1905-2005 La relatividad sin ecuaciones

publicado en la revista «nexos»
# 330, junio de 2005
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Hace exactamente un siglo el joven Albert Einstein, de 26 años, publicó un artículo que revolucionó la ciencia y la comprensión humana del universo. Luis González de Alba desgrana el texto con el que nació la teoría de la relatividad.

 

A los jóvenes que elegirán carrera profesional y a los físicos que no saben pronunciar "Schrödinger".

 

Cinemática

Las primeras palabras parecen tan grises como manual de electricista: "Es sabido que la electrodinámica de Maxwell -como la entendemos al presente-, cuando se aplica a cuerpos en movimiento, conduce a asimetrías que no parecen ser inherentes a los fenómenos. Tomemos, por ejemplo, la acción electrodinámica recíproca entre un magneto y un conductor...". Así de aburrida comienza la teoría que más profundamente habría de cambiar nuestra idea de la realidad, de la materia, la energía, el espacio y el tiempo. Con ese arranque de Mecánica Popular se nos dice, en la tercera línea, que no es lo mismo girar el magneto con el conductor en reposo, que girar el conductor con el magneto en reposo. En cambio, reflexiona el lector, se obtiene el mismo resultado girando el tornillo sobre la tuerca en reposo, que girando la tuerca contra el tornillo en reposo. Un título más bien oscuro oculta la transformación total de la física y la puerta de un mundo insospechado por nuestros sentidos, incluido el sentido común: "Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento": un artículo de 25 cuartillas, sin citas, fechado el 30 de junio de 1905, y publicado por los Annalen der Physik, la prestigiosa revista dirigida por Max Planck, en septiembre del mismo año. Lo firma un A. Einstein, joven de 26 años apenas conocido meses antes por dos artículos geniales en la misma revista. Es la teoría de la relatividad.

Toma una conjetura de Newton según la cual los resultados de un experimento no varían si se realiza en tierra o sobre un velero con movimiento rectilíneo uniforme. Avisa que este "Principio de Relatividad" tendrá en su artículo estatus de postulado, a saber: que "los fenómenos de la electrodinámica, tanto como los de la mecánica, no poseen propiedades que correspondan a la idea de reposo absoluto", sino más bien que "las mismas leyes de la electrodinámica y la óptica serán válidas para todos los marcos de referencia". El ejemplo de ese "reposo absoluto" lo daría el espacio vacío de Newton. Enseguida introduce otro postulado, "que sólo en apariencia es irreconciliable con el primero (el de relatividad), es decir, que la luz siempre se propaga en el espacio vacío con una velocidad definida 'c' que es independiente del estado de movimiento del cuerpo emisor". Algo tan absurdo como decir que una pelota lanzada en tierra y dentro de un avión que viaja a 800 kilómetros por hora va en ambos casos a la misma velocidad, se mida desde tierra o desde el avión.

Antes de terminar este párrafo, apenas el segundo, ya dijo que no es necesario suponer un "espacio estacionario absoluto": uno de los pilares esenciales, con el tiempo absoluto, en la más sólida de las ciencias: la mecánica de Newton, que definía el espacio de manera perfectamente razonable y sensata: un gran hueco inmóvil donde un metro era un metro aquí o en los confines más remotos del universo. Con base en ambos postulados, el joven autor desecha también el éter luminífero (éter transportador de la luz) porque, dice, "se comprobará superfluo en la medida en que la visión por desarrollar aquí no requerirá un 'espacio absoluto estacionario' provisto de propiedades especiales" (como era por definición el éter).

El problema con decretar la inexistencia del éter no era menor, aunque ya el legendario experimento de Michelson y Morley no lo había encontrado en 1887. El éter, una sustancia perfectamente elástica que rellenaba todo el universo, era imprescindible desde que se había probado, varias veces a lo largo del siglo XIX, que la luz no eran partículas, como había propuesto Newton, sino ondas, como decía Huygens en Holanda por la misma época. Si la luz eran ondas, algo debía ondular entre el Sol y la Tierra, las estrellas y nosotros. Algo transportaba la luz. A eso se le llamó "éter" o "éter luminífero".

