Escepticismo en el escepticismo

publicado en la revista «Nexos»
# 464, agosto de 2016

 

Hace ya largo tiempo, cuando aún vivía en el aún DF, hubo un congreso de una organización mundial de escépticos. Conocía su publicación, Skeptical Inquirer, que me servía con frecuencia para mi columna en La Jornada (sí, ay, qué vergüenza, pero entonces no era apostolado de Cuba-Marcos-Nicas-Maduro), donde tenía mi sección “La ciencia en la calle”. Creo que me invitaron a leer un trabajo al respecto y dije que no podía ir. El caso es que fui a asomarme. Un gran auditorio en el hotel frente al monumento a Colón. En la mesa descubrí a Mario Méndez Acosta, cabeza de la sección mexicana, y temiendo su llamado al frente porque nos conocíamos me escondí detrás de una columna. Pero me vio. Y, por supuesto, me presentó muy elogiosamente (gracias, Mario) y me invitó a improvisar unas palabras.

Hice el papelón. Dije, y sostengo, que los escépticos no deberíamos estar tan seguros de nuestras convicciones escépticas y dejar un rincón humilde a la duda, la duda de la duda, el escepticismo del escepticismo, porque muchas veces la ciencia había tratado con desprecio creencias no comprobadas o vulgares que luego resultan ciertas.

Pensé algún ejemplo y saqué el peor posible: que rechazamos la telepatía sin conocer todavía una Teoría del Todo, como se conoce a la formalización última de la materia, la energía, el tiempo y el espacio y en la que, quizá, tendrían explicación fenómenos como el citado.

Entre los invitados de honor y miembro más ilustre de la organización escéptica estaba el filósofo, físico y epistemólogo y matemático y etcétera Mario Bunge, conocido en la filosofía de la ciencia por su rechazo al psicoanálisis, a ciertas conclusiones de Popper, a la “interpretación de Copenhague” de la mecánica cuántica y a todo lo que hoy conocemos como pseudociencias. Un verificador de la inexistencia de fenómenos paranormales como… la telepatía. Me puso como Dios puso al perico.

Volví al micrófono para disculparme y sostener que, de entre tanto posible ejemplo, había elegido el más extremo, el peor, sin confirmación alguna, precisamente para dar idea de la duda de la duda: “Y si…”. Pero tenía otro, y era que los científicos habían tratado de ignorantes a los campesinos por decir que “del cielo caen piedras y no pueden caer piedras porque en el cielo no hay piedras”. Lógica contundente como una pedrada. Y con todo ahora sabemos que los rústicos analfabetas tenían razón: caen piedras, se incendian por fricción en la atmósfera y pocas llegan al suelo. El cielo sí está lleno de piedras vagabundas. Con eso di gracias y no hubo más contrarréplicas para descanso y alivio de mi pánico.

Lo más bello de la ciencia es su continua reparación de las averías, aceptación de los errores y, cuando éstos se acumulan con soluciones ad hoc, modificación completa del paradigma… y aquí estamos ante otro debate con la postura del historiador, físico y filósofo Thomas Kuhn y su popularizada La estructura de las revoluciones científicas, discípulo de Popper… que Bunge, allí presente, rebate: Oh, my dog, otro pantano. La ciencia tiene un inmenso poder de autocorrección y lo demuestra a diario, en lo poco y en lo grande, sin dogmas indiscutibles. Arthur Koestler detesta a nada menos que Copérnico. En esa formidable Summa que es Los sonámbulos, lo llama “canónigo marrullero”, “hombre de la Edad Media al que el Renacimiento le pasó sin sentir”, “traidor”, “mentiroso”, “tacaño”, “envidioso”… y en mexicano diríamos viejillo ojete. No olvido la sección titulada “La traición a Rético”. Arranca lágrimas.

Del cielo no sólo caen piedras, sino cayó una tan enorme hace 65 millones de años, cerca de la actual costa noroeste de Yucatán, que sus efectos de choque y luego de polvo y humo en la atmósfera barrieron con parte de la vida vegetal y animal terrestre. El efecto más conocido fue la desaparición de los dinosaurios, reyes de la creación por cientos de millones de años. Y un rebote: sin estos enormes predadores, los mamíferos nos comenzamos a reproducir como cuyos o conejos. Bien dice, creo que el Eclesiastés, que los caminos del Señor son inescrutables.

