La terquedad de la memoria
autor: José Woldenberg
Luis González de Alba. Tlatelolco aquella tarde. Cal y Arena. México. 2016. 130 págs.
En efecto, aquella tarde, la del 2 de octubre de 1968, marcó la vida de Luis González de Alba. La de él y sus compañeros, los que participaron en las movilizaciones estudiantiles de aquel año. Pero no solo a ellos, sino a varias de las generaciones que los sucedieron... y al país. Después de esa fecha México no fue el mismo. Los hijos privilegiados de las políticas post revolucionarias, los que estudiaban en los grandes centros de educación superior públicos (aunque también en algunas universidades privadas), ahogados por el verticalismo, la arbitrariedad y el autoritarismo, reaccionaron contra los abusos del poder, plantearon un pliego petitorio y realizaron unas movilizaciones masivas que la paranoia gubernamental no pudo procesar de manera medianamente civilizada. Se abrió entonces una herida, una ruptura entre los jóvenes universitarios y el (los) gobierno (s).
Luis fue un hombre obsesionado con aquellos acontecimientos, aunque de manera clara y rotunda siempre se reveló contra la posibilidad de quedar atrapado en y por ellos. No quiso convertirse en una estatua viviente, en un ícono del 68, por el contrario, a lo largo de sus días pretendió y logró forjar una biografía –y una biografía intelectual- que quedó plasmada en novelas, poemas, artículos de difusión, testimonios, libros. Luis fue también un hombre obsesionado con la verdad. Y en el caso de aquella tarde, de manera subrayada. Se reveló contra todo tipo de distorsiones, medias verdades, mitificaciones. Y él, como testigo y sobreviviente, tenía una versión que –insistió- debía ser escuchada y ponderada.
El libro, que reúne textos de diferentes épocas, puede leerse como un texto decantado por el tiempo. Y como el testimonio de un autor, que contra viento y marea, defiende su verdad. Porque sabe que ella es intransferible (lo que él vio y vivió, solo él lo vivió y vio), que no debe ser maquillada ni trucada. El libro, entonces, también puede leerse como una especie de testamento, “nadie me lo contó: la última y nos vamos”, dice en el “aviso” de entrada Luis y hoy sabemos, por desgracia, en lo que estaba pensando.
Tlatelolco aquella tarde contiene un muy buen y expresivo híper resumen de los acontecimientos de 1968. O de cómo lo que se inicia como un pleito entre estudiantes se convierte en una auténtica tragedia. Esa puerta de entrada le ayuda a Luis a contextualizar los acontecimientos de la tarde-noche aciaga.
Luis, como representante de la Facultad de Filosofía y Letras al Consejo Nacional de Huelga (CNH), estaba en el balcón del tercer piso del edificio Chihuahua. Su testimonio invariable fue lo que vio y sufrió. Luego de las bengalas lanzadas desde un helicóptero, empezó la balacera. Un grupo de jóvenes, con el cabello corto, un guante blanco en la mano, y que luego se sabría formaban parte del Batallón Olimpia, irrumpieron en la tribuna y desde ahí dispararon. La tesis de Luis: el ejército no sabía de la existencia de ese operativo y por ello disparaba hacia el tercer piso, y los jóvenes del Batallón Olimpia gritaban a voz en cuello tratándose de identificar para intentar que el ejército no disparara más sobre ellos. Lo que él constató fue “la absoluta desorganización, la falta de mandos, la enorme confusión entre los primeros agresores, de civil, y la tropa regular, de verde. Los soldados siempre pensaron que desde arriba les disparábamos nosotros, los estudiantes...”. La pregunta que acompañó a Luis a lo largo de los años fue “¿Quién y sobre todo por qué, para qué, lo hizo?”. Son preguntas abiertas que reclamaban una reconstrucción puntual de los hechos. Una reconstrucción que debía (debe) apartarse de las versiones sin fundamento y por supuesto de las mentiras, como la oficial inicial, que deseaba culpar a los estudiantes de la masacre, acusándolos de haber disparado contra el ejército. “Los francotiradores de guante blanco y ropa de civil, primeros en disparar, cayeron en pánico, desconcertados por el hecho, a todas luces explicable, excepto para ellos, de que el Ejército les respondiera el fuego; sin duda eran disparos que no esperaban... Y eso únicamente se explica si creían ser parte de una operación coordinada por la Secretaría de la Defensa... y no lo era”.
Luis narró varias veces, con detalle y consistencia, su experiencia el 2 de octubre (en el libro aparecen varios de esos textos). Y no es difícil comprender el auténtico infierno que vivió. Recordó la entrevista que un día antes sostuvieron los representantes estudiantiles (Gilberto Guevara, Anselmo Muñoz y él) con los del gobierno (Andrés Caso y Jorge de la Vega Domínguez) y lo que él considera, retrospectivamente, una especie de camisa de fuerza para los propios estudiantes: la demanda del diálogo público. Pero esa rendija de diálogo, pequeña rendija si se quiere, sin duda hizo más difícil comprender lo que sucedió apenas un día después.
Luis informa que una vez que fueron desnudados, golpeados y apresados (sería mejor decir, secuestrados), bien entrada la noche, se seguían escuchando disparos. “Ya no eran fuego nutrido, pero las detonaciones aisladas seguían”. Él mismo se pregunta ¿quiénes eran?, ¿de qué se trataba? Y casi 50 años después esas interrogaciones siguen abiertas.