Así, pues, antes de terminar la primera página de su artículo, antes de presentar una sola ecuación, el joven físico ya explicó lo que hará, que no es otra cosa sino refundar toda la física, desde sus conceptos más básicos, los de tiempo y espacio.

La simultaneidad no existe. Y da el primer golpe: destruye la noción empírica de simultaneidad. Lo hace en una página y con un ejemplo: no podemos sincronizar dos relojes colocados en diferentes lugares porque no podemos asignar una significación absoluta al concepto de simultaneidad: dos hechos simultáneos para un observador no lo son para otro en diverso marco de referencia. Explicarlo le lleva algunas ecuaciones. Para evitarlas, veamos un ejemplo ideado para legos por el mismo Einstein, años después, en su pequeño libro Sobre la relatividad (traducido como La relatividad): supongamos que caen dos rayos en puntos distantes, A y B, de una vía de tren, ¿cómo podemos afirmar la simultaneidad de los rayos? Sencillo: a la mitad de la recta AB colocamos un observador provisto de espejos en ángulo de 90 grados. Eso le permitirá ver ambos extremos y afirmar si los rayos fueron o no simultáneos. Pero si otro observador viaja en tren sobre la misma vía, ¿verá también simultáneos los mismos dos rayos? El viajero se aleja del rayo caído en A y se aproxima al rayo caído en B, por consiguiente, ese viajero "verá el rayo de luz proveniente de B, antes que el rayo luminoso proveniente de A. Los observadores que utilizan el tren como cuerpo de referencia deben llegar a la conclusión de que el relámpago B se produjo antes que el relámpago A. Arribamos, por lo tanto, al importante resultado que sigue:

"Dos acontecimientos, que son simultáneos con respecto a la vía férrea, no son simultáneos con respecto al tren [...] Cada cuerpo de referencia (sistema de coordenadas) tiene su tiempo propio; una indicación de tiempo sólo tiene significado cuando indica el cuerpo de referencia al que se refiere" (traducción de Ute Schmidt).

El lector de este ejemplo podría replicar a Einstein que los viajeros del tren se equivocan debido a que el tren está en movimiento y ven como no simultáneos rayos que sí lo son "en realidad"; en cambio, si el tren estuviera detenido en una estación, los viajeros harían la misma observación que las personas paradas en el andén. Muy cierto esto último, no lo primero: Einstein se saca una última carta de la manga: ningún marco de referencia en el universo tiene privilegio alguno sobre otro. Tanto podemos decir que el tren se mueve sobre vías fijas, como que las vías se mueven contra un tren inmóvil. Esto es, no podemos decir que los rayos "en realidad" cayeron simultáneos porque así los vio el observador estático. Eso es privilegiar un marco de referencia, la vía, sobre otro, el tren en movimiento. No tenemos derecho alguno a preguntarnos cómo cayeron los rayos "en la realidad". La realidad de un marco de referencia es tan real como la de otro. Los viajeros del tren en movimiento no sufren una falsa percepción, no se engañan, o, al menos, no más que el observador inmóvil.

La relatividad de longitudes y tiempos. Tampoco la longitud de un objeto ni la duración de un hecho son medidas absolutas. Si medimos la vía férrea, considerada objeto estacionario, con un metro inmóvil, y la volvemos a medir desde un armón que avanza a gran velocidad sobre la vía, tendremos medidas discordantes: el metro sobre el veloz armón nos dice que la vía es más larga. Así ocurre porque el metro del armón se ha acortado en el sentido del viaje.