La ciencia médica

Las hembras paren sus crías sin esfuerzo ni dolor aparente y es raro que mueran en el proceso, con lo cual perecería también su camada. Pero la hembra prehumana, cuando comenzamos a caminar erectos, tuvo dificultades causadas por la nueva posición de su cadera y estrechamiento del canal del parto y, empeorando, el crecimiento del cerebro. Las que, por azar de sus sistemas hormonales, dieron a luz antes de tiempo, cuando las placas del cráneo aún no se traban, sobrevivieron y transmitieron a sus hijas esa característica. La naturaleza no es buena ni mala, es impasible: por cientos de miles de años las prehumanas murieron de parto si llegaban a término. La acción del “relojero ciego”, como llama Dawkins (otro reprobado por Bunge) a la selección natural, favoreció a las hembras que parían sus crías prematuras, sobrevivieron y sus crías también.

Durante 200 mil años como Homo sapiens las mujeres se hicieron cargo de las mujeres y sus partos. Pero el avance de las ciencias, entre ellas la medicina, fue dando intervención creciente a los hombres, los médicos. Es un proceso bien estudiado por Foucault.

Cuando la revolución industrial produjo el desbordamiento de las ciudades con campesinos echados de sus tierras y hacinados en las riberas del Támesis, el Sena y el Danubio, las enfermedades infecciosas prosperaron. Estos hermosos ríos fueron cloacas por siglo y medio. Las epidemias exigían atención médica, imposible de ofrecer a barrios pobres dispersos. Se volvió al concepto griego, hipocrático, del hospital, como lugar donde concentrar enfermos y que se contagiaran mejor unos con otros, pero también que obtuvieran alguna atención médica.

La medicalización del parto vio un progreso en las salas de maternidad atendidas por médicos y no por la cocinera de la casa o la comadrona de la esquina. Así se masculinizó un área tan estrictamente femenina como el parto.

La ciencia dijo: nadie conoce mejor la anatomía y la fisiología de la mujer que el médico que las ha estudiado por años, los músculos que empujan, los nervios que transmiten el impulso para dar a luz. Y dijo, también con razón, la comadrona no distingue las trompas de Falopio de las trompas de Eustaquio.

Pero entonces comenzó un efecto atribuido a la necedad y la ignorancia: un rumor, luego un clamor sostenía que las mujeres morían cuando las atendía un hombre y no (o mucho menor cantidad) atendidas aunque fuese por la cocinera. Era sin duda un prejuicio anticientífico explicable porque lo propalaban analfabetas (lo cual era cierto en general, ya que sólo las clases altas aprendían a leer y a escribir). Son pudibundas, añadía la gente culta, se avergüenzan por mostrar lo más íntimo a un hombre extraño, el médico. Pero si hasta van a misa y al rosario. Un caso claro de fanatismo eso de rechazar la atención del parto por un profesional.

Con el crecimiento de las ciudades durante el siglo XIX todo pueblo grande tuvo su clínica atendida por médicos. El rumor de los ignorantes crecía: la que entra a parir a un hospital no sale viva. La que pide atención en su casa a un médico muere con más frecuencia que la pobre que da a luz en el mercado con ayuda de amigas. Mueren más las que atiende un médico en una cama limpia que quienes dan a luz entre restos de cebollas y lechugas: un claro prejuicio hecho de pudor, ignorancia, religión y exceso de rosarios y veladoras.

En Viena, capital del imperio Austrohúngaro hasta el fin de la Primera Guerra, en 1918, las mujeres pobres a las que encontraba la beneficencia en el difícil trance de parir en la calle, se defendían a golpes y mordiscos, dejaban a veces las uñas en las gradas del mejor hospital del imperio y del mundo porque la ignorancia les hacía creer que atendidas allí dentro morirían. Y morían. También hay casualidades. Pero que muriera hasta un 35 por ciento de las atendidas en hospital era suficiente para dar a la luz en la calle y no en el hospital. La muerte de quienes se atendían en su casa y por una mujer sólo ocurría cuando el parto presentaba anormalidades, pero la infección posterior era escasa.

La voz que nadie oyó

Con este título hay, o hubo hace mucho, una espléndida biografía del iniciador de la asepsia en medicina. Lo leí adolescente y no recuerdo el autor.

