Pasifae

publicado en la revista «nexos»
# 355, julio de 2007
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Afirma Ovidio que Pasifae, esposa del rey Minos, civilizador de Creta y conspicuo por su justo gobierno y su pederastia, se enamoró insensatamente de un hermoso toro blanco y de esa infamante relación, oprobio de la Casa de un príncipe, nació un monstruo medio hombre y medio toro. Otros autores avisan detalles escabrosos, como la construcción de una vaca de madera cubierta de piel para engañar al toro y, debe suponerse, proteger a Pasifae del peso, media tonelada o más, que iba a tener encima para dar satisfacción a su lujuria, que Ovidio et al. llaman amor con un palmario eufemismo. Así descubrimos un inesperado pudor aun en nuestros clásicos, tan tildados de viciosos.

Lo cierto es que Pasifae enardeció de lascivia al imaginarse montada y penetrada por un toro. Unos dicen que ese apetito fue castigo de Poseidón porque, habiendo regalado el toro blanco a Minos para ser devuelto en sacrificio, el rey, impresionado por la belleza del animal que había llegado nadando a la playa, decidió conservarlo en su ganado y sacrificar uno distinto, magnífico, pero no el enviado por Poseidón; otros atribuyen la súbita pasión de la reina a un castigo de Afrodita, pues Pasifae había olvidado por varios años hacer sacrificios propiciatorios a la diosa. Haya sido el dios marino o la deidad espumosa, a la lujuria bestial debió preceder un proceso lento de creciente insatisfacción. Quien haya visto bramar al toro que olfatea la vaca en celo y cómo al montarla emerge de su funda un rojo amasijo de tendones y venas tan grande como el antebrazo y el puño de un hombre alto y corpulento, supondrá que Pasifae habría terminado su anomalía eviscerada. Así que, sin premeditación, se fue preparando para el supremo acto de concupiscencia. Comenzó en la cuna, rozando con sus deditos los rosáceos labios de su vulva hinchada, prominente, buscando un plieguecito que se le ponía duro. Creció sin dejar de practicar a todas horas aquella investigación de sus membranas. Se detenía en su interior húmedo, al tocar una resistencia advertida al introducir sus dedos, ya dos y con uñas muy bien recortadas. Allí dolía un poco y se atemorizaba. Luego, ya siendo un poco mayor, sedujo al jefe de jardineros preguntándole qué era ese gusanito rojizo que se le asomaba por encima de la ranura de donde salía la orina, una ranura bordeada por dos gruesos montículos carnosos, aún sin el menor rastro de vello, limpios pero enrojecidos. Él no entendió, o le produjo terror lo que había entendido, y entonces la niña le mostró su clítoris en erección, su vulva en celo. Allí mismo, sin más embozo que la suerte de que nadie se acercara, a la luz del sol y sobre la tierra preparada con cuidado para los arcos de jazmín ordenados por su madre Persis, Pasifae tuvo por primera vez un hombre encima antes de ser púber, un hombre enloquecido que arriesgaba la vida, la cabeza, la tortura, la previa emasculación, el empalamiento, y ni siquiera lo había pensado. La niña sintió que él alcanzaba hasta donde ella había detenido sus dedos infantiles tantas veces, apareció el conocido y ligero dolor, ahora mezclado de placer, pero el hombre la tomó por las rodillas, se las dobló hacia el pecho, luego las abrió, separando los muslos, y rompió la resistencia al mismo tiempo que eyaculaba sobre unas gotas de sangre. Los jardineros eran una treintena y en una semana todos habían llevado a Pasifae hacia rumbos menos asequibles. Cuando Pasifae ya conocía los gruñidos de uno, los gemidos de otro, el pertinaz silencio de otro más que sólo mostraba en las venas del cuello el aviso de que iba a sentir sus descargas calientes en el interior, les pidió que corrieran la voz y pronto no hubo joven, maduro ni viejo en Knosós que no hubiera penetrado a Pasifae.

Los dioses la maldijeron con una esterilidad bendita hasta su matrimonio con Minos. Dos o tres veces a la semana, en ocasiones dos o tres veces al día si la lista de espera se alargaba, un grupo de hombres montaba a Pasifae en posición de perra lejos del palacio, por donde los jardines comenzaban a ser agreste fronda. Sus hombres pasaron de la lujuria a la curiosidad: querían ver a otros mientras la montaban, oírla gritar de placer, pedir otro más cuando uno eyaculaba, y otro y otro, hasta que la nueva introducción expulsaba la leche de muchos toros.