Esta propuesta ya había sido hecha, pocos años atrás, por George FitzGerald, profesor del Trinity College de Dublín, Irlanda, en primer término, luego por Hendrik Lorentz, de Leiden, Holanda, y el matemático francés Henri Poincaré: todos los objetos en movimiento se acortan en el sentido de su eje de movimiento. Era una propuesta elaborada para explicar los nulos resultados del experimento de Michelson y Morley, que en 1887 se propuso descubrir el éter empleando para el caso dos rayos de luz: debían recorrer iguales distancias en tiempos distintos si uno era lanzado contra la corriente del éter y otro en sentido trasversal; el éter era por definición perfectamente inmóvil, pero la Tierra, al moverse en el espacio (y por lo tanto en el éter), producía una corriente, como la que envuelve una mano que se mueve en el agua inmóvil de un estanque. No es éste el lugar para detallar más el experimento; baste saber que su resultado dio a la física un golpe inesperado: no detectó ninguna corriente que alterara la velocidad de la luz. El brazo del aparato dispuesto contra el éter y el brazo perpendicular, idénticos en longitud, eran recorridos por la luz en tiempos idénticos. Otros experimentos con el mismo propósito también fallaron. Eso ahora no nos extraña, pero entonces fue como afirmar que tanto da nadar contra la corriente de un río que cruzarlo de una orilla a otra. No había río (no había éter), entonces volvía a plantearse la vieja pregunta: si la luz son ondas y no existe medio alguno entre el Sol y la Tierra, si el espacio es perfectamente vacío, ¿qué ondula? Era como imaginar un sonido sin aire.

Pronto llegó la respuesta ya mencionada, y era aún más contraria al sentido común: el aparato de Michelson y Morley se había acortado en el sentido del movimiento terrestre. Los dos rayos de luz no habían seguido caminos de igual distancia. Poincaré entonces propuso que ningún experimento podría jamás detectar la corriente del éter. O sea que no había forma de determinar una velocidad absoluta, medida contra el espacio mismo (R. Feynman: Six Not-So-Easy Pieces, p. 58. Richard Feynman obtuvo el Nobel de física en 1965; es quizá la figura más influyente en la física cuántica de segunda generación).

Este acortamiento o relatividad del espacio quedaría luego incluido en la teoría de la relatividad de 1905, de la que es componente esencial. Aunque Lorentz y FitzGerald parecían haber salvado la hipótesis del éter, le dieron el tiro de gracia porque la teoría de la relatividad, a la que aportaron fundamentos imprescindibles, la iba a hacer por completo innecesaria.

Tampoco existe el tiempo absoluto, ese tiempo definido por Newton: "El tiempo absoluto, verdadero y matemático, por sí mismo, y por su propia naturaleza, fluye de manera uniforme sin relación a nada externo", asegura en sus Principia Mathematica, y también lo hace sin relación a nada externo, o sea, sin comprobación alguna. Uno de los hombres que más influyó sobre el pensamiento de Einstein, el físico y luego filósofo Ernst Mach ya había observado que las expresiones "espacio absoluto" y "tiempo absoluto" eran imposibles de definir en términos de procesos o cantidades observables, por lo cual, en opinión de Mach, no tenían sentido alguno (R. Clark: Einstein, pp. 60-61).

El artículo de 1905 ejemplifica la relatividad del tiempo con dos relojes colocados en los extremos de una vía. Dichos relojes deben sincronizarse. Para hacerlo, un rayo de luz se envía de un extremo al otro, se refleja allí y vuelve al punto inicial. Como ya vimos con el ejemplo del tren, los observadores en un sistema estacionario, el andén por ejemplo, sincronizarán los relojes de una forma; pero los observadores sobre el tren en movimiento no los encontrarán sincronizados. "Así vemos que no es posible asignar ninguna significación absoluta al concepto de simultaneidad, pues dos eventos que, vistos desde un sistema de coordenadas son simultáneos, pueden ya no ser vistos como eventos simultáneos cuando los enfrentamos desde un sistema que está en movimiento en relación a ese sistema", así concluye Einstein el parágrafo 2 de su ensayo.

