Regreso a Tlatelolco

publicado en la revista «Nexos»
# 406, octubre de 2011

 

La última y nos vamos: en casi tres años de cárcel (octubre 68-abril 71) y largas sobremesas con jarras de café, los presos a causa del 68 hicimos, sin pensarlo, una versión coral de los hechos ocurridos la tarde (que no la noche) del 2 de octubre en Tlatelolco. Esa versión coral fue útil en su momento para oponer a la infamia que sostenía el gobierno: éramos culpables de haber masacrado nuestro propio mitin con el fin de darle un “levantón” a un movimiento alicaído y el Ejército no había hecho otra cosa que impedir que acribilláramos a más. Y, claro, nos había aprehendido.

Más de 40 años después, nuestra versión coral hace agua porque, confrontados “los de la voz”, resulta que no pudieron haber estado donde dicen haber estado ni oído lo que dicen haber oído. Y así ofrecemos un flanco débil: si el gobierno mintió, también nosotros.

Además de la versión de aquel gobierno, hay otra igualmente insostenible: el gobierno masacró porque tiene esa manía, y para eso empleó no sólo al Ejército, sino a francotiradores. Hum… y si tenía al Ejército, ¿para qué carajos poner francotiradores? Respuesta: el gobierno es así, es malvado. Una estupidez que no merecen los jóvenes de hoy.

Por eso resulta importante limpiar el relato. Porque perdidos en la paja de los detalles hemos debilitado el núcleo duro que explica los muertos y heridos. Si nosotros no disparamos sobre nuestra propia gente, ¿quién y sobre todo por qué, para qué, lo hizo? Y ¿cómo fue posible que también cayeran heridos y muertos soldados, unos en uniforme y otros en ropas civiles?

Quiero por eso señalar que la clave de los hechos la tenemos, de primera mano, un medio centenar que fuimos detenidos en el largo balcón del tercer piso del edificio Chihuahua y nada más los detenidos allí. En ese lugar y, a un buen cuarto de hora de iniciada la balacera, ocurrió algo inexplicable: los primeros agresores cayeron en pánico, desconcertados por el hecho, a todas luces explicable, excepto para ellos, de que el Ejército les respondiera el fuego: eran disparos que no esperaban. Por eso ni siquiera se protegían. No sabíamos aún, los allí presentes, quiénes eran… ¿guerrilleros?, ¿las “columnas de seguridad” que Sócrates Campos había propuesto y le habíamos rechazado? Esto es el meollo: esos civiles armados no esperaban respuesta del Ejército. Y eso únicamente se explica si creían ser parte de una operación coordinada por la Secretaría de la Defensa… y no lo era.

Sigo el paso a paso de lo que vi y oí, y aclaro al mencionar otros puntos de vista (dicho en estricto sentido: veían desde otro lugar):

1. El mitin de Tlatelolco se desarrolla en calma. Los asistentes no llenan la plaza (que no es muy grande), pero resulta explicable: el Ejército había tomado la Ciudad Universitaria de la UNAM, luego el Casco de Santo Tomás y Zacatenco, del IPN. Había devuelto la CU a la rectoría el 30 de septiembre, apenas dos días antes. El equipo de sonido lo instalamos en el largo balcón del tercer piso del edificio Chihuahua, que da hacia la plaza y, más lejos, al puente de la avenida Insurgentes que allí cruza sobre las vías.

2. A varios dirigentes nos dan avisos compañeros recién llegados: hay soldados en los alrededores de la Unidad Tlatelolco. Y peor: hay alrededor de este edificio, junto a las escaleras, unos “pelones”, sin uniforme, pero con un guante blanco. Resultaban notorios porque eran tiempos de Beatles y jóvenes de pelo largo o, al menos, no de “casquete corto”. Y el guante blanco.

3. Me lo comentaron compañeros alarmados, y respondí que los soldados siempre habían estado cerca de mítines y manifestaciones. Lo de los “pelones” sí era raro. Otros dirigentes recibieron la misma información, lo supe cuando nos reunimos allí mismo, inquietos. Decidimos a) avisar que se cancelaba la proyectada marcha de la plaza al Casco, y b) no por el micrófono, sino entre nosotros, abreviar el mitin.

Veo que el puente de Insurgentes está cubierto de soldados.

4. Lo que todo el mundo sabe: dos helicópteros sobrevuelan la plaza, lanzan dos bengalas: verde y roja. Está al micrófono un alumno del Poli al que apodamos el Pelón Vega por su calvicie incipiente y juvenil. La gente se abre en torno a las bengalas humeantes.