Comenzaron a buscarle en las cercanías a los dotados de mejores armas. Cuando sabían de un fornido muchachote a quien sus compañeros de palestra, de baño en el río apodaran "el Burro" iban enseguida a invitarlo y lo presentaban a Pasifae con los cabellos perfumados y el cuerpo lavado con aceite. Luego se agolpaban para verlo accionar, encima de Pasifae en cuatro patas, hasta dejarle la vulva sanguinolenta.

Comenzaron a llegar de más lejos. Uno de la lejana isla de Kos, campeón de su pueblo y de las vecinas Nísiros, Tilos y la pequeña Jalki; un sacerdote de Dilos, emblemático en la procesión de Falo; un viejo luchador de Ikaria, de arma no tan larga pero con el grosor de un puño de Pasifae, por lo mismo casi virgen, pues pocas se atrevían a facilitar la entrada con una poca de miel espesa, como hizo Pasifae antes de colocarse a cuatro patas y resistir su embate; un nubio de paso al santuario de Thira, al que curiosamente la base duplicaba la punta, así que abría y abría sin cesar mientras penetraba; un pastor de la desolada Giaros, acusado de haber matado una oveja al penetrarla y a quien su amo pagó el viaje a Creta para solicitar del rubio Apolo en Dilos un incremento siquiera a la mitad; montañeses de Psiloritis y de Lefká Ori, los montes de piedra blanca, de tan difícil acceso que apestosos a cabra y oveja llegaban sobre la espuma de Afrodita, temerosos de Poseidón, rodeando la isla en cóncavas naves. Cuando las más gruesas ya no la hacían sangrar, urdió una permuta: ya la habían penetrado entre dos, uno a sus espaldas por el ano, otro de frente por la vulva abierta por ella con los dedos. Quería a dos por la vulva, dos que llegaran simultáneos hasta el fondo de su vagina. Dos que unieran, una contra otra, sus vergas en racimo, la de uno restregada contra la del otro por sus frenillos, rozándose uno al otro hasta eyacular juntos dentro de ella. Para eso, acostaba a uno boca arriba, abierta de piernas se sentaba encima de él, mirando hacia sus fuertes pies, y sumiendo el miembro en erección al descender hasta sentir los vellos hirsutos, luego se lo doblaba al recostarse de espaldas sobre el pecho viril y así quedar expuesta para el segundo, ya preparado con su boca porque era necesaria una erección muy firme, empuje seguro con los pies desnudos y afianzar a Pasifae por los hombros, pasando los antebrazos bajo su espalda. Cuando ella sentía las manos ásperas coger por detrás la redondez de sus hombros y tenía el segundo glande palpitando sobre la vulva llena, asentía con una mirada para recibir en la bolsa vaginal la doble carga. Quedaban ambos hombres casi imposibilitados de moverse. Los mirones pronto se turnaban en la boca de Pasifae. Algunos eyaculaban dentro, otros preferían esperar turno para hacer un nuevo par. Pasifae masturbaba a otro par y dirigía los surtidores contra sus pechos erectos. Uno de los mayores y más depravados descubrió el placer que brindaba el seno entre los pechos, ya bien lubricado por varias descargas escurriendo hasta el ombligo, pues era ideal para deslizar allí una erección en crecimiento y, con las nalgas peludas hacia la cara de Pasifae, apretar con ambas manos sus pechos para reducir el seno en torno a la progresiva erección, y sentirla resbalar cada vez más endurecida entre las lechadas de otros y así eyacularle directo hacia el ombligo. La joven parecía haber alcanzado la gloria absoluta con una decena de hombres cada vez.

Sus padres la entregaron en matrimonio a Minos, quien perseguía ninfas, mujeres y muchachos por montañas y llanuras; una, desesperada, se había arrojado al mar, de donde la rescataron pescadores, luego la diosa Ártemis o Artemisa la divinizó y fue venerada en la isla de Égina con el nombre de Afea, "la que desapareció". El santuario aún existe en esa isla de los pistaches. Es pues conjeturable que ni Minos pusiera mucha atención a su noche de bodas, ni a Pasifae faltara discreción para imitar estrecheces virginales.