Una velocidad inalterable. Que la velocidad de la luz sea independiente de la velocidad del emisor produce uno de los aspectos más paradójicos de la relatividad. Que las velocidades se suman es una experiencia diaria. Newton empleó el ejemplo de un marino que camina sobre un barco en movimiento y en el sentido del movimiento: el marino va a su velocidad más la del barco. Si lanzamos una pelota a 35 kilómetros por hora, en el campo de beisbol tendrá esa velocidad; pero lanzada dentro de un avión, el observador dentro del avión la verá, y la sentirá si lo golpea, a esa misma velocidad; en cambio, el observador en tierra la verá ir a 35 más los 800 kilómetros por hora de un avión de pasajeros: a 835. Si la pelota en el avión golpea al observador en tierra, lo mata porque va como una bala. Al observador en el avión no le hace nada, aunque es la misma pelota y lanzada con la misma fuerza por la misma persona.

Pero la luz no suma su velocidad a la del avión ni la resta cuando la dirigimos en sentido contrario al viaje. Es siempre la misma, según descubrimiento del astrónomo holandés Willem de Sitter, dato señalado por Einstein. El hecho va contra toda intuición y sentido común, pero está comprobado: un rayo de luz procedente de una estrella tiene la velocidad constante c, de 300 mil kilómetros por segundo con independencia de la velocidad a la que la estrella se aleje o aproxime: ni se suma ni se resta. "Aunque usted se esté alejando, seguirá midiendo la velocidad de los fotones [unidades de luz] que se aproximan a 1080 millones de kilómetros por hora, ni una pizca menos [...] Lo mismo es verdad si usted corre hacia los fotones que vienen o si corre tras de ellos: siempre parecerán viajar a 1080 millones de kilómetros por hora" (B. Greene: The Elegant Universe, p. 32. Brian Greene es uno de los creadores de la actual teoría de las supercuerdas, que busca unificar la relatividad con la cuántica).

Entonces, una pelota que lanzamos dentro de un avión a, digamos, unos 10 metros por segundo y hacia el frente, vista desde tierra ha recorrido unos 232 metros. La razón está clara: dentro del avión va a 10 metros por segundo, fuera va a los 222 metros por segundo del avión más los 10 que le imprimimos al lanzarla: vista desde afuera, la pelota recorre más espacio porque va a más velocidad: no a 10, sino a 232 m/s. Ahora pongamos de ejemplo un rayo de luz. Al igual que la pelota, en cierta unidad infinitesimal de tiempo (1/ 30 000 000 de segundo) la luz recorre 10 metros dentro del avión y 232 afuera. Digamos que dentro del avión fue de la fila 10 a la 1; pero el observador que ve el espacio recorrido, sobre el terreno, por el avión completo, concluye que el rayo de luz fue desde la torre de la iglesia hasta la orilla del pueblo. ¿Cómo es que, visto desde afuera, el rayo de luz recorrió más distancia en el mismo tiempo? Si respondimos, igualando el caso al de la pelota, que desde afuera se suman su velocidad y la del avión, como la pelota que ya no va a 10 metros sino a 232 por segundo, la conclusión fue falsa: la pelota sí suma su velocidad de lanzamiento a la del avión; pero la velocidad de la luz, paradójicamente, ni se suma ni se resta a la de su fuente, en este caso el avión. Y sin embargo es un hecho que la luz recorre menos espacio para el observador dentro del avión (de la fila 10 a la 1) que para el observador en tierra porque éste va y mide el espacio recorrido por el avión sobre el terreno (desde el campanario hasta la salida del pueblo). Como no podemos sumar su velocidad a la del avión para explicar el mayor recorrido exterior, debemos concluir que el tiempo se ha acortado dentro del avión, y no se ha acortado para el observador en tierra, afuera del avión. Pues sí, eso. Hay pruebas de esta afirmación estrafalaria. Una la ofrece Feynman y se refiere a la vida media de las partículas subatómicas llamadas muones. Su existencia es tan breve, tan infinitesimal que, a casi la velocidad de la luz, apenas podrían recorrer 600 metros antes de volver a la nada. Eso si medimos su tiempo con nuestro tiempo; pero "aunque los muones son creados en lo alto de la atmósfera, a unos 10 kilómetros arriba, aún así se les puede encontrar en los laboratorios aquí abajo, entre los rayos cósmicos. ¿Cómo puede ser eso?" (op. cit., p. 62). La respuesta es que algunos muones viajan a velocidad cercana a la de la luz y para ellos un segundo es casi una eternidad y tienen tiempo de sobra para atravesar la atmósfera. El tiempo de los muones transcurre pasmosamente lento. Hay ciertos insectos, unas mosquitas llamadas efímeras porque duran lo que la palabra significa en griego, un día. Para ellas la vida tiene 12 horas, nuestra vida tiene unos 80 años. Ese no es un efecto relativista, pero nos sirve para imaginar el vértigo del tiempo en las efímeras, la enorme longitud de un segundo.

