Tres indefiniciones
La izquierda mexicana se ha desdibujado y la expresión está ahora vacía de contenido porque ahí cabe lo que sea: desde priistas disgustados con su partido porque no les dio una candidatura hasta dirigentes cien veces acusados de fraude con casas para los más pobres. Por lo mismo, poco o nada se puede afirmar sobre "la izquierda". Salvo, quizá, que tal cosa no existe.
O, según el humor, elegir mejores o peores imágenes: a Gilberto Rincón Gallardo en su debate siendo candidato presidencial... o a René Bejarano llenando maletín y bolsillos con fajos de dólares extorsionados a un contratista; hay para todo.
Pero aquella vieja izquierda claramente definida por su meta socialista jamás creyó en la democracia ni en la legalidad. Las levantó como banderas cuando así le convino; pero siempre como pretexto que se resume en la expresión "cúmplanse democracia y legalidad en los bueyes de mi compadre".
Como izquierda, democracia y legalidad son términos cada vez más indefinidos en los tiempos que corren. De los tres, legalidad es el único que no debería presentar dudas: la legalidad está escrita en leyes y códigos. Con todo y esa constancia de existencia física, lo cierto es que ahora, la no aplicación de la ley a grupos o personajes decididos a obstruirla, también ha difuminado sus contornos. Legal ya no es lo que dicen las leyes, sino lo que dicen... y la autoridad está dispuesta, por motivos políticos, a aplicar. La vieja y bien definida izquierda, aquella integrada por grupos y partidos que se proponían (por diversos métodos) un México socialista, por sindicatos independientes y similares, desapareció desde que la caída del mundo socialista mostró que esa utopía, como todas las utopías, había sido un infierno. Aquella izquierda mexicana, a diferencia de la chilena o la española, no ha logrado construir nuevas metas y prefiere ignorar las ruinas en que vive, responder a toda novedad con los viejos tics. Así es como ya no sabe uno si está leyendo una declaración de Manuel Bartlett o de Pablo Gómez: dicen lo mismo. Al no tener metas y vivir al día, la izquierda mexicana no tiene identidad.
Como en un espejo, también desapareció la derecha: democracia, legalidad y combate a la pobreza se volvieron términos comunes a cualquier campaña, de cualquier color. Pero el diablo está en los detalles, en los cómo. Y los cómo deben ocultarse porque, siempre, siempre sin excepción, harán perder votos de un lado o de otro. Vimos a dónde condujo la ilusión foxista de la perpetua popularidad: a una parálisis nacional nunca antes vista y al desbordamiento del abuso por todas las costuras sociales, desde el apartalugares hasta el delincuente.
El Partido Comunista (PC) no se recetaba democracia interna cuando exigía para el país elecciones democráticas... que no había en el PC ni en los países socialistas, su modelo entonces; o libertad de expresión, que tampoco había. En el PC los disidentes eran expulsados y punto final. La democracia interna se guiaba por el leninista centralismo democrático que, en pocas palabras, significa: el Comité Central manda y tú obedeces o te vas.
Los demás grupos de aquella izquierda de contornos definidos no eran mejores. Algunos eran mucho peores: no expulsaban al disidente, lo mataban.
Los textos sagrados cambiaban, pero tampoco podían objetarse. La democracia era un engaño burgués para ilusionar a las masas, y la legalidad servía para defender a los poderosos. Así lo demostraban muchas noches desveladas de discusión clandestina. Los ejemplos en contrario, como el amparo que un ciudadano podía obtener contra actos de la autoridad, las normas por las que los gobernantes debían asignar obra pública, eran espejismos. Todo estaba perversamente planeado desde el poder. Con ese condicionamiento reflejo tomaron militantes de izquierda el poder, primero en las universidades públicas, luego en el ámbito político nacional.
