El hijo del carpintero

publicado en la revista «nexos»
# 363, marzo de 2008
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Cuando le abrió la puerta no hubiera pensado que era el carpintero: tenía frente a sí a un hombre alto, de cabello rizado y castaño, de hermosas facciones y barba de dos días, cerrada y comenzando a encanecer. Iba acompañado por un joven adolescente, un niño, que era en todo su réplica, salvo en que no había alcanzado su estatura ni su peso, un joven delgado y silencioso que miraba tan ingenuamente que parecía abrir de más los ojos. Lo pasó con respeto a la recámara, con el trato obsequioso que se da a quien desea comprar la propiedad, y le mostró el hueco: "Quiero un clóset muy bueno, de caoba, con espejos en el revés de las puertas. Ah, y que no sean corredizas. Con una bonita cajonera para camisas y ropa interior, cajones de poca altura para las camisas y un par más profundos. Aquí, mire, en este lado". Antonio anotó con lápiz en una libretita de hojas rayadas donde ya había trazado un rectángulo: "Cajonera del lado izquierdo. No quiere usted que llegue hasta arriba, me imagino, una buena altura sería ésta", y puso la mano a la altura de sus hombros, "aquí dejamos un hueco donde pueda usted colocar... no sé, lociones, cepillos para ropa, mancuernillas, le damos un bonito acabado. Caoba, dice usted". Sí, quería caoba y un muy buen trabajo. "Los cajones camiseros ¿le parecen bien de diez centímetros de alto?". Marcó la cifra con su flexómetro y un grueso pulgar de uña cuadrada indicó la altura. Era la solicitada porque no quería que cupiera más de una camisa, una ligeramente sobre otra, salvando los cuellos. "Quisiera cinco cajones de esa medida, luego dos más profundos y uno inferior con todo lo que reste; ya ve, donde uno revuelve calcetines y todo tipo de cosas". Y en cuanto al ancho de los cajones, sería el que dieran tres camisas dobladas, lado a lado. Antonio tomó medidas, luego hincó una rodilla en el piso alfombrado para lanzar el flexómetro de un muro al otro. "Toma la punta, hijo", pidió con voz cálida y amable. El joven hizo lo solicitado y al bajar la vista mostró unas oscuras pestañas, brillantes, que se rizaban hacia las cejas. El padre anotó en su libretita. Luego midió la altura. "¿Lo desea forrado?". Mm, sí, estaría mejor forrado, salvo, quizá, el fondo. "De fondo dejaremos el muro y en este extremo ponemos un bastidor de triplay de caoba. Encima echamos una repisa a todo lo largo. Puede ser de tambor para que sea gruesa sin excederse en el peso y tampoco en el precio", concluyó sonriendo con hermosos dientes. "Y, a ver, aquí deberá ir un tubo cromado para que usted cuelgue su ropa, un tubo para los ganchos". Anotó la medida. El joven, sin ninguna duda su hijo, seguía cada uno de sus movimientos, sus rayas en el croquis, sus números anotados sobre las líneas, con esa expresión que parecía de asombro y, siendo tan rutinaria la tarea, debía de ser simple inocencia y claridad del alma.