Y, por eso mismo, no envejece. Si el tiempo transcurre más lentamente conforme aumentamos la velocidad, encontramos que a 300 mil kilómetros por segundo el tiempo cesa por completo de fluir: a la velocidad de la luz no hay tiempo o, lo que es lo mismo, la luz no envejece nunca. Lo dice con claridad un párrafo de Greene: "Si un objeto está inmóvil (en relación con nosotros) y consecuentemente no se mueve a través del espacio en absoluto, entonces todo el movimiento del objeto está usado en viajar a través de una dimensión: en este caso la dimensión tiempo. Es más, todos los objetos que están en descanso en relación con nosotros y con cada uno de ellos se mueven a través del tiempo -envejecen- exactamente a la misma velocidad. Sin embargo, si un objeto sí se mueve a través del espacio, esto significa que algo de su movimiento previo a través del tiempo debe de distraerse [...] La máxima velocidad a través del espacio ocurre si todo el movimiento de un objeto a través del tiempo se ha invertido en movimiento a través del espacio" (op. cit., p. 50).

De ahí que la velocidad de la luz sea la velocidad límite en el universo, un límite imposible de trasponer porque a esa velocidad el objeto en movimiento ya ha invertido toda su capacidad de movimiento en viajar por las tres dimensiones del espacio, y no queda nada para la dimensión tiempo; "por lo tanto, la luz no envejece; un fotón (unidad de luz) que surgió del Big Bang tiene hoy la misma edad que entonces" (idem.).

De un sistema estacionario a uno en movimiento. El parágrafo 3 lo dedica Einstein a encontrar las transformaciones necesarias para pasar las coordenadas de un sistema estacionario a otro sistema en movimiento uniforme donde el tiempo quede incluido como una de las coordenadas. "Imaginemos un espacio que será medido desde el sistema estacionario K por medio de una vara estacionaria y también desde el sistema en movimiento k por medio de una vara que se mueve con él". Recordemos nuestras clases de geometría cartesiana en secundaria: con un eje horizontal x y uno vertical y podemos determinar un punto cualquiera sobre un plano, una hoja de papel cuadriculado, por ejemplo, según el sencillo método ideado por Descartes en el siglo XVII. Y si además clavamos un alfiler perpendicular en donde se cruzan x y y, podemos llamar eje z a ese alfiler; hemos añadido ahora una tercera dimensión, y así podremos determinar la posición de cualquier punto ya no sólo en el plano del papel cuadriculado, sino dentro de un cubo espacial. Si ahora movemos ese cubo, digamos que empujando papel y alfiler sobre la mesa de dibujo, tendremos otra dimensión, t: el tiempo, según propuesta del físico matemático alemán Hermann Minkowski. Así tenemos un universo o espacio-tiempo de Minkowski, un sistema de cuatro dimensiones: x, y, z, t, estacionario si no lo movemos (t es igual a 0). Para distinguir el sistema en movimiento del estacionario, Einstein emplea esas letras latinas para el estacionario y las mismas letras en alfabeto griego para indicar que el sistema está en movimiento; así obtiene las coordenadas xhzt (csi, ita, zita, taf: ignoro la razón por la que Einstein emplee ita y no ípsilon para sustituir la y que es ípsilon y hasta conserva ese nombre en portugués: "a, e, i, o, u, ípsilon...", dice aquella famosa Disco-Samba que tantos de mi generación bailamos en los fabulosos años setenta). "Nuestra tarea es ahora", dice el joven Einstein, "encontrar un sistema de ecuaciones que conecte estas cantidades". Le lleva cinco páginas en las que echa mano de la herramienta matemática conocida como "transformación de Lorentz" porque transforma un sistema de ecuaciones en otro, en este caso las del sistema inmóvil en las del móvil sin que, esto es lo fundamental, se altere la velocidad de la luz en ninguno de los sistemas, pues ya quedamos en que esa velocidad es una constante universal. Y descubre que "es ahora evidente (¡evidentísssimo!) que la longitud de una vara de medir dada, en movimiento perpendicular a su eje, medida en un sistema estacionario, debe depender solamente de la velocidad y no de la dirección o sentido del movimiento".

