El PRID y el PRAN
columna: «la calle»
Sin ponerse a hacerle al adivino, de algo no hay duda alguna: en la práctica ya tenemos dos partidos nuevos: el PRID y el PRAN. El primero es conservador; el segundo, reformista. En los partidos actuales ni son todos los que están ni están todos los que son. El PRI ha sobrevivido a muchos obituarios, pero también es cierto que nunca había estado más dañado. Las salidas de vasconcelistas, almazanistas, henriquistas y cardenistas fueron desgajamientos de grupos que no afectaron la estructura corporativa del PRI (bajo éste y otros nombres): ninguno de los disidentes se llevó consigo sindicatos ni puso en riesgo federaciones. Hoy ese riesgo es un hecho.
Nadie ha definido mejor la ruptura ideológica ocurrida en el seno del PRI que el ex presidente López Portillo: fui el último Presidente de la Revolución, proclamó. Dicho de otra forma: fue el último Presidente a quien un productor, tan solo con ser mexicano, podía exigirle el cierre de fronteras para evitar toda competencia; fue el autor de la última nacionalización, la de la banca; el último en gastar más de lo que tenía y heredar la deuda al siguiente (y así nos precipitamos en la peor crisis económica y en la primer hiperinflación que recordamos los ahora vivos); fue, en efecto, el último en ejercer el poder sin respondones.
López Portillo fue también el último presidente convencido de que las propiedades del gobierno lo son del pueblo mexicano, de que la inversión extranjera debe regularse con el mayor número de filtros que eviten el daño que todo capitalista extranjero viene a causarnos. Y fue el último en tener a plenitud el usufructo de la columna vertebral del PRI: su corporativismo. ¿Qué es eso?
El corporativismo es una concepción del Estado, según la cual los obreros con sus sindicatos, los profesionistas con sus asociaciones y los comerciantes con la suyas, toda la población, se organiza en corporaciones subordinadas al Estado, lo cual significa, en la práctica simple y llana, subordinadas al gobierno en turno. La expresión más acabada de corporativismo la vio el mundo en la Italia fascista de Mussolini. El artífice definitivo de la versión nacional fue el presidente Lázaro Cárdenas. En Argentina fue Perón.
En 1925, los sindicatos fascistas fueron declarados como los únicos reconocidos para negociar los intereses de los trabajadores italianos y la última palabra la dictaba Mussolini. ¿Le suena conocido? ¿A CTM? ¿A Congreso del Trabajo? En México no se llegó al extremo de prohibir los partidos, pero se inventó un cómodo subterfugio: el "registro". La Secretaría de Gobernación daba o negaba existencia legal a los partidos y así, un derecho ciudadano, como es el de organización, también quedaba en manos del Estado, léase del gobierno.
La gran parajoda fue que, en el extremo opuesto (¿será?) del abanico ideológico, en el comunismo soviético, se hizo algo similar, sólo que más acentuado. Moscú impuso el partido único y decretó que los sindicatos ya no eran necesarios porque, habiendo nacido para proteger del patrón al obrero, en un gobierno de obreros perdían toda función: un maravilloso círculo ideológico de hierro que todavía esgrime Fidel Castro. El presidente Cárdenas no llegó a tanto, pero se acercó: si el gobierno mexicano emanaba de la Revolución, ¿quién podía defender mejor que el gobierno los intereses de los obreros?
Así pues, en el PRD se sumaron los dos ríos: el viejo corporativismo priista de corte fascista, que llegó con Cuauhtémoc y aliados, y el viejo corporativismo comunista de corte soviético. Así podemos entender qué une a Cuauhtémoc Cárdenas, a Manuel Bartlett y a Pablo Gómez. Pregúntenle a Fidel Castro y votará por ellos. (Releyendo, me suena a que no soy el primero en señalar esa similitud, aunque optaré por no atribuir mis errores a otros).
Esa unidad ideológica del viejo PRI y el PRD, por encima de las artificiales fronteras partidarias que los separan, conforma el PRID.
Pero a partir del presidente De la Madrid los gobiernos priistas revirtieron el proceso de estatización y de esta forma estuvieron más cerca del sector civilizado del PAN, el representado por la inteligencia y la madurez de Carlos Castillo Peraza: un PAN menos preocupado por las minifaldas que por la competitividad del país y que, aunado a los reformadores del PRI, hacen el PRAN. En tiempos del presidente Salinas devolvieron a los campesinos la mayoría de edad, hasta entonces negada, y el que quiso pudo vender sus tierras y el que no, pues no, como dijo el mítico alcalde de Lagos. Los productores mexicanos debieron competir en precio y calidad con el mundo entero. Muchos no pudieron. Pero los consumidores mexicanos ganamos al tener opciones en cuanto a precio y calidad. El TLC convirtió en exportadores a muchos campesinos y le dio a México una balanza comercial favorable ante Estados Unidos. Quizá por primera vez en nuestra historia les vendimos más de lo que les compramos. Y lo que compramos llegó más barato. Las manzanas californianas a dólar y pico el kilo se vieron en mesas que no habían conocido las manzanas sino en Blanca Nieves.
Pero los viejos priistas —y los perredistas no menos— están convencidos de que su derrota ante Fox en el 2000 se la deben a los cambios iniciados por De la Madrid, continuados por Salinas y Zedillo: en pocas palabras, que "el pueblo" estuvo contra la des–estatización. No es así: el PRI se equivocó lanzando un candidato mediocre. Pero también se le cobraron los decenios en que hizo propiedad del gobierno teléfonos, electricidad, bancos, petróleo; cuando construyó su férreo control de los sindicatos a la usanza fascista; se equivocó agobiándonos con "la docena trágica": los sexenios de Echeverría y de López Portillo. Pruebas de ese craso error las seguimos padeciendo y para muestra basta un botón: nacionalizar la banca y revenderla después a otros nos llevó al agujero negro del Fobaproa, que va para largo. ¿Y por qué no nos los sacudimos antes?, podrían preguntar Bartlett et al., pues porque la ley electoral no nos dejaba. En cuanto tuvimos una ley imparcial (contra la cual el PRD votó ¿ya lo olvidaron?), los echamos.
PD: No nos lamentemos demasiado: la reforma, como había quedado, era mala. La reducción del IVA al 10 por ciento y su generalización, esto es la propuesta original del Presidente, era lo sensato.
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