Masiosare
columna: «la calle»
Para cualquiera, usuario o no, ha sido notable la magnífica apariencia de un buen número de enormes y luminosas gasolineras recientemente abiertas en Guadalajara. Era cosa de felicitarse por esas inesperadas ventanas al primer mundo surgidas donde hubo un baldío terregoso, un muladar clandestino o una gasolinera de aspecto atemorizante. No creo que al conductor que entra a una estación de servicio reluciente de limpia, provista de máquinas despachadoras digitales y flamantes, personal bien uniformado y atento, le moleste saber que el propietario no es mexicano. O que entre los socios hay extranjeros. Le importa, y mucho, que Pemex no haya distribuido gasolina Premium hasta acabar existencias en toda el área metropolitana y le sorprende enterarse de que México, uno de los seis primeros productores mundiales de petróleo, importa gasolinas.
Pero la prensa, así como ha fabricado figuras presidenciables y las alimenta día con día, también crea zozobras donde no las hay: la cadena MILENIO ha informado a sus lectores que “Los extranjeros controlan gasolineras” (¡horror!) y “Texaco, Exxon, BP, Shell... todas están en México” (¡Yisus Craist!). Suena como si anunciaran la noche de los muertos vivientes y no magníficas gasolineras que a nadie habían molestado.
Muy bien que las tengamos. ¿A qué viene entonces ese tonillo de túnica patria desgarrada, digno del diario que se autoproclama La Voz del Pueblo?
Vamos por partes. México es un país muy chistoso: exige a otros gobiernos lo que no se receta a sí mismo. Nuestras leyes impiden que los particulares hagan negocios con quien gusten y luego se asombran los legisladores de que el mexicano busque los resquicios por donde pueda colarse el capital que no tiene y un socio extranjero ofrece. La palabra “colarse” es correcta: nos urge capital, pero debe colarse de forma ilegal. Es un país que, mientras impide a los extranjeros establecerse y abrir fuentes de empleo, exige a gobiernos extranjeros que los mexicanos puedan trabajar sin ser molestados en aquellas tierras. México produce fuerza de trabajo ilegal que se cuela por los resquicios fronterizos, y a su vez convierte en ilegal al capital que le urge.
Tanto Estados Unidos como México fabrican leyes que al aplicarse deterioran sus economías: allá son leyes contra una fuerza de trabajo ya imprescindible en ciertas áreas de producción y de servicios. ¿Quién levantaría la cosecha de lechuga en California si no hubiera mexicanos que se saltan las leyes migratorias? Aquí legislamos contra el ingreso de capitales igualmente urgentes. ¿Quién invertiría en áreas mexicanas de producción y servicios si no hubiera capitalistas extranjeros que se saltan las leyes restrictivas?
Lo dice la ley mexicana: los extranjeros no pueden invertir sus capitales en ciertas áreas. Pero nadie entiende el razonamiento tras de la ley: ¿por qué no? Resulta ridículo suponer que despachar gasolina y echar aire en las llantas sean actividades que involucren la seguridad nacional. Comparar la venta de gasolina con la defensa de nuestras costas y fronteras es un disparate mayúsculo de la ley. Extranjeros con visa de turistas pudieron marchar al lado de un grupo guerrillero armado durante el zapatour de hace tres años, los mexicanos podemos vender tacos en Los Ángeles y controlar los servicios a la población desde Brownsville hasta Chicago; pero nos levantamos en armas si MacDonald’s abre una sucursal en Oaxaca o Exxon vende combustibles y lava parabrisas. Y luego se asombran de que Levi’s anuncie su instalación en China y no en México. Así fue como nos rebasaron en estos últimos 30 años España y Corea, ahora ricos.
No al silencio
Bernardo Romero, presidente de la Comisión de Derechos Humanos de Querétaro, pidió el 19 de enero a La Crónica: “Por favor ya no hablen del asunto”, refiriéndose a la mujer lapidada y torturada por adulterio en Amealco, Querétaro. Según el ombudsman, “lo mejor ahora es guardar silencio” y pidió respeto para la gente del pueblo, la turba golpeadora, no la mujer golpeada. Asimismo, enfatizó que el hecho de que estas prácticas se hayan hecho públicas “fue una ofensa” para los implicados.
No, no son respetables ni tienen derecho al silencio las canallas que golpean y humillan a otra mujer, así sean tan indias y pobres como ella. Ahora resulta que lo condenable en África es aceptable en Querétaro.
Los hechos en sí mismos no son extraordinarios: las masas se comportan de manera bestial en todo el mundo. Pero en pocos lugares salen “defensores de derechos humanos” a pedir que el linchamiento sea respetado.
¿Quién mató al obispo?
Y hablando de derechos humanos, en las ongues y en la Fiscalía Especial debería ser lectura obligatoria el nuevo libro de Maite Rico y Bertrand de la Grange. El feroz asesinato del obispo Juan Gerardi, en Guatemala, delata las relaciones entre la Iglesia católica y la guerrilla, el hampa, los secuestros, el tráfico de arte religioso y el de drogas, la beneficencia internacional con sus multimillonarios recursos y su corrección política, el ejército, las pugnas internas de guerrilleros, curas, militares y partidos, sus venganzas. Un deslumbrante relato en donde nada es lo que parecía ser y no se libra de culpa ni el perro. Como en México, hay el intento eclesial de convertir en mártir a un obispo asesinado en las más confusas circunstancias, testigos falsos, pruebas desaparecidas, gente que vive de la defensa de los derechos humanos, nuncios papales en el enredo, arzobispos, curas implicados, sexualidad de todos los colores, ires y venires al Vaticano. La muerte de Gerardi es como la suma del caso Posadas y el de Digna Ochoa. Si fuera una novela policiaca sería criticada por increíble. (¿Quién mató al obispo?, Maite Rico y Bertrand de la Grange, Editorial Planeta).
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