La urgencia de creer
columna: «un vaso de agua»
El obispo de Troyes, en el centro de Francia, dijo a mediados del siglo XIV que cierta sábana allí presentada por un vivales como el sudario de Cristo era un fraude... y la gente siguió creyendo. Pasaron 600 años y la catedral de Turín, a cuyo resguardo quedó la sábana con el correr de los siglos, permitió que dos equipos diferentes cortaran fragmentos de la reliquia para aplicar la prueba del carbono 14 que data la antigüedad, con precisión ciertamente de siglos y no de años, pero suficiente para los fines que se buscaban: determinar si la sábana tenía dos mil años. Ambos equipos, de manera independiente, llegaron a la misma conclusión: la sábana había sido nueva a mediados del siglo XIV... y la gente siguió creyendo.
El 8 de septiembre de 1556, el provincial de los franciscanos, fray Francisco de Bustamante, pronunció un vigoroso sermón ante el virrey y la Real Audiencia de la Nueva España en el que denunció como perniciosa la devoción «que la gente de la ciudad ha tomado en una ermita y casa de Nuestra Señora que han titulado de Guadalupe», porque era en gran perjuicio de los naturales de la tierra, pues luego de los muchos trabajos pasados por los evangelizadores para dar a entender a los indios que no creyesen en imágenes, pues eran de piedra y palo, «venir ahora a decirles a los naturales que una imagen pintada ayer por un indio llamado Marcos (Cipac de Aquino) hacía milagros, era sembrar gran confusión y deshacer lo bueno que se había plantado»... y la gente siguió creyendo.
Ya antes, el testigo principal del milagro, quien, dice la leyenda, vio formarse la imagen, el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, había escrito en su Regla Cristiana: «No queráis, como Herodes, ver milagros y novedades por que no quedéis sin respuesta.» Y a la pregunta de por qué ya no ocurrían milagros, habiendo sido tan abundantes en los tiempos de la primera prédica del evangelio, se respondió sin dudar: «porque piensa el Redentor del Mundo que (los milagros) ya no son menester»... No lo escuchó nadie.
Tras el entusiasmo sin precedentes del 2000 y la elección del primer mandatario salido de un partido de oposición, vinieron las torpezas, la falta de estructura en las iniciativas, la frivolidad en las argumentaciones, el paulatino descubrimiento de que bajo la imagen de Fox no había nada, el desencanto, los chistes amargos. Nadie como el jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, ha sabido llenar esa pérdida. Si el proyecto foxista de un aeropuerto internacional en tierras inútiles para la agricultura se cae por obra de un centenar de enmachetados que marchan sin obstáculo por las calles de la capital, a López nadie lo detiene cuando se propone construir sus segundos pisos al periférico. Sin estudios previos, sin presupuesto aprobado, sin acuerdo de la Asamblea Legislativa, en ignorancia hasta de su secretario de Obras, sin que podamos saber ni a quién le compró el cemento ni a cómo, López Obrador demuestra una sola cosa: lo que se propone, chueco o derecho, lo hace. No lo para nadie.
Llama al ex alcalde de Nueva York para resolver el grave problema de la inseguridad pública, determinación que habría causado una tormenta a un panista o priista, y recibe a cambio una batea de babas con la firma de Giuliani: que la policía es corrupta, la ley insuficiente y la administración de justicia un berenjenal; lo que todos sabíamos y decíamos sin cobrar. Pero López Obrador se sale con la suya en cada ocasión. «El pueblo soy yo», alardea todos los días: «El pueblo está harto...», «el pueblo no quiere...» Solamente él puede hablar a nombre del pueblo. Y eso no impide que saque por la fuerza de sus casuchas de lámina y cartón a gente que tiene un amparo. Él decide cuándo la justicia es justa y cuándo no lo es; cuándo se debe acatar la ley y cuándo no. Y no lo para nadie. La gente está feliz: alguien, por fin, da señales de mando. Y a la gente le gusta sentir un mando fuerte.
Ningún presidente de la república terminó con más popularidad que Salinas, y si alguien fue preciso en lo que deseaba, mal o bien, pero directo y a lo suyo, fue Salinas. El poder, bien exhibido, gusta al "pueblo". Ni duda. Lo dijo un psicólogo social rumano-francés, Serge Moscovici: «Los hombres no pueden vivir bajo un cielo vacío.»
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