Those Were the days
# 241, enero de 1998
Este artículo abarca veinte años de vida homosexual en México. Por momentos es una crónica generalizada y en otros se asume como recuerdo personal que aspira a la sinceridad plena.
El joto del barrio
Una verdadera institución mexicana durante siglos, en los últimos veinte años el joto del barrio se ha convertido en una especie en extinción. Ha sido obra de la novedosa respetabilidad gay, y ésta es a su vez producto de la atmósfera democrática que de manera lenta se ha impuesto en la vida pública del país en tan sólo dos décadas. Al comenzar 1978 y aparecer el primer número de Nexos ya había terminado su sexenio Luis Echeverría, el último de los presidentes al viejo estilo. Su alardeada intención: la “apertura democrática”, se había hundido en una demagogia de frases citables por cualquier revolucionario, recepciones oficiales con agua de jamaica y bailes folklóricos de la simpática “compañera” María Esther. Las feroces proclamas echeverristas sólo distanciaron a los ricos, con todo y sus capitales, y llenaron al país de obras inconclusas y trazos con cal para cimientos. El inicio de la “docena trágica”. La apertura democrática naufragó finalmente en el remolino causado tras el torpedeo del barco Excélsior. Con José López Portillo se inicia la reforma política por la que se admite la existencia del Partido Comunista y la necesidad urgente de publicaciones que dieran oxígeno a una sociedad amoratada por otros diez años de asfixia luego de aquel breve respiro sesentayochero. Autoidentificado con Quetzalcóatl. López Portillo busca la refundación de una monarquía absoluta, pero bondadosa: la mítica Tula del rey Quetzalcóatl. A imagen de él, acabaría embriagado, si no de pulque, sí de petróleo y súbita riqueza. Sus afanes literarios, los propios y los de abolengo familiar, su “educación en la hidalguía”, según sus palabras, y su escaso contacto previo con el priísmo, consiguen el arranque de aquella prometida y pospuesta apertura democrática, sin bombo ni platillo ni discursos antiburgueses. A la sombra de ese despotismo ilustrado, brotan publicaciones, partidos, grupos y organizaciones sociales que ya desesperaban por romper el silencio monolítico de México, bien definido por Díaz Ordaz como el “islote intocado”, y que se habían comenzado a integrar en la cuasi clandestinidad.
¡Gulp!
El 2 de octubre del mismo año, 1978, en que aparece Nexos como parte de esa floración del desierto que sólo aguardaba una llovizna, la gran manifestación que conmemoraba los 10 años del movimiento estudiantil admitió un contingente inesperado: los militantes del FHAR, Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, marcharon hasta Tlatelolco. En el Edificio Chihuahua, de infausta memoria, se había instalado, como aquella trágica tarde de hacía entonces diez años, el equipo de sonido. Desde el tercer piso, un maestro de ceremonias levantaba los ánimos de los presentes sobre la plaza anunciando la entrada de cada contingente. De pronto distinguió la manta del FAHR y, ya encarrerado, comenzó a leer con voz estentórea el nombre de la organización entrante: ” Y ahora llega el Frente… “, enmudeció aquella sonora y militante voz… “Llega el Frente… gulp… de Acción Revolucionaria”. Así adecentados entraron a la Plaza de las Tres Culturas los primeros homosexuales mexicanos organizados y públicamente asumidos.
Las preciosas ridiculas
Fue también hace veinte años cuando un grupo travesti organizó en el entonces Hotel de México una fiesta para elegir a la reina de la primavera. Tras de leer el reportaje con abundancia de colas, encajes y plumas, escribí un breve comentario con título molieriano: “Las preciosas ridiculas”. Decía, muy en resumen, que no entendía la insistencia de los travestís en imitar exclusivamente a las mujeres estúpidas. Iban al bote de basura a sacar de allí todo lo que el feminismo estaba tirando, pero nunca había visto a uno vestirse de Rosario Castellanos o de empleada bancaria. Por entonces, los gays no imaginaban otra disyuntiva que la del exhibicionismo absoluto o la del sólido clóset. El joto del barrio o la doble vida del que se casa aunque los ojitos se le vayan a la bragueta del cuñado. Contra esa disyuntiva, una minoría preocupada, de entre la minoría sexual, inició sesiones de lectura, de estudio, los primeros atrevimientos públicos como sector infinitesimal. En México, por nuestras mediterráneas costumbres, era difícil hasta la definición misma de población homosexual. Quién sí y quién no. Hace veinte años fue necesario comenzar por ese elemental acotamiento. Pero resultó que así pensábamos solamente una minoría de entre aquella minoría preocupada y subconjunto a su vez de la minoría sexual. Esto es, una minoría de la minoría de la minoría.
