Los hijos de la derrota
columna: «la calle»
Por estos días, los mexicanos comenzamos unos curiosos festejos: no lo decimos así, pero celebramos la derrota del cura Hidalgo. Es paradójico, pero todas nuestras fiestas septembrinas recuerdan un alzamiento que apenas tuvo alguna importancia en el centro y occidente del país, tan violento contra la población civil que causó el rechazo de otros independentistas, entre ellos el obispo Abad y Queipo, y el de muchos españoles que por razones comerciales y económicas deseaban separarse de la metrópoli, pero no con carnicerías. Una muestra de ese clima la tenemos en la respuesta de Hidalgo durante su proceso. Interrogado sobre sus motivos para fusilar a detenidos, sin someterlos a juicio, dijo: "Porque sabía que eran inocentes".
La pequeña rebelión comenzada la mañana del 16 de septiembre de 1810 fue sofocada en menos de un año por las tropas del virreinato; sus líderes, fusilados y decapitados, pasaron a sumar sus nombres a los de tantos otros insurrectos que se levantaron en armas contra las torpes medidas económicas de España, entre ellas las numerosas limitaciones a la producción nacional y los monopolios odiosos que prohibían a los mortales comunes ciertas áreas de la economía... exactamente como ahora se nos prohiben el petróleo o la electricidad.
Desde entonces padecemos un conflicto no resuelto con nuestra herencia española. Cuando finalmente México obtuvo su independencia, once años después, en 1821, sin derramar una gota de sangre, comenzamos a fabricar una historia aberrante según la cual "el pueblo mexicano" había sido oprimido durante 300 largos años por extranjeros y, finalmente, se había sacudido esa dominación. Falso de principio a fin: a la llegada de Cortés no existía un pueblo mexicano, sino decenas de estados, algunos bajo el yugo meshica y otros libres. Tenían diversos idiomas, distintas religiones y costumbres. Un solo terror: los poderosos ejércitos meshicas o aztecas.
300 años de gestación
En 300 años, los españoles, que nunca dejaron de llegar, se convirtieron en mexicanos. La fauna, la flora y la humanidad del territorio que sería México fueron modificadas por animales, plantas y humanos llegados de Europa. Los pueblos nativos tenían pocas especies domesticadas: el maíz y la calabacita redonda como únicos vegetales cultivados y casi único alimento con algunas hierbas silvestres; carne de guajolote, conejo y venado, también silvestres y escasos. Llegaron, trasplantados del Viejo Mundo, caballos, burros, cerdos, borregos, chivas y vacas; hortalizas y frutas, y por supuesto nuestros bisabuelos con su idioma y sus costumbres: cómo hacer una casa, cómo levantar una ciudad, cómo cultivar la tierra con arado, cómo escribir, cómo excavar una mina, cómo fabricar hierro, cómo hacer una iglesia y cómo adorar a Dios.
Las viejas costumbres propias de estas tierras quedaron relegadas a montañas remotas y a zonas inaccesibles, y pronto fueron matizadas por instituciones virreinales hasta el punto de que ahora sólo un especialista logra distinguir, en los usos y costumbres "indios", la parte india y la parte virreinal. En la lenta cocción de 300 años, el caldero virreinal produjo literatura, música, arquitectura, pintura, artes y ciencias; y, por supuesto, una población que no era india ni española. El fruto madurado durante la época colonial fue el que, para 1821, quedó separado de la planta madre. Con la Independencia, no tuvo lugar un retorno de los antiguos pueblos, ya inexistentes, sino el alumbramiento de un pueblo nuevo. No fue el caso de una nación que se libera de sus opresores, como los griegos al echar a los turcos ese mismo año de 1821, sino el del hijo que decide vivir solo porque ya las reglas paternas le resultan estrechas.
De ahí que sea tan irritante nuestra elección de ser hijos de la derrota y no del triunfo: la derrota azteca a manos de millares de indios sublevados y no el triunfo de las que ahora son nuestras costumbres, nuestro idioma y nuestros nombres; la derrota de Hidalgo y no el triunfo de Iturbide; el 16 y no el 27 de septiembre; el "grito" de Dolores, con escamochinas, incendios y destrucciones que nada lograron, y no la firma pacífica de los acuerdos que nos hicieron independientes. Y a partir de los cuales comenzamos a construir esa extraña historia de México, ajena a los datos y a los hechos.
Oportunidad para Oportunidades
Pues me avergüenza reconocerlo, pero en el III Informe del presidente Fox, y hasta el final, me acabo de enterar, entre el remolino de fruslerías como los "siete campamentos recreativos", de que su gobierno tiene un programa de ayuda directa a los pobres. Se llama Oportunidades y ofrece apoyos en efectivo a "más de 21 millones" de pobres. Casi tantos como la población de Irak. Digo, es que soy algo despistado, pero aún con ese defecto, me leo cuatro diarios, veo algún noticiero, leo a una docena de comentaristas serios y bien informados a quienes preocupa más la situación del país que el horroroso remolino de plasma que está devorando el megahoyo negro en el centro de nuestra galaxia; se saben los nombres de todos los secretarios, los subsecretarios y los oficiales mayores, y de los ex. En fin, que no son nada burros los hombres; converso en la realidad virtual y en la real con amigos bien informados. En fin, que con todo y despistadez tengo mayor información que el mexicano común y silvestre. Sé, a la distancia de 600 kilómetros, que López Obrador entrega un cheque a los viejitos allá en el DF. Y bueno, pues, querido Fox, que se me hayan pasado tres años sin saber que ayudas en efectivo a 21 millones de pobres, creo que, francamente, no es mi culpa. Qué bueno que corriste a ese que te dice producto; pero ni así se explica, porque tú mismo hablas todo el día. No, si eso de la publicidad y los medios tiene tantos bemoles como el do bemol mayor.
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