¿Y? Pues nada: que por eso las leyes de la naturaleza no cambian con la rotación ni con la traslación del planeta Tierra. Si el terraplén con la vía férrea lo consideramos equivalente al inmóvil espacio newtoniano, y la Tierra al tren en movimiento, en este caso a 30 kilómetros por segundo, el principio de relatividad nos dice que tanto vale considerar así las cosas como decir que la Tierra (o el tren) está inmóvil y el espacio se mueve. De no ser así, si consideramos que el vagón se mueve "realmente" con respecto al terraplén, en las leyes de la naturaleza deberían desempeñar cierto papel la magnitud y la dirección de la velocidad del tren, comenta Einstein en la obra de divulgación citada: "Sería de esperar, por ejemplo, que el sonido de una nota de un órgano tuviese un tono diferente, según que el eje del tubo del órgano fuese paralelo o perpendicular a la dirección del tren en movimiento". No es así, y por eso los tubos del "órgano" de Michelson y Morley no detectaron cambio alguno en la velocidad de la luz, fueran paralelos o perpendiculares al movimiento de nuestro tren galáctico, la Tierra. El comportamiento de los sistemas físicos no depende de su orientación en el espacio con respecto a la Tierra, añade. No se ha advertido ninguna diferencia entre la mitad del año en que la Tierra va en el sentido de las 12 a las 6, y la otra mitad en la que va en el sentido contrario, de las 6 a las 12, si imaginamos su órbita como una inmensa carátula de reloj.

Los últimos parágrafos de esta parte sobre cinemática los dedica al asunto de la composición de velocidades. Ya vimos con el ejemplo de la pelota lanzada en el campo de beisbol o a bordo de un avión en pleno vuelo que las velocidades se suman. Si por el pasillo de un avión, a 800 kilómetros por hora, caminamos hacia la cabina de pilotos, vamos a 800 más la velocidad de nuestro paso. Media página de ecuaciones demuestran que de ellas "se sigue, pues, que la velocidad de la luz c no puede alterarse por composición con una velocidad menor que la de la luz". O sea que, como dijo Bertrand Russell, para la luz, tanto da subir de pie una escalera eléctrica como subirla corriendo: la velocidad es la misma, con las horribles consecuencias que ya vimos para el tiempo.

"Hemos ahora deducido los requisitos de la teoría cinemática correspondiente a nuestros dos principios [el de relatividad y el de constancia en la velocidad de la luz], y procedemos a mostrar su aplicación a la electrodinámica".

Parte electrodinámica

En 1820, un francés, François Dominique Arago, al trabajar hallazgos del danés Oersted, había producido magnetismo con un alambre de cobre electrificado y enrollado. Fue evidencia de que la electricidad, ese flujo misterioso que comenzaba a estudiarse, y el magnetismo, ese poder de atracción inexplicable, tenían relación directa. Arago estaba convencido de que la luz era una onda, como había sostenido Huygens dos siglos antes, y no corpúsculos, según la propuesta triunfante de Newton, lo cual se verá que tuvo gran importancia. El inglés Michael Faraday descubrió el efecto contrario: por medio de magnetismo se podía producir electricidad. Con un imán creó electricidad en un cable cercano. "En la actualidad, toda dínamo con su zumbido, todo motor eléctrico en su girar, canta un himno de alabanza en honor de aquel inglés genial, sosegado y laborioso", dicen Moulton y Schifferes en su Autobiografía de la ciencia, donde viene el "Diario de Faraday" (FCE, p. 272).