Levanto la vista y, para mi sorpresa, los soldados ya no están sobre el puente. Pienso, con ingenuidad, que vieron un mitin tranquilo y sus mandos los regresaron a sus camiones.

Oigo disparos, lejanos, como provenientes de la unidad habitacional.

5. ¿Por qué la gente corre hacia el edificio? Miro hacia Insurgentes, los soldados reaparecen sobre la plaza, a espaldas de la gente, que por eso huye hacia el edificio que, por estar montado sobre dos grandes columnas, por donde circulan los elevadores, permite el paso hacia la unidad habitacional, es una vía de escape. Pero se frena de pronto y regresa, ¿por qué se frena? No entiendo. Me asomo desde el barandal y no veo el motivo. Segundos antes oigo gritos en las escaleras: “Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de su puta madre…”. A mi derecha, en el barandal, hay un hombre que dispara con pistola sobre la plaza. El barandal ya está vacío, a todos los tienen de cara a la pared, manos en alto. Falto yo. Me ponen entre éstos a empujones. Gritan la orden de no mirar. De reojo observo que los que puedo distinguir no se resguardan con los gruesos pilares de concreto: disparan a pecho descubierto. Muy seguros.

6. Casi un mes después, ya en Lecumberri, me entero de que no todos los dirigentes fuimos detenidos allí. Algunos subieron escaleras que no llevaban a ninguna parte porque no hay azoteas cercanas. Pero en ese momento no se piensa. Gilberto Guevara, Eduardo Valle, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros lograron entrar a un departamento en el quinto piso y se encerraron, relata cada uno.

Desde ese departamento, que no mira a la plaza, sino al interior de la unidad, mis compañeros ven avanzar otro cuerpo de Ejército por entre los edificios. Lo ha narrado Gilberto Guevara. Así entiendo, un mes más tarde, por qué la gente detuvo su carrera y trató de regresar, se hicieron remolinos humanos en la plaza: vieron que también bajo el Chihuahua avanzaba el Ejército.

7. Raúl Álvarez Garín, uno de los dirigentes del Poli, no había subido a la tribuna del mitin. Ya presos, nos dijo que había estado en la plaza, entre la gente. De él escuchamos, con lágrimas en los ojos, que la gente había corrido hacia el Chihuahua al grito de: ¡El Consejo! ¡El Consejo! Raúl no llegó al mitin solo, así que no dudo que la gente junto a él, sus amigos y parientes, lanzara ese grito. Así pasó al acervo de la versión coral: todos habíamos oído a la gente gritar: ¡El Consejo! ¡El Consejo…!

Por los amigos que nos comenzaron a visitar los domingos (no nos prohibieron en Lecumberri las visitas dominicales) nos enteramos de otro dato: un tercer cuerpo de Ejército, donde iba el comandante de toda la operación, general Hernández Toledo, avanza desde Relaciones Exteriores hacia la plaza. Nos dicen que el general cayó herido antes de llegar a la plaza, esto es, en los primeros minutos. No sé, todavía, si hubo una cuarta columna. Supongo que sí.

8. Los que seguimos en el tercer piso comenzamos a sentir esquirlas calientes quemando las manos que mantenemos en alto. Nos gritan la orden de tirarnos al suelo. Lo hacemos. Al hacerlo veo, con sorpresa, que también los del guante blanco están tirados en el suelo, protegiéndose con el barandal de concreto.

9. La balacera arrecia. Supongo, sin ver, tirado en el suelo, que están matando a toda la gente, sin excepción. Así que nos ametrallarán en cualquier momento. De reojo veo a los del guante arrastrarse por el piso con movimientos que he visto en series de guerra: empujándose con los codos. Se reúnen algunos, se separan, llegan otros. En eso oigo dos gritos que no entiendo sino después:

a) ¡Hay un herido! ¡Una camilla, traigan una camilla, hay un herido! Pienso, allí tirado: ¿y qué les puede importar un herido si nos van a matar a todos? Y lo más inexplicable:

b) Se reúnen los del guante blanco en un grupo compacto y gritan a la vez, pero a destiempo: ¡Aquí, Batallón de Limpia! ¡No disparen! Me resulta claro: los mandaron a limpiar de comunistas, de rojos. Por varios minutos gritan en desorden, hasta que se ponen de acuerdo en un conteo y oigo con claridad: Una… dos… tres… ¡Aquí, Batallón Olimpia! ¡No disparen!

