Perdóname, soldado, perdóname...
columna: «la calle»
No era soldado raso, sino oficial: uniforme verde oscuro con una raya roja muy gruesa al costado del pantalón. No alto, quizá más bajo que yo (mido 1.70) o igual. Y creí por más de 10 años que se golpeaba una mano contra otra porque tenía frío. No me lo perdono.
No sé si recuerdes al muchacho de camisa tan chica que no le cerraba, pantalón apenas abajo de la rodilla, como de Mozart. Me los habían puesto en Tlatelolco. Y te dijo todo lo que preguntaste. Que:
Era dirigente estudiantil, delegado al Consejo Nacional de Huelga o CNH. La tarde del 2 de octubre, en el mitin de Tlatelolco, estaba en el tercer piso del edificio Chihuahua, por su altura y orientación a la Plaza de las Tres Culturas perfecto para colocar los aparatos de sonido en esa gran terraza donde paran los elevadores; mitin con regular asistencia. Que me distraje porque había visto al Ejército sobre un puente vehicular curvo, luego desapareció y dije: vieron que todo está tranquilo y se fueron. Habían caído dos bengalas de dos helicópteros.
Pero los soldados reaparecieron sobre la Plaza y la gente huyó en sentido opuesto. Luego se frenó. Eso me pareció raro: la gente veía otra columna de soldados avanzando del centro de la Unidad hacia la Plaza. Otra más venía de Relaciones Exteriores. Supongo que hubo una cuarta para cerrar el cerco.
Subió al tercer piso un grupo de hombres jóvenes en ropa civil, paso veloz, guante blanco en una mano y pistola en otra, al grito de: “Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de... etc.” Yo seguía en el barandal cuando dispararon sobre la multitud. No vi que, al llegar los del guante blanco, mis compañeros del CNH subían en busca de una salida imposible porque no hay azoteas colindantes: Gilberto Guevara, Eduardo Valle, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros, lo supe mes y medio después, ya en Lecumberri: se habían refugiado en un departamento del quinto piso que mira hacia el interior de la Unidad, no a la Plaza. Solo podían oír la balacera.
Te dije: Me sorprendió que les sorprendiera la respuesta del Ejército porque era de esperar si los veían disparando. Los del guante blanco se tiraron al suelo, asustados, y comenzaron a gritar; oí “¡Batallón de limpia! ¡No disparen!” Luego estuvo claro: no era “de limpia”, sino Olimpia.
Súbitamente dejaste de golpearte el puño de una mano contra la palma de la otra al oírme decir eso. Me pediste repetir y explicar: gritaban Batallón Olimpia, repetí. Y “no disparen” porque no traían ni un radio de campaña. Gritaban a coro. Aterrados.
Por la madrugada del 3 nos habían llevado a camiones militares y puesto en celdas para soldados bajo arresto en el Campo Militar No. 1. Celdas con 1.20 de ancho, sin lavabo ni menos excusado, un camastro de metal sin colchón, luz encendida día y noche. Todos los días y noches oía las botas claveteadas de un pelotón que sacaba a un preso. Gritaba que salía... y el nombre. A las pocas horas gritaban que regresaba. Yo esperaba, atento, el regreso. Nunca falto alguno. Como a los 10 días, una madrugada, el pelotón llegó por mí. Aire helado de mediados de octubre. Cruzamos el Campo rumbo a una luz lejana, como casita en el bosque. Dentro había escritorios y agentes del Ministerio Público, civiles malencarados y militares sin emoción.
Te dijeron que me interrogaras y entramos a un cuarto. Lo vi oscuro y vacío, dije: Ya está, es lo que siempre he oído: los toques eléctricos, la tortura, los golpes. Dejaste la puerta entreabierta y pasaba un rayito de luz. A la primera pregunta, mi nombre, te diste el primer golpe en las manos. Hacía mucho frío, era natural.
Cuando mencioné el guante blanco, el nombre Olimpia, los ruegos de que no les dispararan, te vi asombrado. Me pediste repetir. Lo hice. “Ahora, vas a salir y decir ex-ac-ta-men-te esto al Ministerio Público”. Cuando lo hice, un tipo tras del MP tronaba, ante esos datos: ¡Eso no se escribe! Y no se escribía.
Como una iluminación se abrió la verdad unos 15 años después: no tenías frío, te golpeabas una mano con otra para que, los de afuera, oyeran los golpes. Te diste en las manos la madriza que no me diste a mí.
Gracias, teniente, nunca me he perdonado la tardanza en ver tu compasión. Te debo disculpas, abrazos y tequilas. Y unas lágrimas de arrepentimiento. Perdóname...
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