Que los golpean en sus barrios, se burlan de ellos, los acosan, los echan de su casa…, se me dijo, y todavía les lanzaba mis insultos. En una ocasión respondí más o menos lo siguiente: “Tienes razón: a veces los golpean, en otras se burlan de ellos, pero los mismos que les pegan y se burlan luego se los cogen y ya quisiéramos tú y yo a uno solo de esos padrotes de barrio que, cuando pasamos, ni nos ven. Y, por cierto, ellos tienen derecho a vestirse de jirafas, si lo desean, pero yo conservo mi derecho a reírme de sus disfraces”.
El acoso sexual
Me costó veinte años y aludes de cartas indignadas entender que a las mujeres sí, de verdad, les molesta e indigna el acoso sexual. De allí es fácil saltar al sufrimiento que debe padecer el joto del barrio por el acoso de los adolescentes deseosos de estrenar sus nuevas dotes. Nada más falso. A la mayoría de los hombres heterosexuales no les incomoda que una mujer, por ejemplo una compañera de oficina, les arrime las tetas, salvo que la insinuante sea verdaderamente horrible. Por el contrario, exceptuando al recién casado o al fiel a toda prueba, un hombre más bien exigirá, en cuanto la situación sea propicia, el cumplimiento de la insinuación. Les molesta, en todo caso, la posterior exigencia de acatar obligaciones sociales tras de la satisfacción presurosa en el baño. Por ejemplo, cuando la insinuante luego exige divorcio y abandono de los hijos. Pero ese acoso ya no es sexual. En cambio, ahora creo, e insisto: me costó años entenderlo, que a la oficinista sentada en su escritorio sí la ofende que uno de sus compañeros le ponga los huevos en el hombro o deje ver la erección que se carga. Pero un homosexual es un hombre y por lo mismo responde al acoso como un hombre. Así que tras el repegón en el metro más bien tiende a exigir el cumplimiento de lo prometido. El portero del edificio donde vivo recibía con frecuencia abiertos acosos, públicos y a gritos: “¡Mira, Roberta!”, gritaba algún jovencillo desde la calle. Roberto se asomaba sonriente al balcón. “¡Mira lo que te traigo! ¿Vas a querer?”. Y se apretaban la bragueta con movimiento de cadera que luego puso de moda un famoso diputado del PRI. “¡Sube! No estés allí nomás de ofrecido, a ver si ahora sí puedes, porque ayer no…”, respondía el aludido entre risas. Y así proseguían por varios minutos. Quizás eran los pasos de alguno de estos jóvenes los que, más tarde, descendían la escalera procurando no hacer ruido. La broma había dejado de serlo y el acoso estaba bien cumplimentado.
La literatura
Luis Zapata publica hace veinte años El vampiro de la colonia Roma, las andanzas y peripecias de un chichifo, como se le llama al que se prostituye con hombres manteniendo el rol activo, y su gran éxito entre los jotos del barrio. Poco después José Joaquín Blanco lanza su La vida es larga y además no importa. Yo tengo una colección de cuentos gays en el clóset (en ambos sentidos). Una llamada de José Joaquín me decide a romper el sobre donde se leía “ábrase 50 años después de mi muerte” y a publicarlos en la naciente y cuasi underground editorial de un amigo suyo. Aparecen como El vino de los bravos. El amigo de José Joaquín abandona la editorial, ésta deja de distribuir, hace libros horrorosos, finalmente quiebra. Aparecen otros autores mexicanos con temática homosexual, llegan los españoles y argentinos. Obras entre malas y pésimas suben a escena en los teatros. En cambio, el cine extranjero, incluido el español, nos envía cine que va de bueno a espléndido.