Lo gritan tumbados en el suelo. Como de niño veía Combate en la tele, sé que hay teléfonos de campaña a los que se les da vuelta con una manivela y así se comunican los mandos militares. Es obvio que no traen algo así. Nada.

Los gritos por la camilla para el herido continúan.

Lo conté por años y pasó a ser parte del relato coral: ya todos los habían escuchado… por encima del estruendo de la balacera, a varios pisos de distancia y con puertas cerradas. Hasta el que no estuvo los había oído.

Esto demuestra algo de extraordinaria importancia para entender los hechos: la Secretaría de la Defensa no sabía que soldados en ropa civil estarían rodeando el edificio Chihuahua. Y los soldados de civil, el Olimpia, creían que el Ejército regular tenía conocimiento de que ellos iban a disparar, en cuanto detuvieran a los dirigentes, para ahuyentar a la multitud. Por eso hubo heridos de ambas partes. Sé de memoria nombres de heridos: el teniente Sergio Alejandro Aguilar Lucero, el capitán Ernesto Morales Soto. Y que iban al mando de Ernesto Gómez Tagle. Así lo asentaron ante el Ministerio Público, en el Hospital Militar, donde ningún censor gritó: ¡Eso no se escribe!, como ocurrió cuando yo declaré lo mismo, detenido en el Campo Militar No. 1. Las actas las localizaron nuestros defensores.

Falta un eslabón: el Olimpia iba al mando de Gómez Tagle… ¿De quién recibió la orden Gómez Tagle? ¿Vive éste?

Cuando, ya en Lecumberri, comenzaron a llegar de visita mis amigos, pregunté a cuántos habían matado: “Pues nomás a ti”, dijo Nacho Osorio. Alguien a quien le decían El Boche llorando dijo que me había visto “con el cráneo destrozado por bayoneta…”.

Cuando los ex presos fundamos partidos de oposición, mis amigos fueron pronto diputados. Una comisión con fondos públicos hizo una investigación sobre el número de muertos. Los nombres están en una especie de lápida mortuoria levantada en la Plaza de las Tres Culturas. Vaya usted y cuéntelos. Ya estoy harto de que el número me lo achaquen a mí.

A mediados de 1969 la prensa continuaba mostrándonos como los canallas que no habían dudado en matar a su propia gente. Me llamaron Raúl Álvarez Garín y Gilberto Guevara para proponerme un proyecto que de inmediato acepté: escribiríamos nuestra propia versión de los hechos, desde el conocimiento de cada detalle que teníamos los dirigentes. Yo haría el relato y ellos el análisis político. Cada semana les leía mi narración y dejaba los originales a Raúl. De memoria tenía todos los detalles de manifestaciones, mítines y sesiones tormentosas del Consejo Nacional de Huelga, CNH. Y cuando era necesario, por ejemplo, algo concerniente al IPN, pedía confirmación de lo platicado durante meses a quien lo conociera de primera mano. Señalaba quién era el testigo.

Terminé la narración sin que Raúl y Gilberto hubieran escrito ni una línea del análisis. Leí y releí mis copias y acabé observando que la simple narración de los hechos, puros y desnudos, no necesitaba de más: el análisis político estaba ahí: en los datos. Añadí los hechos ocurridos en Lecumberri, del asalto de los presos comunes para romper nuestra huelga de hambre, con la que exigíamos comenzar nuestros juicios, hasta Tlatelolco. Hacia atrás. Lo entremezclé con la narración cronológica de julio a octubre y lo guardé: no conocía a ningún editor.

Hacia mediados o finales de 1969 llegó Elena Poniatowska a entrevistarnos a todos para una crónica. Una mujer por entonces de unos 35 años. Grabó horas de pláticas con decenas de presos, desde los miembros del CNH hasta los jóvenes detenidos al azar. Mostraba su grabadora a la entrada, firmaba algún papel y era todo. No la escondía porque las grabadoras de entonces eran como un maletín de mano. Estaba embarazada. Dio a luz en mayo de 1970.

Por eso debió ser, a más tardar, en abril del 70 cuando le comenté que tenía un relato. Se ofreció a buscar editor. La semana siguiente, iba cada semana, me comentó que le había gustado mucho y me pedía permiso para usar algunas partes. Lo acepté con gusto. Elena todavía no era la figura de hoy, pero sí una periodista conocida por sus entrevistas para Novedades y artículos en Siempre!, con un apellido difícil de olvidar.