Pero entonces vio el toro. Un toro llevado a preñar una vaca que perdió el equilibrio y resbaló del lomo, así que se salió y, despatarrado, bufando, lanzó el preciado semen al suelo del corral bardado de piedras calizas. Pasifae tocó los charcos blancuzcos y calientes, humeando en el suelo, la verga temblorosa y amoratada. Recordó que su marido, Minos, era a su vez producto del rapto de Europa por Zeus transformado en toro. Y tomó la decisión. Mandó al arquitecto Dédalo, cautivo de Minos, construir una vaca de madera hueca con forro de piel, con una gran abertura posterior. Grande para que salieran sus nalgas completas, sobre las que deseaba sentir el rebote de los testículos del toro que no podía ser otro, sino el más hermoso, el deslumbrante regalo de Poseidón. Ella entraría en la falsa vaca, de pie dentro de los cuartos traseros, pero doblada sobre el interior de la panza, sacaría sus nalgas por la gran abertura, levantadas por la inclinación misma del artilugio para ofrecer la vulva y no el ano. Cuando finalmente Dédalo tuvo a punto el artificio, un esclavo le llevó a Pasifae una esponja empapada en los genitales de una vaca en celo y, una vez colocada la enardecida mujer en posición dentro de la falsa vaca, el esclavo le untó escrupulosamente la vulva y las nalgas con el líquido de la brama, pestilente y afrodisíaco. "Primero tú", exigió Pasifae al sirviente con voz que retumbó desde el interior de la vaca. Y él llevó un banco para alcanzar las hermosas nalgas salientes y penetrar a su ama. Otros le siguieron, ya sin que ella lo demandara, diez o doce, todos los presentes. Cuando cada uno hubo abrazado la vaca para eyacular en la mujer del interior, condujeron al toro blanco de Poseidón, ornado con una guirnalda de mirto en el cuello, sin necesidad de obligarlo: bastó la esponja olorosa en las enormes fosas nasales y siguió a sus pastores resoplando tembloroso. Volvieron a pasar la esponja impregnada de vaca en ardor sobre las nalgas expuestas de Pasifae y no fue necesario nada más: el toro engañado montó bramando el simulacro, Pasifae sacó los brazos por los costados de la vaca espuria y dirigió a dos manos aquel enorme amasijo de nervios, venas y tendones terminado en punta. De ese ayuntamiento cuya descarga de semen se desparramó salpicando el vientre del toro en gruesos surtidores no nació el Minotauro. Pero Pasifae hizo correr el rumor entre campesinos ignorantes con el solo fin de que Minos condenara a los atenienses, vencidos en Mégara, a pagar un tributo anual de siete varones perfectos durante nueve años seguidos. Ella se guardaba los mayores y dejaba a Minos los aún adolescentes. En Creta se decía que él, y no su padre Zeus, había sido el raptor del bello jovencito Ganimedes y, si esto fuera falso, era en cambio verdad que Minos, apenas llegado a la edad viril, había peleado con sus dos hermanos, Radamantis y Sarpedón, por el amor de un bello doncel llamado Mileto; cuando el joven prefirió a Sarpedón, Minos echó a ambos de Creta y, llegados al Asia Menor, fundaron la ciudad y reino de Mileto, donde siglos después nacería Tales de Mileto, que iba crear la geometría abstracta y predecir un eclipse de sol. Atenas debía entregar a Minos otras tantas hembras sólo para que el tributo fuera más humillante.

De ahí que Ovidio concluya afirmando que, para ocultar ese monstruo que lo llenaba de infamia, Minos pidió al arquitecto Dédalo, condenado por el rey a nunca dejar Creta por haber fabricado la vaca de su ruina, el diseño y construcción de un laberinto de tal forma intrincado que fuera imposible salir de él. En el arribo del tercer año iba Teseo que, con el hilo entregado por Ariadna, hija de Minos, logró salir del laberinto luego de matar al Minotauro. Teseo huyó con la princesa sólo para, ingratamente, abandonarla en la isla de Naxos. En 1912 el tercer Strauss, Richard, estrenó su Ariadna en Naxos, una ópera en la ópera que trata de las desventuras de un compositor para poner en escena una ópera, llamada Ariadna. Dédalo, para escapar de Creta con su hijo, Ícaro, ensaya unas alas de pluma y cera; pero, a pesar de las advertencias paternas para no volar muy alto ni muy bajo, sino conservar siempre "un justo medio", el desafortunado Ícaro se elevó hacia el sol y obtuvo el terrible final que conocemos. A su retorno triunfal a Atenas, Teseo olvida cambiar las velas de luto y su padre Egeo, creyéndolo muerto, se mata arrojándose al mar desde el cabo Sunion, donde ahora puede verse todavía un magnífico templo a Poseidón... quien había regalado a Minos el hermoso toro de su infortunio.

 

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