Los gringos y yo
# 421, enero de 2013
Los primeros gringos que vi, en mi infancia, fueron los que acudían a la farmacia de mi padre para surtir recetas o comprarse lociones. Mis tías atendían el negocio familiar y yo me preguntaba la razón de que exceptuaran tan notablemente a mis primos y a mi hermano menor de la regla de no molestarlas. Más aún, los llamaban y ¡los sentaban sobre el mostrador! para que saludaran a míster W, a míster K. Con la repetición me fue siendo evidente que los niños convocados eran siempre los que parecían gringuitos. Los ocho primos de mi generación eran todos cuando no rubios y de ojos azules, blancos de ojos claros, y eso incluía a dos familias de doble parentesco: primos tanto por mi padre como por mi madre, así como a mi siguiente hermano y a otro moreno de ojos verde botella. Mi abuela hizo una defensa inmediata de su, entonces, único nieto moreno simple. Señaló, con lógica de fray Bartolomé de las Casas, que alguno de los primos güeros tenía facciones de negro, “y tú eres un niño más bonito”. Ciertamente ninguno tenía tales rasgos, pero algunos eran toscos.
Luego supe, por mi madre, que tuve un porvenir neoyorkino tempranamente frustrado: estando ella embarazada de mí, el jefe de mi padre en una compañía estadunidense fue ascendido a la oficina de Nueva York y consultó con él si estaría dispuesto a seguirlo. La respuesta fue afirmativa, pero el jefe gringo se mató al caer la avioneta en que viajaba. Mi padre dejó la compañía y se encargó de una farmacia recién comprada por mi abuelo.
Yo y mi otro yo
Esa muerte del jefe gringo permitió que nacieran los hermanos que tengo y no los que pudieran haber nacido en Nueva York. Otros, por supuesto, ya que habrían sido concebidos en diversas circunstancias y por diversos gametos. Esos muchachos que habrían jugado basquetbol en Brooklyn, trabajado a finales de los años sesenta y principios de los setenta en la construcción de un par de torres que serían las más altas de Nueva York, y ahora tendrían hijos y nietos “americanos” de segunda y tercera generación, no nacieron. Yo estaba en gestación, así que sería el que soy… ¿o no? El hombre que yo no fui, porque desde niño habló inglés, comió otros alimentos, leyó otros libros y tuvo otros amigos y otros hermanos, sería físicamente idéntico en todo al que soy, salvo en la parte que pone el medio: quizás un accidente que no tuve, una polio, una agresión que me marcara o leche que me añadiera centímetros. Por lo tanto sería un buen estudio comparativo si hubiéramos podido existir ambos.
Luego, desde el final de la infancia hasta hace pocos años, en que murió, tuve los emotivos discursos antiyankis de mi única tía materna, casada nada menos que con un pobre gringo al que nunca perdonó su nacionalidad.
En plena adolescencia, uno de aquellos primos por rama paterna se transformó en un joven muy atractivo, pero con todo el atolondramiento de un mito apenas en formación: James Dean. Para salvación de su futuro y angustia de su madre, embarazó a su Natalie Wood, por supuesto en un Ford 54, ya anticuado en varios años para ese momento, y dentro de un autocinema. Su Natalie tenía a toda su familia en Los Ángeles, así que recién casado fue a engrosar la población de la segunda ciudad más populosa de México. Eso lo salvó. Uno de sus hijos, un joven que heredó el atractivo de su padre, debió ir a la Guerra del Golfo, pero volvió sano y salvo, y ahorró al resto de la familia los peligros actuales de Afganistán, por una humanitaria regla estadunidense que pide a cada familia sólo un hijo.
A los 29 años conocí la ciudad que me arrebató el destino, Nueva York, en un viaje inolvidable. Me hospedé en una YMCA horrorosa de la calle 36, casi junto al Empire State, siglos antes de que Village People cantara, con sus atuendos machísimos, “guay em ci ei, guay em ci ei”, en homenaje a las aventuras que tales alojamientos ofrecen a los hombres jóvenes y fáciles. No se había acuñado la palabra sida, las saunas estaban llenas, los bares y discos también y la calle 42 era la 42 y no la Disneylandia actual. De inmediato fui a conocer la mayor atracción de Nueva York: las Torres Gemelas del World Trade Center, donde no trabajaron mis hermanos no nacidos. Olían a alfombras nuevas y aún estaban rodeadas de maquinaria y material de construcción, muchos hombres terminaban plazas y fuentes decorativas. Me asombró que las torres parecieran bloques sólidos, esculturas enormes y no edificios, porque a la distancia no se percibían ventanas ni pisos: apenas dos bloques rayados que cambiaban de tonalidades con las diversas luces del día. Vivía el último de mis años con un número 20 y pensaba que la juventud terminaba con esa cifra. Me equivoqué: la sentí irremisiblemente perdida cuando las vi derrumbarse.
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