Globalización: ¿Quién dijo no?
columna: «un vaso de agua»
Múltiples y sorpresivos fueron los entusiasmados con los motines callejeros en Seattle el pasado mes de diciembre. Los sindicatos y organizaciones no gubernamentales (ONGs), que fastidiaron la última reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC), produjeron comentarios y primeras planas donde nos revelaban la alegoría del Bien contra el Mal, de los pobres contra los ricos, de los pueblos del mundo contra sus gobiernos dictatoriales. El Sur contra el Norte.
El más notorio de los comentaristas fue un premio Nobel de literatura, José Saramago, que vio cuanto dictó la fantasía descabellada de algunos medios informativos y hasta globalización de los güevos encontró. Un nuevo Mayo parisino, una revuelta de los que han dicho basta y han echado a andar... ¿Fue así? Se pueden hacer algunas preguntas a los entusiastas de Seattle: ¿Cuántas organizaciones obreras portuguesas estuvieron peleando en las calles de Seattle contra el comercio mundial? ¿Cuántos obreros portugueses —desempleados hasta que una empresa de capital internacional abrió sus puertas en el pueblo vecino— aplaudirían a su premio Nobel si dicha empresa, convencida por la fuerza de los argumentos escritos en las pancartas, cerrara sus puertas, dejándolos de nuevo en el desempleo? ¿Cuántos pobres de México estuvieron en Seattle? ¿Cuántos apoyarían el NO a la globalización? ¿Cuántos obreros mexicanos de Ford, Nissan y Volkswagen, cuántas empleadas de McDonald's estuvieron gritando consignas contra sus empresas?
Los datos crudos
En Seattle no ocurrió ninguna revuelta anticapitalista, allí tuvo lugar la defensa del acaudalado sindicalismo estadunidense. Los militantes de la AFL-CIO, la central sindical más poderosa de Estados Unidos, llevaron el tambor y lanzaron las consignas. Lo cual es muy distinto a que el pueblo de Estados Unidos, el país donde se ubican las casas matrices de tanta transnacional, esté contra el comercio global. No están contra el de ellos. A ninguno se le ocurriría pedir el cierre de las sucursales McDonald's en Guadalajara o en Pekín. Los sindicalistas en Estados Unidos sólo ven riesgo y salen a las calles cuando las armadoras de automóviles se instalan en el norte de México, cuando la producción mexicana de computadoras resulta competitiva. Pero sería políticamente incorrecto decirlo así llanamente, aparecer como el obrero gordo que no desea compartir un plato de sopa con el hambriento. Así que se desgarran farisaicas vestiduras en defensa del obrero mexicano, a quien las industrias de allá pagarán menos aquí, y concederán menos prestaciones al mexicano que al estadunidense.
Ciertamente así es, algún incentivo tienen las industrias que prefieren cruzar la frontera, y uno de ellos son los salarios inferiores. Pero pregunten los bien arropados impugnadores del comercio mundial a nuestros obreros en Durango, en Guanajuato, en Jalisco, si desean que esas industrias se retiren y vuelvan a sus metrópolis, donde darán trabajo a quienes ahora viven del seguro por desempleo. ¿Por quién pelean nuestros "nacionalistas" y antiglobalizadores? ¿Por la AFL—CIO estadunidense?
El doble lenguaje
La desaparición de las fronteras siempre había sido parte del pensamiento utópico y humanista, muy señaladamente lo fue del pensamiento comunista. «Desde el espacio no se ven las fronteras», dijo alguno de los primeros astronautas con aplauso unánime y global. En la última Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el estand de los libros sobre ecología y de los títulos empalagosos proclamaba en un cintillo a su alrededor: "La Tierra es un solo país y la humanidad sus ciudadanos." Muy encantador pensamiento, de esos que suenan profundos y dignos de inmediata aprobación. Únicamente los malvados sonríen para sus adentros y lo desechan por cursi. Pero en cuanto se trata de pasar a la práctica, de tirar las fronteras y establecer la globalización del comercio, el libre flujo de mercancías y servicios, los mismos esperanzados en un mundo sin fronteras corren a ponerle bien claras protecciones a cada uno de sus dólares.
Que lo hagan quienes allá, en los países ricos, pueden resultar afectados por el surgimiento de nuevos polos de desarrollo económico, no asombra; pero que en nuestros países se tome por viento liberador la mezquina vuelta al mundo de los aranceles y las economías cerradas en sí mismas, es producto de que nuestros pensadores han dejado de pensar.
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