizá la casa más conocida por la policía. Allí nos dijo Pepe que “el asalto al cuartel Moncada por Fidel Castro no había sido nada comparado a lo que ahora teníamos: una fuerza nacional enorme”. Y planeó algunas acciones. Una era echar anilina roja en todas las fuentes del DF: “Imaginen la Diana Cazadora bañada en sangre”. Un antecedente de importancia: dos muchachos de una vocacional habían recibido balazos de unos patrulleros cuando los encontraron haciendo una “pinta” y corrieron… Eran otros tiempos.
Pero no fue lo peor. Debíamos armarnos para lo que venía. Así supimos que en Paracho, Michoacán, donde hacen guitarras, también hacían unas metralletas calibre 22. Enviamos un grupo selecto a comprar dos… sí dos. Pepe las llamaba anchetas. Volvieron de Paracho (sin duda seguidos por la policía) y, de nuevo en casa de Selma, vimos las anchetas de juguete. Yo le moví a una un botoncito para ver qué hacía y saltó un resorte largo que nunca pudimos colocar en su lugar. De dos anchetas nos quedó una.
Cuando Pepe terminó aquel trabajo que nos iba leyendo de noche en noche, con mucho Hegel, algo de Kant, mucho Engels, Marx y otros, pidió que solicitáramos al CNH permiso para que el camarada Revueltas, no siendo representante estudiantil, lo leyera. Obtuvimos el permiso y llegó Pepe con unas 300 cuartillas de una cosa que hablaba de cómo se instalaría en México la Democracia Cognoscitiva…
Usaba una barbita estilo Ho Chi Min, así que al minuto, sin terminar una cuartilla, comenzaron los gritos de los delegados al CNH: ¡Cállate, viejo barbas de chivo! Y lo corrieron. La siguiente noche nos hizo sus apesadumbradas reflexiones sobre la escasa cultura política y filosófica del CNH.
Revueltas vivía de su trabajo en el Comité Olímpico Mexicano, donde, supongo, debía escribir o revisar discursos para inauguraciones. No iba nunca porque estaba en su cubículo de Filosofía escribiendo su tratado filosófico o dando instrucciones para diversas ocurrencias.
Raúl Álvarez Garín, del Poli, Gilberto Guevara y Marcelino Perelló, de Ciencias, UNAM, eran parte del obstáculo de ignorancia que debíamos vencer. El rechazo era mutuo: cuando, ya en la cárcel de Lecumberri, comencé a tratar a Raúl y descubrí que era inteligente y no la caricatura que nos habíamos hecho, supe que detestaba a dos personajes, a Monsiváis (la Carlota, decía) y a Revueltas que, borracho, enviaba muchachos de la Juventud Comunista a acciones sin sentido (antes del 68), entre ellos Raúl.
Por eso me asombró que, detenido Revueltas, Raúl le diera tanto valor a la defensa leída por Pepe ante el juez. En resumen, Pepe se hacía responsable de todo el 68. Y Raúl encontraba un extremo valor civil en echarse sobre los hombros la responsabilidad completa. Pasó a ser un admirador de Revueltas.
Yo no pensé lo mismo. Pero no lo dije en minoría abrumadora. Lo digo ahora: fue un acto de supremo narcisismo y vanagloria: Sí, señor juez, fíjese que todo ese gigantesco desmadre lo hice yo solito…
Murió de cirrosis hepática en Nutrición y asistí a su funeral en abril de 1976. Ya en el Panteón Francés nos dijeron que había llegado el secretario de Educación, Víctor Bravo Ahuja. Me parecía el mínimo homenaje un discurso de la SEP si no lo habían velado en Bellas Artes. Pero Martín Dosal saltó sobre el montículo de tierra junto a la tumba y le negó la palabra con un largo y enfebrecido discurso lleno de todos los lugares comunes.
La cuenta en Nutrición, con cuarto privado, debió ser de muchos miles de pesos. Revueltas no los tenía. Martín Dosal tampoco. ¿Quién pagó, Martín?
Su obra:
Me gustan mucho sus cuentos. Las novelas no, porque son negro sobre negro, sordidez en primer plano contra sordidez de fondo. Su “teoría de la novela” está en la carta que me envió, de la crujía M a la C, luego de leer el manuscrito de Los días y los años. Debo de habérselo llevado por abril de 1970, que fue cuando Elena Poniatowska sacó de Lecumberri otra copia y la ofreció a ERA. Yo había comenzado esa crónica para un proyecto con Raúl Álvarez y Gilberto Guevara: me tocaba la narración, a ellos el análisis político. Nunca lo hicieron, así que añadí el tiempo de cárcel y publiqué la primera crónica del 68. Mis originales, sin firma, los conservó Raúl. En noviembre de 1970 me llegó la respuesta de Pepe. Es muy buena como largo ensayo sobre novela, en abstracto.
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