La vida nocturna
Hace veinte años, la vida nocturna gay era diurna: baños de vapor y enormes cines de tercera ofrecían la variante mexicana, y mucho más auténtica, a la abundante vida gay de los países desarrollados. En Nueva York existía el inolvidable Mineshaft, por el rumbo de los muelles donde barcos y trailers traen y llevan productos para los mercados. Una antigua bodega, con varios pisos, había sido adaptada como bar en donde todo podía ocurrir. Pero no tenía el sabor de lo prohibido. En México también ocurría de todo en cines y baños, pero nunca estaba uno seguro: ¿será policía?, ¿será una trampa?, ¿será buga, pero quiere? Siempre quedaba la fantasía de que se tratara de un heterosexual con ganas. Abundaban las historias del tipo: me dijo que su mujer está a punto de parir y lleva por eso meses aguantándose. Esa fantasía es imposible en un bar civilizado de Berlín, París o San Francisco. En la Zona Rosa existía el Bar 9, con demasiados aromas a loción cara en los muchachos y a buenos perfumes en las abundantes mujeres heterosexuales que asistían porque tenían amigos gays, son las joteras o fruit flies. En Le Barón (que escribían de forma espantosa como L’ Barón), reinaba ‘ el mal trato desde la entrada hasta la hora de salir, casi siempre ya al rayo del sol, hasta en día de elecciones presidenciales. Sólo siendo propiedad de algún muy, pero muy alto político habría podido cometer tales faltas impunemente. De pronto se sabía de algún nuevo bar. Casi nunca era nuevo, sino algún bar con bajas ventas que decidía poner manteles color de rosa para, según los dueños, hacerlo gay. Duraban poco. No eran para el joto del barrio, sino para el homosexual de clase media, casi siempre viajado y, por lo mismo, decepcionado una y otra vez por la oferta. Más que a las clausuras por parte de la autoridad, los pretendidos bares gay debían su fracaso al desencanto de la clientela.
La vida cotidiana
Hace veinte años la música en las discotecas era la de Noche de sábado y todos bailábamos como John Travolta. Pero el espíritu de la época, al menos por los rumbos de la izquierda, sea eso lo que sea, quedó para siempre ignominiosamente marcado por una publicación de Rius sobre los “travolteados” en donde, basándose en la ciencia del materialismo dialéctico, demostraba la alianza entre Travolta, los jotos y el imperialismo. El diario de la intelligentsia por entonces era el unomásuno. Allí aceptó Carlos Payán publicar un largo texto describiendo la redada con la que habían cerrado uno de aquellos efímeros bares gays: El Topo, a un costado nada menos que del Monumento a la Revolución. Todavía se acostumbraba que los errores en los trámites o en el manejo del bar los pagaran los clientes. Así que la misma noche en que lo conocí terminé en los sótanos de la Delegación Cuauhtémoc, sin saber, como todos, de qué se nos acusaba. Nos soltaron al amanecer. Cuando Payán, subdirector del unomásuno, leyó el relato, a pesar de extenso decidió publicarlo sin decir una sola palabra ni entrar en aclaraciones: era la primera vez que un líder del entonces no lejano Movimiento con m mayúscula, el del 68, era detenido en un antro… gay.
Muchos comenzamos a pensar por aquella época que realmente éramos iguales a todos salvo en un gusto particular. Como quien prefiere melón y no sandía, para decirlo con una frase popularizada por el entonces presidente de la República, José López Portillo. O bien “un lunar en la rodilla”, con nombre de viejo artículo muy felicitado por Pablo Pascual. Esto es, si resulta natural comentar los buenos senos de una mujer, pensamos que se podían comentar los fuertes brazos o los bigotes de un hombre. Han pasado veinte años y ahora veo el error. Ejemplos breves: el más cercano de mis amigos en el medio de la política, el más cálido, el más amigo amigo, Pablo Pascual, murió recientemente. Era el único lo bastante cercano como para llamar con un simple: “¿cómo estás, cabrón?”. Esto es, una llamada para nada, como hacen los amigos, sólo por oírse, ya que no se ven mucho. Con todo, hasta su funeral no supe que tenía otros hijos, además de la mayor a quien sí conozco. No los vi. No sé sus nombres. No sé cuántos son. Entonces caí en la cuenta de que tampoco pisé nunca la casa de Pablo, de que no sé ni el rumbo. Salí confuso, enojado, doblemente triste y, habiendo ido ya a su funeral, no quise ir al homenaje posterior. “¡Carajo, pinche Pablo!”, le habría dicho, “que entre tanta llamada no fuera importante una para decir ‘fíjate que acabo de tener un hijo’ “. ¡Nada menos! Le habría preguntado con quién, porque tampoco tuve claro, hasta ya cerca de su muerte, que Gabriela era su mujer. Lo suponía viviendo en la casa de su infancia y sólo ese teléfono tuve. Al invitarlo siempre consideraba un solo lugar en la mesa. Eso produjo al menos una situación delicada, digamos, en una ocasión en que yo no la esperaba y no cabía ni un plato más, pues todo mundo había llegado con invitados extra.