Pronto estas casualidades fueron demasiadas para la joven ciencia de la estadística. Un médico de 29 años, Ignác Semmelweis (el acento en la á nomás sirve para pronunciar en húngaro, sin acento es o, c es z) puso en duda la ciencia médica y sus diatribas contra la ignorancia de sacristía. Observó que, en efecto, los médicos tenían información detallada de la anatomía en acción durante el parto: la habían aprendido… ¿dónde la había aprendido él? En las salas de disección del hospital, donde yacían cadáveres sumergidos en formol cuando aún no se conocía la refrigeración, los sacaban a una mesa de piedra y el maestro les mostraba las partes del hígado, el interior de un riñón, el útero y los ovarios.

La imagen la tenemos gracias a Rembrandt, 200 años anterior, en cuya Lección de anatomía vemos al médico cirujano mostrar a sus alumnos músculos, tendones y vasos sanguíneos de un brazo abierto a un cadáver. El maestro y los alumnos atentos visten sus trajes negros de calle, con grandes cuellos bordados y sobresalen hermosos y largos encajes en los puños…

La moda de los trajes había cambiado, pero Semmelweis había aprendido anatomía en iguales condiciones. Luego todos los jóvenes se secaban el líquido cadavérico en su pañuelo o en las solapas del traje porque eso daba estilo, y se iban a la sala de maternidad del Allgemeines Krankenhaus der Stadt Wien: Hospital (casa de enfermos) General de la Ciudad de Viena.

Tuvo, sin que hubiera intención alguna, un buen diseño experimental creado por el azar, un caso de serendipitia: la Krankenhaus tenía dos clínicas obstétricas, una atendida por comadronas, otra por médicos. La mortandad en esta sala era hasta cinco veces más alta que en la atendida por comadronas, ignorantes de la anatomía porque no hacían disección, eso era asunto de hombres que serían médicos.

La infección posterior al parto se llama fiebre puerperal (puer, pueris=niño en latín, de donde en español tenemos pueril). También ocurría en partos caseros, aunque resultaba notable la diferencia con los hospitales.

Semmelweis vio la relación, la diferencia entre las dos clínicas, pero no supo la causa. Le faltaba Louis Pasteur, cuatro años menor, pero ya en camino de explicar la etiología de las enfermedades infecciosas como obra de seres vivos invisibles al ojo… unos 12 años después.

La diferencia entre el trabajo de médicos y el de comadronas en el hospital de Viena era que éstas no necesitaban aprender anatomía. ¿Era eso? En 1847 Semmelweis propuso a los médicos lavarse las manos con una solución desinfectante. En principio se resistieron porque les ofendió el trasfondo: sugería que eran ellos los causantes de las muertes. Pero debieron aceptar el lavado de manos y la línea de mortalidad descendió de forma inmediata. Eso no convenció a los médicos, ni gráficas ni números y de pronto comenzó a subir de nuevo la tasa de mortalidad. Semmelweis revisó la solución antiséptica, la toalla limpia. Todo parecía en orden. Entonces se escondió a la hora del lavado de manos posterior al manejo de cadáveres. Vio que los médicos miraban a un lado y a otro y con rapidez se secaban las manos en la toalla, sin lavarlas.

Publicó sus resultados. Demostraba que el lavado de manos con hipoclorito de calcio y cepillo reducía la muerte de parturientas a menos del 1 por ciento. Desde el 35 hasta menos de 1. Pero no tenía explicación. Por eso fue “la voz que nadie oyó”. Sería el inglés Joseph Lister quien impondría, años después, y con base en los trabajos de Pasteur, la asepsia en el trabajo médico.

El año 1848 estuvo marcado por revoluciones europeas estudiadas por Marx y Engels. Una de ellas fue la independentista de Hungría, aplastada por las armas del imperio. Los húngaros quedaron bajo sospecha y Semmelweis no obtuvo la renovación de su contrato.

Tengo dos finales para la vida de Ignác Semmelweis. En uno, tiene un pronunciado deterioro en su conducta. Iba a ser internado en una institución para enfermos mentales cuando intentó escapar, los guardias lo atraparon y metido en camisa de fuerza le dieron una paliza, de la que le resultó una herida gangrenada y murió a los 47 años.

La del libro que leí en la adolescencia es mejor: ante los médicos y alumnos que se negaban a creer que ellos eran el medio de infección, hizo la prueba definitiva: en la sala de disección se hirió un dedo y lo metió en el cadáver que estudiaban. En pocos días tuvo los síntomas de las mujeres que había tratado de salvar con el lavado de manos y murió. El suicidio probó que tenía razón.

 

la talacha fue realizada por: eltemibledani

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