Elena debió reconstruir todos los hechos a partir de entrevistas porque no se integró a la Coalición de Intelectuales y Artistas donde estuvieron José Revueltas, Monsiváis, José Luis Cuevas y otros pintores y escritores. Había también una agrupación solidaria de maestros, pero tampoco era maestra. No asistió a manifestaciones, así que dependía por completo del relato que le hiciéramos sus entrevistados.

Y entonces grabó horas y escribió miles de cuartillas con la versión coral: el que no asistió al mitin (teníamos la obligación autoimpuesta de no asistir y pocos cumplieron) le dijo cómo llegó el Ejército, todos habíamos oído a la multitud clamar: ¡El Consejo!, y se nos quebraba la voz, a ella se le humedecían los ojos. Todos habían oído a los de civil y guante blanco gritar: Batallón Olimpia, no disparen, aunque el “no disparen” no tenía sentido en los pisos altos, donde tiraban puertas a patadas. Todos éramos testigos de cómo había entrado la tropa al Casco, a CU y a Zacatenco. La entrevistadora no exigía: Dime únicamente lo que viste.

Sin que yo lo supiera, Raúl le dio mis originales como producto de todos, así que ella podía asignar la voz a quien deseara.

Un domingo llegó Elena acompañando a una guapa mujer de piel canela y ojos verdes. Me la presentó así: Luis, te presento a tu editora. Se trataba de Neus Espresate, directora de la editorial ERA. Mi relato iba a ser publicado por una editorial que me gustaba por su orientación y sus diseños: hacía libros muy hermosos, de magníficas portadas.

—Hemos notado —dijo Neus— que no le has puesto título y te queremos proponer la expresión final de tu relato: La Cicatriz. Con eso recordé que el título sólo se lo había platicado a un amigo, preso común, con el que vivía un romance platónico (por entonces), Pepe. Y no lo había puesto en el manuscrito. Respondí que había pensado en la canción de moda entonces: Those were the days... Luego lo había traducido: Esos fueron los días. Al añadir la temporada de cárcel pensé: Los días y los años. Le gustó y además era la propuesta del autor.

Esto debió ocurrir, cuando mucho, a fines de abril de 1970, porque en mayo de ese año Elena dio a luz. Tuvo una hija. Además, ya había grabado kilómetros de cintas y transcrito millares de cuartillas. No volvió a Lecumberri. Ya libre, en alguna fiesta setentera, la periodista y amiga común, María Luisa La China Mendoza, recordó cómo había visitado a su amiga Elena en París, alojada en casa de una tía materna y abrumada por miles y miles de cuartillas. En alguna breve polémica, Raúl Álvarez dijo que él no sabía que Elena hubiera escrito su crónica tlatelolca “en París sentada abajo de un árbol…”. Claro que no: Elena no está loca para hacerlo ni yo loco para decirlo. El tema del árbol viene de que esa tía de Elena tenía su hermoso departamento frente a un parque en cuyo centro crecía lo que la tía llamaba “el árbol más bello de París”. Lo era porque ella lo había salvado alguna vez de las sierras podadoras francesas que someten todo árbol a un régimen cartesiano. Y hacen bien: no se caen ramas secas sobre autos como aquí. Pero, en medio de un parque, no causaba peligro alguno.

La historia carcelaria con el preso común, Pepe, y su desenlace inesperado ya libres, la publiqué 40 años después: Otros días, otros años. ¿La verdad?... Era en lo único en que pensaba, e hilaba Los días... en mis conversaciones con Pepe, que era preso con comisión (los que trabajan dentro de la cárcel: panadería, cocina, talleres, escuela; a los estudiantes no nos había autorizado nunca la Dirección tener una comisión porque éramos peligrosos: podíamos producir un motín carcelario).

Lo aquí relatado está en mi declaración ante la Procuraduría Especial que dirigió Ignacio Carrillo Prieto. Desconozco si tomó declaración al comandante del Olimpia, Ernesto Gómez Tagle, si lo localizó, vivo o muerto. Lo único claro, y se prueba con lo que oímos los detenidos en el tercer piso, es que el Olimpia rogaba, suplicaba a gritos inaudibles:
no disparen, no disparen… aterrados. Eso que vimos y oímos un medio centenar tumbados en el suelo del tercer piso, apunta a que hubo al menos otra mano participante para tender esa trampa. Todavía no entiendo con qué fin, cuál fue la utilidad si ya nos tenían detenidos. ¿Sembrar el miedo? Sembraron la guerrilla de los años setenta a ochenta, la convicción de que los caminos democráticos estaban cerrados y eran un espejismo burgués.

 

la talacha fue realizada por: eltemibledani

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