Arago había producido magnetismo con electricidad y Faraday electricidad con magnetismo. La materia se comportaba en ambos casos extrañamente, desbordaba sus límites aristotélicos y alcanzaba una zona del espacio no ocupada por esa materia: el magneto no tocaba el cable, pero de alguna forma "algo" del magneto lo alcanzaba y producía la corriente eléctrica.

Un escocés, James Clerk Maxwell, en cuatro breves ecuaciones, dio forma a ese material disperso y produjo la primera de las grandes unificaciones de la física: la electricidad, el magnetismo y la luz: "La teoría que propongo puede llamarse, pues, teoría del campo electromagnético, porque se refiere al espacio vecino a los cuerpos eléctricos o magnéticos...". Había nacido algo nuevo, un aspecto de la materia insospechado: el campo. "En electrodinámica, lo que auténticamente existe no es la materia, sino el campo de fuerzas", señala Heisenberg (La imagen de la naturaleza en la física actual, p. 12). La materia comenzó a desmaterializarse.

Otra vez alambres y magnetos. A finales de la década de 1880, Heinrich Hertz produjo ondas de radio y demostró que tenían la velocidad de la luz y se comportaban como la luz; los rayos X también parecían seguir las leyes de Maxwell. Las cuatro ecuaciones de Maxwell comenzaban a describir fenómenos que no había imaginado la gran unificación del electromagnetismo. Pero mostraban un serio problema: los fenómenos eléctricos y ópticos eran diversos según ocurrieran en un sistema estacionario o en uno en movimiento: no eran lo mismo en el tren en marcha que sobre el terraplén. Las maravillosas ecuaciones no obedecían el principio de relatividad enunciado desde Newton: "El movimiento de los cuerpos incluidos en un espacio dado permanece igual sea que el espacio esté en descanso o se mueva uniformemente en línea recta" (Feynman, op. cit., p. 50). O sea que los experimentos y los fenómenos de la naturaleza dan iguales resultados con el espacio en movimiento o en descanso, siempre y cuando uno no mire hacia afuera. En un avión, de noche y sin turbulencia alguna, la quietud es idéntica a la de un reposet en casa. Un experimento debe resultar igual en ese vuelo perfecto que en el laboratorio terrestre. Pues bien, no era así al aplicar las ecuaciones de Maxwell y ésa es la incógnita que, desde las primeras palabras de su escrito, recordarán ustedes, se propone despejar Einstein: "Es sabido que la electrodinámica de Maxwell -como la entendemos al presente- cuando se aplica a cuerpos en movimiento, conduce a asimetrías que...".

¿Qué hace? Toma las ecuaciones de Maxwell en su última versión, que era la tratada por Hertz (donde son seis en vez de cuatro), y les aplica una transformación de Lorentz: "Einstein, siguiendo una sugerencia hecha originalmente por Poincaré, propone entonces que todas las leyes físicas deberían ser de tal tipo que permanezcan inalteradas bajo un transformación de Lorentz. En otras palabras, que debemos cambiar, no las leyes de la electrodinámica, sino las leyes de la mecánica" (Feynman, op. cit., p. 54). Einstein lo hace: cambia las leyes de Newton de tal manera que permanezcan inalteradas bajo una transformación de Lorentz.

"Ahora -comenta Einstein tras aplicar la transformación-, el principio de relatividad exige que si las ecuaciones Maxwell-Hertz para el espacio vacío resultan buenas en un sistema K [inmóvil], sigan resultando buenas en un sistema k [en movimiento]". Pues eso.

