El affaire Juan Diego
# 291, marzo de 2002
No hace mucho, el albañil Juan José Barragán se arrojó desde diez metros de altura. Barragán sobrevivió, aunque sufrió una grave fractura de cráneo. El médico a cargo, un miembro del Centro de Estudios Guadalupanos. Sugirió a la madre de Barragán que acudiera a Juan Diego, el beato, en busca de un milagro. Luis González de Alba se adentra en los hechos hasta desmontar la lógica con que se fabricó el milagro de Juan Diego.
Comenzó mal la “causa” de Juan Diego y está terminando peor. Comenzó con acusaciones de intervención diabólica para volver a los indios a la idolatría, según afirmó en 1570 fray Bernardino de Sahagún, al considerar sospechosa de satanismo la afición que habían tomado los indios por la imagen de la virgen venerada en el Tepeyac, en el mismo sitio donde había estado el adoratorio de la diosa Tonantzin. Y está terminando esa misma “causa de canonización” con afirmaciones de que el milagro realizado por el beato, que salvó de morir por rotura de cráneo al albañil Juan José Barragán, ocurrió luego de que el ruego a Juan Diego fuera sugerido a la madre del albañil por su médico, un integrante del Centro de Estudios Guadalupanos.
“Más vale que lo encomiendes a Juan Diego”, pidió el doctor Homero Hernández a la señora Esperanza Silva de Barragán, madre del entonces joven de 21 años, que había atentado contra su vida arrojándose de diez metros de altura. Pero, como médico, el doctor Hernández sabía que se salva un 10% de quienes se fracturan el cráneo, con o sin milagro, según testimonio de un neurólogo con treinta años de experiencia. Así pues, el médico indujo el milagro que lleva a los altares a Juan Diego.
Un siglo para ser citado
El nombre de Juan Diego no se pronuncia en todo el siglo posterior a 1531. El legendario año de las apariciones, ni siquiera por boca de los jerarcas religiosos que condenaron el culto del Tepeyac ni por quienes lo defendieron. Lo condenó con gran vehemencia fray Francisco de Bustamante. provincial de los franciscanos, en su sermón del 8 de septiembre de 1556, día de Nuestra Señora, ante el virrey y la Real Audiencia. Entonces fray Francisco se limitó a decir que era dañino para la fe de los indios el permitirles creer que una imagen “pintada ayer por el indio llamado Marcos” hace milagros. Pero no se refirió a ningunas supuestas apariciones, prueba de que por entonces el mito aún no se construía.
Más significativo todavía es que tampoco el arzobispo Montúfar mencionara a ningún Juan Diego al sumarse, dos días antes y desde la Catedral, al rumor de los milagros realizados por la imagen, sermón pro guadalupano que causó la mencionada ira del provincial de la orden franciscana. De nuevo: el mito no podía formarse aún porque todos los actores estaban vivos y era fácil pedirles testimonio.
El culto en el Tepeyac a una imagen de la virgen María sin duda existió desde mediados del siglo XVI. porque las polémicas que en su contra se encendieron entre los eclesiásticos dan prueba del mismo. Pero no se encuentra en las muchas condenas y defensas del culto ni una sola mención a apariciones ni a rosas ni a indio alguno. Hay pues milagros de la imagen del Tepeyac, pero no apariciones porque vive todavía el pintor, Marcos Cipac de Aquino, autor de la bella imagen original a la que, con los siglos, diversas manos, piadosas pero ineptas, añadirían detalles a cual más de torpes, como el brocado que no sigue los pliegues de la tela, el ángel sin proporciones, la orla dorada que no siempre cubre la guía de carboncillo negro, las estrellas con picos salidos del manto, las manos recortadas bastamente para aindiadas, la luna que se transparenta bajo un pie y tantos otros detalles que alteraron la delicada factura de Marcos Cipac, un buen pintor según Bernal Díaz del Castillo.
La aparición de Juan Diego
Si la virgen de Guadalupe no se apareció, Juan Diego sí: en 1648 hace su debut en el libro de Miguel Sánchez que funda la “leyenda piadosa”, como la llamó fray Servando Teresa de Mier. Y llega para quedarse.
Miguel Sánchez se limitó a repetir, idéntica, la historia de las apariciones en la sierra de Guadalupe, España: hacia 1320, la virgen se aparece a un humilde (pastor en España,indio en México), pide una iglesia, los eclesiásticos no toman en serio el asunto, la aparición se repite, los eclesiásticos piden una prueba, la virgen la ofrece: una escultura morena en España, una pintura morena en México. Ambas morenitas, ambas hechas por Dios mismo. La de allá se llama “de Guadalupe” porque allí se apareció, la de aquí por razones que los aparicionistas no logran explicar por más saltos que dan entre náhuatl y latín. No aciertan a reconocer la explicación más sencilla: se llamó “de Guadalupe” y no “del Tepeyac” porque, si bien no es copia de la escultura española, sí lo es de la imagen localizada en el coro del santuario extremeño: misma posición, mismos rayos en torno al cuerpo, mismo rostro inclinado, manos en igual gesto.
El final
No pudo ser más tragicómico el final de lo que podría llamarse “el affaire Juan Diego”: la huida a Estados Unidos ?escapando, según sus palabras, del acoso de las autoridades eclesiásticas y de la prensa? de Juan José Barragán, el hombre en quien ocurrió el milagro exigido para la santificación del beato y hoy día un tranquilo mesero en Anaheim, hasta donde lo llevó el hostigamiento de los piadosos aparicionistas y los nada piadosos y muy astutos medios de comunicación que no dejan ir nada vendible.
Sólo silencio ha seguido a las pruebas de que el doctor Homero Hernández, del Centro de Estudios Guadalupanos, tenía un 10% de probabilidades de embaucar a todo México con un milagro: el paciente podía sanar, con o sin intervención médica, con o sin intervención divina, porque sanan de manera espontánea 10 de cada 100 cráneos rotos. El médico apostó y ganó. Nada perdía: si el paciente hubiera muerto no habría sido prueba en contra de la existencia de Juan Diego; si el azar y la buena salud del muchacho lo sanaban, ya tenía el milagro para la canonización. Así es la lógica que fabrica los “milagros”.
El acoso de los medios se ha vertido, una vez más, contra el abad Guillermo Schulenburg. Ninguna televisora, ningún diario nos muestra las casas del arzobispo Norberto Rivera ni nos informa cuántos autos tiene. Nadie quiere recordar cuando hirió de un baculazo a un molesto reportero. Entre violencia y sexo en catarata, las televisoras se golpean el pecho, sacan imágenes de archivo con el Papa ante la virgen, y señalan al abad vitalicio de la basílica como el malo de sus telenovelas.
Vendrá la canonización “si Dios le presta vida al Papa”, como dicen. Y ese día resonarán en los oídos de los clérigos corruptos las palabras de monseñor Eduardo Sánchez Camacho, obispo de Tamaulipas, quien renunció a su diócesis en 1895, a raíz de las fiestas por la coronación de la virgen de Guadalupe. Asqueado, el obispo dejó su cargo por considerar que el culto guadalupano “constituye un abuso en perjuicio de un pueblo crédulo y en su mayoría ignorante”. Dijo y se fue.
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