La Iglesia y el poder
columna: «la ciencia en la calle»
De los leones al trono
En el año 350 todavía los obispos de Roma, o papas, eran echados a los leones. Pero sólo 400 años después eran los reyes de esa ciudad. Reyes en sentido literal y estricto, reyes como los de Francia o de Castilla. ¿Cómo ocurrió que durante mil cien años, desde el 756 hasta al siglo pasado, los obispos de Roma, o papas, fueron reyes de esa ciudad? Comenzaron a serlo cuando un rey de los francos (los futuros franceses), Pipino el Breve, regaló al obispo de Roma todo el centro de Italia, de mar a mar, a condición de que detuviera el avance de los lombardos, entonces uno de los pueblos bárbaros que asolaban Europa. Concluyó el reino de los papas cuando Garibaldi unificó a Italia, a mediados del siglo pasado, y declaró a Roma capital del nuevo país. El papa lanzó anatemas y excomuniones, pero los ejércitos de Garibaldi no cedieron. Entonces el papa se declaró prisionero en la iglesia de san Pedro. Esta cómica situación duró 50 años y concluyó en los años 20 de este siglo, cuando Mussolini firmó el Concordato o acuerdo, por el cual Italia cedía al papa los terrenos de san Pedro y los jardines posteriores. A eso se le llama desde entonces Estado de la Ciudad del Vaticano, y el papa es de nuevo rey, aunque sea de un país tan pequeño como cuatro cuadras. A cambio, su corona triple es la más grande de todas.
Los puristas
Esa desaforada afición de la iglesia romana por el poder ha sido severamente juzgada por grandes santos, el mayor de ellos san Francisco de Asís. Pero antes que los franciscanos, muchas voces se levantaron contra los excesos de la corte real vaticana o romana, entre ellos los cátaros, que tomaron su nombre del griego katharós, puro o limpio, que deseaban imponer a la corte papal la pobreza de Cristo, la humildad predicada por los evangelios, nada menos. Y claro, terminaron quemados vivos por herejes. Los franciscanos estuvieron a punto de correr la misma suerte con su prédica de la pobreza, pero los salvaron otros conflictos internos de la Iglesia, entre ellos el mayor, la rebelión abierta de Lutero.
El Nuevo Mundo
Con el descubrimiento del Nuevo Mundo, los franciscanos vieron su oportunidad de establecer una iglesia acorde con los evangelios. En las nuevas tierras, sin la corrupción de Roma, predicarían la palabra de Cristo y harían realidad sus enseñanzas. Al llegar a lo que luego sería México, los franciscanos vieron al fin la tierra prometida en la que, sin romper con Roma ni con el papa, podrían hacer realidad la palabra de Cristo. Inflamados de fe, viviendo en la pobreza evangélica y en la humildad de san Francisco, predicaron con vehemencia, bautizaron indios por millares, derribaron ídolos (que perdió el Museo de Antropología) y quemaron imágenes pintadas en códices y en muros. Los indios, que eran millones, creyeron en aquella docena de harapientos maravillosos, los vieron derribar a sus dioses y lo permitieron. Aprendieron del profeta Isaías que: "Parte de este leño quemé en el fuego, y sobre sus brasas cocí pan, asé carne, y la comí. ¿Haré con el resto de él una abominación? ¿Me postraré delante de un tronco de árbol?" Pero si los franciscanos derribaban ídolos, tampoco aceptaban mucho las imágenes cristianas de vírgenes y santos, veían con enorme sospecha las imágenes milagrosas y encontraban, con razón, un renacimiento de la idolatría en la veneración de imágenes de palo, fueran un dios indígena o algún santo cristiano.
Las imágenes
En Europa, algunos católicos pensaban que Lutero se había excedido, pero que en algunos aspectos no dejaba de tener razón, y uno de estos aspectos era el excesivo culto a las imágenes y las creencias populares que les otorgan poderes milagrosos a las imágenes mismas. Erasmo de Roterdam pedía una regreso a la pureza del cristianismo antiguo, sin cortes papales ni triples coronas ni veneración a las imágenes. Los franciscanos, erasmianos y sospechosos de herejía por los enjoyados jerarcas de la iglesia, al fin tuvieron un continente completo donde no debían rendir cuentas a nadie... eso creían, los muy ingenuos.
Roma se instala
Pero Roma es más lista, y muy pronto los virreyes españoles recibieron el mandato de reproducir en las tierras americanas las jerarquías de la iglesia católica romana: obispos y arzobispos, diócesis y arquidiócesis. En fin, orden y control para meter en cintura a los alebrestados franciscanos y a otras órdenes religiosas que ya se sentían libres de dar cuentas tan sólo a Dios y no al papa, ¿no eran esas también las pretensiones de Lutero? Cayó sobre ellos la peor sospecha que se podía arrostrar en el siglo XVI, el siglo de las guerras de religión: luteranos. Por mucho menos se encendía la hoguera. Entonces ocurrió el milagro.
La Virgen al Socorro
Llegó la virgen a socorrer a la jerarquía enviada por Roma. En el Tepeyac, donde por siglos los indios habían adorado una diosa a la que llamaban Nuestra Madre, Tonantzin, en náhuatl, de pronto una imagen de la Guadalupana española comenzó a hacer milagros, según aceptaba el arzobispo. Que era semejante a la española lo afirma el virrey Martín Enríquez en 1575. Pero, cuando por cédula real se debió pagar por el uso de la imagen española, se colocó en su lugar la pintada por Marcos Cipac de Aquino. Todavía no se afirmaba que se hubiera aparecido, pues vivían todos los que conocían al pintor, pero cien años después, cuando ya nadie podía testificar en contrario, se publicó el primer relato aparicionista. Los franciscanos fueron rebasados por la habilidad milenaria de la iglesia.
Hoy, como entonces, el arzobispo dice en la misa del domingo 2 de junio que la virgen le entregó a él la custodia de su imagen, y cualquiera pensaría que se le apareció. Lo único cierto son los ríos de monedas que los pobres depositan a la virgen (y que ella no necesita ni usa) y el gigantesco poder que da la posesión de esa imagen creada por un pueblo urgido de protección y de madre.
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