Luego don Antonio, porque de seguro habría que llamarlo don, garrapateó números e hizo operaciones aritméticas en otra hoja de su cuaderno, sacó una calculadora de bolsillo, comprobó sus números y respiró profundo. Al niño comenzaba a salirle un ligero bozo, apenas perceptible, sobre el labio; sus hombros todavía eran estrechos, pero las manos colgaban, pesadas y con incipientes venas, de unos brazos delgados. "Le cuesta, con material, mano de obra, colocación y un elegante barnizado natural, para que la caoba luzca, le cuesta ocho mil trescientos pesos. Si usted está de acuerdo, le pediría la mitad para comprar la madera y comenzar a trabajar". En cuanto al plazo de entrega, fijó un máximo de dos semanas, "pero si pudiera, se lo entrego antes, a usted le conviene y a mí también". Los trescientos eran fácilmente regateables, pero, cuando comenzó la frase para ofrecer de inicio siete mil y terminar cediendo hasta ocho mil, vio la mirada del joven, la expresión como de asombro que no era tal, sino un alma a flor de piel, y, sonrojándose porque trescientos pesos significaban dos camisas nuevas de medida todavía infantil, balbuceó el final sin convicción. Antonio replicó: "Ocho mil trescientos es un buen precio, nadie se lo haría por menos". Lo dijo sin convicción, también dudaba y quizá iba a recortar los trescientos, pero no tuvo tiempo. "Está bien, ándele pues, ahora mismo le hago un cheque". Se dirigió a su escritorio y comenzó a llenarlo. "Y, por cierto, ¿de dónde son ustedes? ¿De Michoacán? Por allá se trabaja muy bien la madera". "Somos de aquí, de Guadalajara". "Y este muchachón, ¿va a la escuela?". El padre lo cobijó con una abrazo que cubrió por completo sus delgadas espaldas. "Sí, señor, ya está yendo a secundaria". Y le dirigió una mirada que no surgía de los ojos, sino del corazón.

A la semana escasa, llegó con todas las partes del clóset por separado. "Se lo armo en un par de días, nomás consigo unas bonitas bisagras y ya armado lo barnizo. Pero necesito que me adelante el resto, al fin que, mire usted, aquí tiene ya todo", dijo al tiempo que colocaba cuidadosamente todas las partes del clóset recargadas contra la pared. Recibió la mitad faltante y salió preguntando a qué hora podía llegar por la mañana sin causar molestias. "Muy bien, aquí estaré mañana a las nueve y media, a más tardar al quince para las diez".

A las diez no había llegado, a las once tampoco ni después ni en todo el día. Pasaron así tres días y decidió llamar a quien se lo había recomendado, un hermano arquitecto que le había dado trabajo a Antonio en los acabados de varias casas. "Estás equivocado. Antonio es un hombre formal, siempre me ha cumplido en los contratos, es tío de una muy buena amiga, digo, no es un hombre que desaparezca por cuatro mil pesos, y menos aún si ya se gastó el primer pago en el material y lo tienes en tu casa. Mira, buscaré a Elizabeth y le pediré el teléfono, pero debiste habérselo pedido tú... Sí, sí, no era que desconfiaras, es que simplemente se pide el número hasta para tenerlo en otra ocasión... Te hablo en cuanto lo tenga".

Que su papá estaba en el hospital, muy enfermo, dijo el joven. Pero no debía de preocuparse, en cuanto pudiera, le terminaría el trabajo. En otras ocasiones respondía la esposa y era más seca: "No sé cuándo pueda mi esposo atender su compromiso con usted, no puedo responderle de nada. Le diré que llamó".

Pasó un mes y pasaron dos meses. De don Antonio, ni sus luces. Que seguía enfermo, que la semana siguiente se presentaría a armar el clóset, que había recaído. Pero nunca llamaba él para disculparse. Había que estarlo esperando, buscando, llamando. Una semana las llamadas fueron amables, a la siguiente conciliadoras: "Sí, sí, comprendo, tu papá sigue mal. Bien, qué le vamos a hacer, infórmale que lo he estado llamando". "Claro que sí, señor, y no se preocupe, en cuanto mi papá pueda trabajar lo primero que hará será terminar ese pendiente con usted". Las siguientes semanas fueron de tono crecientemente helado, más aún si respondía la esposa. El joven escuchaba la diatriba en silencio y luego respondía: "Tiene usted razón en estar molesto, pero de veras, no se preocupe por su trabajo", y había una inexplicable certeza en su voz, una claridad como la de su mirada cuando parecía estar asombrado y no lo estaba.