Los resultados fueron pronto visibles. Primero en las universidades. El sindicalismo independiente que, por definición, por ser un instrumento de los trabajadores, es de izquierda, impuso, entre otras medidas aberrantes que arruinaron la vida académica, la sucesión familiar: así como los títulos nobiliarios se heredan de padres a hijos, los sindicatos de izquierda impusieron, como triunfo alcanzado en la lucha, la herencia del puesto.
Primero lograron que el sindicato, y no una evaluación, llenara las vacantes. Luego, dentro del sindicato, un triunfo más de la lucha obtuvo que madres y padres heredaran el puesto a los hijos. La madre secretaria, al jubilarse, era sucedida por la hija, aunque ésta no tuviera nociones de escritura y bloqueara la plaza a miles de solicitantes que se habían pagado una preparación en el área.
Luego la izquierda recogió la bandera del pase automático, desafortunado invento de dirigentes estudiantiles priistas bien connotados como corruptos y porriles: a las universidades ya no ingresaron los alumnos mejor preparados y en la Universidad Nacional no tuvo cabida lo mejor de Tijuana a Mérida, sino los promedios inferiores. Así la izquierda liquidó uno de los principios democráticos esenciales: la igualdad en la selección y la selección por el mérito. Liquidó, de paso, el nivel académico y desbieló el motor que hace avanzar a un país, su educación. Del nivel primario se encargó el sindicato más poderoso de América Latina; del superior, el sindicalismo universitario y la izquierda estudiantil. Lograron, aunando esfuerzos, una población de ínfimo nivel educativo que, por lo mismo, no distingue entre la democracia y la caridad, no ve el abismo de tontería cuando le dicen que le van a regalar unos pesos rebajándole el sueldo al presidente; una población que sigue opinando que la ley debe cumplirse sólo, y sólo si, al afectado le parece justa.
Esa idea subjetiva de la legalidad erosionó al Estado mismo y vemos todos los días el triunfo de la fuerza en grupos que, sin excepción, se dicen de izquierda: el gobernante que vuelve inútil la ley de amparo, última defensa ciudadana ante el poder, que logra blindar sus libros contables contra toda inspección; cañeros que demandan el retorno del proteccionismo, bloqueos cotidianos de avenidas, afectación de terceros con total impunidad, el comercio formal y controlado por Hacienda abatido por el ambulantaje porque éste proporciona votos seguros a esos que insisten en denominarse de izquierda, aunque compraron la clientela política del PRI; taxistas piratas que podrán tener razón en exigir placas y permisos si han cumplido los requisitos, pero pretenden, además, que esa misma y democrática medida no se extienda a cualquier ciudadano con los mismos requisitos, y sólo beneficie a la corporación afín al gobierno capitalino. Legalidad y democracia para los amigos. Son los reflejos condicionados que creó la militancia de izquierda y los que hicieron la fuerza del PRI durante sus 71 años de uso discrecional de la ley y simulación de la democracia. El PRI, por motivos de prestigio exterior y de paz interior, abría cauces democráticos; pero recordemos la oposición del PRD a la legislación que finalmente hizo valer los votos. Vimos la caída del PRI a pesar del PRD, el partido de la izquierda, no por su "lucha", palabreja que oculta las más variopintas ambiciones.
Por muchos decenios el PRI se nutrió de militantes de izquierda, preparados por el marxismo-leninismo para tomarse la democracia y la legalidad como escenografía desechable; expulsados porque sus organizaciones no conocían la democracia, o salidos porque el PRI les garantizaba acceso al poder, ninguno se tomaba en serio esas palabras, tan sonoras en los discursos.
La marea se revirtió y hoy tenemos en el PRD una refundación del viejo PRI, el que empleó la asistencia para cosechar votos y entorpeció el desarrollo del país con leyes aberrantes, como las que nos obligan a comprar en Texas gas del mismo yacimiento que llega hasta Tamaulipas, para sólo poner el ejemplo más inverosímil. En pocas palabras, tenemos en quienes se dicen de izquierda la refundación del PRI, con todos sus defectos y ninguna de las virtudes que lograron estabilidad política.
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