Una vez resueltas las ecuaciones y otros procedimientos "es claro que la asimetría mencionada en la Introducción (que no es lo mismo mover el magneto contra el cable que mover el cable contra el magneto) ahora desaparece".

Ambulancias y rayos de luz. Y pasa al parágrafo sobre la aberración y el efecto Doppler: cuando una ambulancia se acerca, oímos su sirena aguda porque el "tren" de ondas acústicas viene comprimido por el movimiento; una vez que nos rebasa la ambulancia, la nota de la sirena se vuelve más y más grave; para otro escucha al cual se aproxime, sigue siendo aguda. Tal es el efecto Doppler en el sonido. Einstein lo aplica a la luz y encuentra una breve ecuación que describe "la frecuencia de la luz [el color si está en el espectro visible] percibida por el observador" que se mueve con velocidad v. Luego calcula la amplitud de las ondas luminosas "como aparecería en un sistema en movimiento".

Más de 20 años después, desde el observatorio del Monte Wilson, en Estados Unidos, el astrónomo Edwin Hubble (en cuyo honor lleva ese nombre el famoso telescopio espacial) descubrió que la luz de las galaxias se corría hacia el rojo, más se corría entre más alejada la galaxia. En 1929 estuvo claro: el universo, considerado estático hasta entonces, se expandía, las galaxias se alejaban entre sí. La razón de la velocidad de las galaxias a su distancia es una constante ahora llamada "constante de Hubble". Fue ese efecto Doppler de la luz, el rojo que como el sonido grave indica alejamiento de la fuente, lo que llevó a Hubble a su entonces arriesgada afirmación: que el universo se expandía. En 1992, el investigador de la Universidad Penn State, Alex Wolszczan, descubrió el primer planeta fuera de nuestro sistema solar analizando el mismo efecto Doppler de la luz cuantificado por Einstein: cuando el planeta se nos aproxima, si bien nuestros instrumentos no son capaces de observarlo, su gravitación jala la estrella, y la luz de la estrella se corre al azul: el extremo "agudo" de la luz; cuando el planeta entra a la mitad de su órbita que nos lo aleja, la estrella también lo hace y su luz se corre al rojo como la sirena que se aleja se corre al grave. Con el mismo sistema se han descubierto un centenar de planetas extrasolares en torno a varias estrellas de características similares a nuestro Sol.

Prosigue Einstein, en el siguiente parágrafo, con el cálculo de algo que habría parecido como pesar un ángel: el cálculo de la presión de la luz. En el número con que The Planetary Report cerró 2004, viene el diseño de una "vela solar", un vehículo espacial que, literalmente, navegará a vela, una inmensa vela que será empujada con velocidad creciente por la luz solar. Concluye Einstein diciendo que, con la ecuación final (después de sólo dos páginas) "todos los problemas de óptica de los cuerpos en movimiento se reducirán a una serie de problemas en la óptica de los cuerpos estacionarios". Y pasa a lo que sigue. Se aplica a la dinámica del electrón, el componente del átomo descubierto por el inglés Joseph John Thomson apenas siete años antes, en 1898.

El electrón. Sigue Einstein el mismo método: de un electrón en descanso (imaginario) al mismo electrón cuando se mueve bajo tres coordenadas espaciales. Luego resuelve un sistema en movimiento transformándolo en varios sistemas en reposo.

Así determina la energía cinética del electrón, calcula y enumera las propiedades de su movimiento, sugiere formas de comprobación experimental de sus resultados, calcula el radio de la curvatura de la trayectoria del electrón (el español es a veces horrible) y remata con una frase: que esas últimas tres ecuaciones "son una expresión completa de las leyes según las cuales, por la teoría aquí propuesta, el electrón debe moverse". Y pone así los cálculos que harían posibles la fisión y la fusión nucleares.

Termina con un agradecimiento: "En conclusión, deseo decir que al trabajar en el problema aquí planteado, he tenido la leal asistencia de mi amigo y colega M. (Michelangelo) Besso, y que estoy en deuda con él por varias sugerencias valiosas".

 

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