Lo mismo me sucede con el más cercano de mis médicos, a quien trato hace más de veinte años. Quien nos ve en la sesión de una hora creería que somos grandes cuates: jamás he estado en su casa. De otros miembros de mi generación, con quienes suponen mis peores detractores que hay una gran amistad, he recibido una invitación en la vida, dos, ninguna. (Y no es éste un llamado a que lo hagan). Por otra muerte, la de Cristina Payán, leí en las esquelas los nombres de sus hijos con Carlos, a los que tampoco he visto, a pesar de que con una cierta frecuencia, sobre todo años atrás, comimos o cenamos juntos en mi casa. Por años busqué a un amigo, de los que así llamo, pero jamás veo, para darle una explicación y una disculpa que él merecía. No he podido hacerlo en 10 años. Tengo especial afecto por otra amiga, también de las que nunca veo, aunque siento un gusto enorme cuando me la encuentro y conversamos con gran facilidad. Hace un par de años coincidimos en una reunión. Iba con un hombre del que yo ignoraba, hasta ese momento, que fuera su esposo desde hace muchos años.
Se me dirá que quizás es la ciudad, duplicada en estos veinte años, el tránsito, el módem por el que ya no es preciso encontrarse en las redacciones donde unos y otros colaboran. El ahogo de la vida cotidiana en una ciudad sin cielo. Quizá. Pero creo que no. Es más bien la sexualidad desconocida, el abismo. Para decirlo con la frase que el médico citado emplea para definir la histeria: “Sí, pero no; no, pero sí”. Eso me digo. Y siento que me equivoqué, cometí un error de tono. Alguna vez pensé que las mujeres eran iguales a los hombres, lo creí porque eso decían las de avanzada. Pero, si acaso lo eran, ¿por qué no habría de gustarles lo que tanto atrae a los hombres? Por la autorrepresión a la que someten sus deseos, fue mi conclusión a partir de una premisa falsa, pero validada por el feminismo de esa época. Ese fue un traspié cuyo costo fueron nada más cartas e impopularidad. Corregí la premisa inicial: no son iguales, y la conclusión se derivó natural: por eso no les gusta lo que a mí me gusta. Después pensé que los hombres también eran iguales, ya fueran homo o heterosexuales. Otro traspié. Pero en este caso no hubo reclamación alguna. Únicamente un paulatino silencio que tardó años en hacerse evidente.
Yo no soy… pero si fuera
No todos se alejaron del abismo. Algunos se dejaron caer en él con fruición. Uno en particular, fue un gozo que duró meses y no se fue al pozo. Comenzó hace también veinte años, cuando todavía me emborrachaba con ellos en fiestas horribles donde siempre había que salir a buscar otra botella. Estábamos M y yo en la calle, recargados en un coche. Siempre nos habíamos tenido especial simpatía. Pero, como los heterosexuales respetan a sus amigas, de igual forma no salta uno sobre sus amigos. Quien saltó fue él:
Tú sabes, pinche Luis, que yo no soy puto; pero… si algún día decidiera probar… me gustaría probar contigo… ?dijo con su conocida sonrisa picara y sincera.
¿Y quién te ha dicho a ti, pinche M, que yo aceptaría?
¿Cómo?
Eso, cabrón, eso que oíste: por qué supones que bastaría con que tú quisieras probar conmigo.
Oye, tienes razón. O sea… o sea que es igual que con nosotros… si a mí no me gusta una vieja no me la cojo.
Igualito, estúpido, igualito… pero… bueno… no te decepciones… lo cierto es que… no te diría que no.
Surgió una extraña amistad donde sólo se hacía lo que él deseaba y hasta donde deseaba. Fueron meses de salirse de las fiestas para ir a comprar las siempre faltantes botellas, seguirle las borracheras, seguirle también las meadas, como en la boda de otra amiga. Resulta de que éramos una palomilla un tanto pesada y nos habíamos colgado en esa boda. Así que los meseros empezaron a sacarnos las sillas en cuanto levantábamos tantito las nalgas para alcanzar el ron. Ante la evidencia comenzamos a retirarnos de mala gana. M iba escandalosamente abrazado de mí, luego, al pasar frente a la madre de la novia y sus mejores amigas, se sacó el pito, comenzó a mear el pasto en eses y, parándose bajo un candil de plástico, de esos que ponen en los toldos de jardín, me besó doblándome sobre uno de sus brazos. Sí, sí, como el póster de Lo que el viento se llevó.
En distinta ocasión, cuando otra amiga inauguró su casa, M se plantó a media sala y lanzó un risueño reto:
Pinche Luis, eres un culero…
Por qué, pinche M.
Porque sólo me besas cuando estamos solos. Te avergüenzas de mí? dijo en falso tono dramático e hizo la caricatura de un reclamo sentimental?. Pensé que me querías, pero, oh, oh, ay, sólo soy tu burla…
Me ganó la risa y la simpatía y, también, una gran ternura interior, porque así como estaba, ahogado de borracho, algo del sainete era verdad.