Hay en los testimonios de Luis varios episodios conmovedores. Pero quizá los más entrañables son aquellos en los que diferentes soldados anónimos se compadecieron y le ayudaron. Aquel que le dio “melón de su rancho”, mientras lo sacaban de la plaza para llevarlo al Campo Militar número uno; el que le ofreció una cobija estando en su celda incomunicado o el del teniente que se golpeaba con el puño su propia mano, fingiendo que pegaba a Luis, para que los que escuchaban fuera creyeran que eso estaba sucediendo. La víctima sabe que reconocer esos actos de piedad por parte de los victimarios (que en estos casos, quizá también sean víctimas) es un acto de honradez intelectual que ayuda a comprender la complejidad de las situaciones, trascender las versiones en blanco y negro y entender los laberintos de eso que llamamos la condición humana. Se trata de un relato honesto, sin afeites, sin exageraciones, sin ganas de construir héroes. Y conste que en buena medida lo fueron.
El testimonio también contiene una reflexión sobre cómo una fórmula de representación que coaguló en el Comité Nacional de Huelga (CNH), y que reivindicó siempre el lazo entre representantes y representados a través de elecciones, luego de la derrota, mutó de manera radical, en los llamados comités de lucha: que “nunca más volvieron a citar a elecciones”, que se volvieron autorreferenciales, cerrados, sin auténticos puentes de comunicación con la mayoría de los estudiantes, de tal suerte, dice Luis, se pasó de la “mini-democracia a la dictadura de los comités de lucha”. Una derivación no planeada ni pensada del 68 que acabó con la organización y representación de los estudiantes.
Luis reconstruye la forma en que escribió, en la cárcel, su libro clásico Los días y los años (ERA, 1971), cómo entró en contacto con Elena Poniatowska, como ella le pidió permiso para utilizar algunas partes en el relato coral de la matanza que quedaría plasmado en otro clásico, La noche de Tlatelolco (ERA, 1971). Y también, la forma y el por qué estalló entre ellos “una tormenta”. En 1997 Luis le demandó a Elena Poniatowska una revisión de su libro, porque en diferentes pasajes se le atribuía a diferentes personas dichos que no eran de ellos sino de otros. Por supuesto, algunas eran expresiones triviales, pero otras, simple y llanamente no podían ser, porque el “testigo” no había estado en el lugar que le hubiese permitido dar testimonio. Luis le proponía que a cada narrador se le asignaran “sus palabras”, porque por ejemplo el Búho, Eduardo Valle, no podía haber dicho lo que se le atribuía por la simple y definitiva razón que él estaba en otra parte. Era necesario, según su criterio, “una reedición, minuciosamente corregida e históricamente apegada a los hechos”. “Estoy solicitando a Elena que ponga en voces de quienes corresponde cada párrafo”. “No estoy acusando a Elena de plagio ni de fraude... Le estoy solicitando, única y exclusivamente, que atribuya a cada narrador sus palabras”. Elena Poniatowska –según la versión de Luis- le reclamó que presentara esa exigencia casi 30 años después y qué la hubiese hecha pública sin antes buscar algún arreglo entre ellos. Y ello selló un distanciamiento que se mantuvo por siempre. Hay que señalar, sin embargo, como lo hace el propio Luis, que luego de una demanda ante el Instituto Nacional del Derecho de Autor, en 1998 las partes firmaron un acuerdo, “por el que ha quedado concluido el asunto de forma muy satisfactoria y civilizada, lo cual honra a Elena Poniatowska y a Ediciones ERA”. El acuerdo obligaba a incorporar a la obra las correcciones planteadas por Luis y desde 1999, La noche de Tlatelolco aparece con ellas. Luis no demandaba la reparación de algún daño patrimonial, sino que cada actor apareciera con su propia voz. Por su parte, Elena Poniatowska, sin dolo alguno, utilizó el material de Luis y otro que le entregó Raúl Álvarez Garín, para confeccionar un relato colectivo célebre sin darle mayor importancia a la correspondencia entre el “hablante” y lo que decía porque el objetivo era precisamente una recreación, a distintas voces, de los acontecimientos de Tlatelolco.
Luis fue para mí primero un compañero en los afanes por forjar un sindicalismo universitario democrático, luego un amigo entrañable y siempre un maestro, aunque fuera a distancia. Su heterodoxia, su aguda inteligencia e ironía, su capacidad de indignación y su enorme valentía para enfrentar lo que él consideraba consejas estúpidas, comportamientos dolosos y políticas indeseables, quedan ahí como un ejemplo de coherencia. Pero creo –también- que en ocasiones su ira lo nublaba. El trato a algunos de sus compañeros que tomaron rumbos que a Luis desagradaban y a la propia Elena Poniatowska, no solamente resultan demasiado severos, sino, en ocasiones, injustos.
Las fotos que acompañan al libro merecen unas palabras. Se trata de fotografías tomadas en Lecumberri. Un pasadizo hacia el pasado, a los días en que varias decenas de jóvenes fueron recluidos en el llamado Palacio Negro porque se habían atrevido a desafiar al poder presidencial, entonces reverenciado y temido. Ahí aparece un Luis joven, bigotudo, soñador o desdeñoso. En ninguna sonríe, como lo hacen algunos de sus compañeros. Tiempos difíciles, sin duda. Está acompañado de Félix Hernández Gamundi, Raúl Álvarez Garín, Arturo Zama, Félix Goded, Pablo Gómez, Eduardo de la Vega, y otros. Son un testimonio, cargado de nostalgia amarga, que recuerda que buena parte de las libertades que hoy se ejercen, son el resultado de los esfuerzos y penalidades de generaciones previas, entre las que sin duda destaca, la llamada del 68.
Revista de la Universidad de México, Nº 156, febrero de 2017
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