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columna: «se descubrió que...»
Hace unos años, mientras escribía mi novela Cielo de Invierno a fines de otoño, me fueron cerrando hoteles de pueblos que sólo tienen turismo en verano y acabé al sureste del Peloponeso, en Monemvasia, donde era el único huésped de La flor de Monemvasia, nombre con resonancias infantiles a La flor de Jalisco, donde comenzó su carrera un organista ciego, “Ernesto Gil Olvera y su órgano que canta”. Conocí unos niños hijos de griego y mexicana que hablaban griego nativo y, si era necesario, perfecto español.
O casi, me di cuenta un día en que el mayor me dijo: "Luis, que te digo algo...". De inmediato sonreí porque la construcción denotaba que se le filtraba la sintaxis griega.
Essays in English yield information about other languages es el título de una investigación que descubrió lo mismo que yo, pero no lo publiqué... chin. La presentan investigadores en la Conference on Computational Natural Language Learning.
Pero creo que es más atractivo hablar de Monemvasia. El viaje es homérico: se pasa por Corinto y su bien conservado templo de columnas dóricas, robustas y chaparras, que hacen ver cómo los arquitectos griegos fueron creando con lentitud, pero seguridad, la esbeltez clásica del Partenón y sus columnas con ligera curva que compensa el error de visión del ojo humano: la línea recta la vemos algo cóncava al mirar hacia arriba, pero aumentando ligeramente la convexidad no se ve convexa, sino en perfecta línea recta… que no existe. Lo mismo ocurre con la planta horizontal y su curva para compensar y aparecer como perfectas paralelas hacia un punto de fuga.
En el templo de Corinto los peregrinos eran bien atendidos: recibían agua para lavarse los pies, vino, comida frugal y un lecho para dormir. En ese momento les preguntaban qué deseaban para compañía nocturna y satisfacción de otro apetito: había a su disposición muchacha o muchacho. Ahora entiende usted el furor huracánico de Pablo, el inventor de Cristo a partir del golpazo que se puso en la cabeza al caer del caballo por el camino a Damasco. Lo que callan los buenos católicos es que también condena a las llamas eternas a quien plante dos semillas distintas en el mismo campo (maíz y frijol=infierno), a quien use ropa de dos fibras (lana y algodón=infierno), a los adúlteros, a los fornicarios y a las mujeres que no obedecen a su marido. Ahora lo llaman San Pablo.
El autobús cruza la adorable Esparta. Aj, Esparta, la sin gracia, recuerda lo que dijo de ella Heródoto (o Tucídides): “Si en siglos venideros los humanos encuentran los restos de Esparta jamás podrán imaginar cuánta fue su gloria”. O algo así. Su vista y un amor me regalaron un poema: Griegos de Sinaloa/ que han perdido el alfa y la beta escolares/ y la sonora psi,/ habitantes de calles sin gracia/ en Culiacán y Esparta… (El sueño y la vigilia, Ediciones Sin Nombre/Conaculta).
La región en torno a Esparta es Laconía, que nos dio la palabra lacónico: que habla poco. Y su inicial, L (lambda griega: ), realzada en los escudos de sus famosos guerreros, en los años 70 dio el primer símbolo de militancia homosexual. Causé polémicas (¿ah, sí?), cuando dije que una mujer homosexual no debía usarla ya que celebraba el militarismo espartano.
Decía que investigadores del MIT y Technion de Israel “han descubierto una inesperada fuente de información acerca de los idiomas en el mundo: los hábitos de los hablantes nativos de otros idiomas cuando escriben inglés”.
El equipo pudo hacer que programas de computación completaran el trabajo de meses para lingüistas entrenados.
Boris Katz pidió a uno de sus alumnos, Yevgeni Berzak, que creara un algoritmo por el que se pudiera determinar, de forma automática, el idioma nativo de alguien al escribir inglés… Oh, Big Brother. Ahora tiene un sistema que analiza más de mil ensayos escritos en inglés por hablantes nativos de otros 14 idiomas.
Mmm, sin MIT ni Technion de Israel, si alguien me dice: “Quiero que abres la ventana…”, habla inglés. El algoritmo del equipo hace algo más: estima la cercanía de otros idiomas y los agrupa en familias.
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