Claro que no, pinche M, te quiero mucho.
Demuéstramelo, demuéstramelo, a ver, bésame aquí, en medio de todos.
M lo dijo riéndose, pero se hizo un silencio. Me sentí cohibido, hasta sonrojado. Y no me atreví.
Pues bésame tú. Aquí estoy, hay la misma distancia ?dije cubriendo mi súbito acceso de cobardía.
¿De veras? ¿Te beso?
Si quieres besarme, bésame.
El silencio era expectante aunque M seguía bromeando. Todavía repetimos algunas veces más el diálogo anterior, como todos los borrachos: “que te beso”, “pues bésame”. Y así por largo rato. Finalmente M se acercó, se inclinó hasta mí y con toda la lengua afuera inició no un beso, sino un beso y un largo lengüeteo por toda la cara, una ensalivada con bacardí hasta las cejas. También entonces me vi mal, pues fui yo quien percibió la mirada de las dos amigas a un lado, a quienes M no les simpatizaba, como no le simpatizaba a casi ninguna de las mujeres de nuestro grupo, por macho típico. Vi sorpresa, pero también una cierta repulsión por tanta saliva, supongo, vi desagrado por M, ¿o por mí? Corté el beso. Pero esa noche llegamos a lo más que llegamos. Me pidió salir a un baldío. Debo decir que un baldío de noche para mí es la más alta excitación erótica. Cuando terminé, únicamente yo, M lanzó con enojo el buche a un lado sobre las yerbas, le cayó todavía más sobre la cara en lo que se puso de pie y, furioso, regresó al interior de la casa. Lo busqué preocupado.
M, disculpa, me hubieras prevenido y lo evito. Pude haberlo hecho, créeme. No pensé que te fuera a molestar. Pero, ¿no sentiste que ya venía?
Sentí cuando ya me los estabas echando, pendejo.
Me seguí disculpando. Dejó de hablarme casi un año. Luego reincidió.
Unas semanas después, el comentario de un amigo fue el siguiente: “Ya te vi, besuqueando a M”. No podía ser sino yo quien lo besuqueara, después de todo el decente y mujeriego era él. ¿Aprovechándome de su borrachera? Fue lo que faltó decir. No pude responder porque tenía un nudo en la garganta.
Este fue un romance light y encantador. Otras súbitas sorpresas fueron sórdidas y desagradables. Pero algo comprueban: la existencia de un riesgo inaprehensible. Aunque prefirieron creer que el riesgo era otro. Alguna vez, en una más de aquellas frecuentes fiestas y borracheras de las que ya no sé, estaba con una amiga de muchos años atrás, recientemente ingresada al grupo por haberse casado con uno de sus líderes más respetados. La conversación fue larga porque teníamos mucho sin vernos y, por casualidad, en una recámara donde estábamos solos. Al cabo de un rato entró su esposo, el mismo para quien había estado besuqueando a M. Fue extraña su actitud, interrogante, expectante. Su esposa y yo quedamos en silencio un instante tal vez demasiado largo, luego lo invitamos a unirse. Conversamos un rato más ella y yo, con escasa o ninguna intervención de él y salí. Afuera me recibió el comentario de otro, el único del que nunca me sentí amigo, y dueño por cierto de aquella casa en cuya inauguración ocurrió lo de M:”Bueno, cabrón, defínete: uno está muy tranquilo contigo y a la mejor en lo que andas es en bajamos a la vieja”.
El deseo es oscuro, como diría Buñuel. Y en esa oscuridad del deseo ya no estaba claro cuál era el motivo por el que no deberían estar tranquilos. Pero el hecho es que no lo estaban. Ahora, veinte años después, debo admitir que así como fue evidente que hombres y mujeres no piensan ni desean igual, tampoco homo y heterosexuales pueden sostener una relación abierta. No resultó cierto, querido Pablo, a pesar de tu frecuente citar aquel título mío, que la homosexualidad no sea más importante que tener o no tener un lunar en la rodilla. No es lo mismo qué buenas tetas que qué brazotes. La civilidad lo admite; el corazón, no. Las sonrisas se congelan. Es un error de tono, dije antes. Pero es mucho más que eso. Es una imposición, forzada y disgustante, como todas las imposiciones. Lo peor es que esa actitud incómoda se me ha hecho costumbre y ya no advierto cuándo una expresión, en apariencia trivial, resulta inquietante. Entonces me reprimo, no cuento el chiste que me sé cuando todos cuentan chistes. Y por ese camino, de pronto me descubro teniendo con mis antiguos amigos, a los que ya no veo, lo que se llama una conversación cortés. Es exactamente lo que se tiene con los desconocidos.
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