Un buen día, tras de una llamada particularmente molesta en la que amenazó con presentar queja ante el Consumidor, obtuvo una respuesta firme: "Mañana tendrá usted terminado su trabajo". Y al día siguiente allí lo tuvo enfrente, con su flexómetro y una escuadra metálica, estopa, tíner, clavos, martillo. "¿Y tu papá?". "Murió hace dos semanas, pero vengo yo a terminarle su trabajo. No se preocupe". Primero enmudeció, luego una sonrisa se le abrió paso entre sílabas titubeantes: "¡Pero tú eres un niño! ¿Qué puedes hacer tú?". "Le haré su trabajo, señor, y le quedará bien, se lo aseguro". Lo miró con detenimiento: tenía hermosas y grandes manos de adulto, brazos de niño, poca estatura, y cuando bajaba la vista ante la insistente mirada ajena, una suave línea de pestañas espesas lo hacía encantador.

Respiró hondo: "Pasa", invitó con voz suave. "Cuéntame primero qué ocurrió con tu papá". Levantó la vista que había tenido clavada en el suelo: "Murió, señor", y parecía no tener emoción alguna, lo decía como un dato, una fecha. "Pero de qué murió, cuando vino aquí contigo se veía un hombre fuerte, alto, muy sano...". Se sorprendió poniendo excesivo énfasis en los detalles, deteniéndose para no describir el cabello rizado, el vello castaño asomando por la camisa abierta, los antebrazos gruesos. Todo lo que habría dicho y no dijo. "¿Tuvo algún accidente?". El jovencito bajó de nuevo la mirada y las pestañas brillaron a la luz del sol matutino, oscuras en la base, doradas en las puntas, las cejas acordonadas parecieron temblar un poco, pero su voz fue igualmente inexpresiva que antes: "Murió de cirrosis, señor. Bebía mucho y cuando usted le hizo el adelanto... por suerte alcanzó a comprar la madera; lo demás se lo bebió. Le ayudé a terminar lo que le trajo, esto..." y señaló los paneles de madera, "luego vino por más dinero, no sé si usted le notaría algo...". Pensó sin recordar nada especial: "No, nada, lo vi normal como la primera vez". El jovencito volvió a dirigirle esa mirada como de asombro, abierta, que sólo expresaba un completo vacío, y muy serio movió apenas la cabeza: "Sí, no se le notaba".

Se hizo un silencio que pareció largo, enorme, durante el cual se miraron a los ojos, un niño de catorce años huérfano, un hombre de treinta y cinco años soltero. "No creo que puedas", murmuró para salir del encantamiento. "Si no le complace el trabajo, le regresaré su dinero, mi mamá va a recibir un poco...". Lo interrumpió con un movimiento de la mano. "No, no me debes nada; pero vamos a ver cómo te queda", y le sonrió desde lo más profundo de su corazón.

Antonio, también se llamaba Antonio, trabajó tres días. Colocó polines, martilleó la desbastadora en las marcas a lápiz para las bisagras, hizo espigas, metió taquetes, atornilló marcos a la pared, clavó, empastó cabezas de clavos, lijó, pulió. Y finalmente dio un ligero barnizado al trabajo con lo que llaman una muñeca de trapo. Comprobó su obra: las puertas se abrían, los cajones se deslizaban. Pidió una escoba para barrer la viruta y la tierra. Recogió sus instrumentos. Y sólo dijo: "Aquí tiene, dígame qué le parece", lo dijo sin sonreír, con los ojos abiertos como por asombro. "Déjame abrazarte, chiquitín", dijo dando un paso hacia adelante y atrayendo con una mano la cabeza del joven. Antonio respondió al abrazo con resistencia. "Gracias, señor", dijo dirigiéndose hacia la puerta. Hubiera querido retenerlo; ofrecerle adopción, casa, desayuno caliente y escuela. Pero no dijo nada porque no hubiera podido hablar.

 

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