La esencia de la madre
columna: «la calle»
Debo la observación a uno de mis hermanos, me reservo el nombre para no producirle problemas. Realizaba un trabajo en la Basílica de Guadalupe la noche del 11 al 12 de diciembre. Desde el oscurecer del 11, hacia las 6 de la tarde, comienzan a desgranarse como hormiguitas por Insurgentes grupos de pocos o muchos peregrinos que recorren a pie más de diez kilómetros, unos bajan del Ajusco, otros de San Ángel. Y hacia la media noche la Basílica está llena de fieles que cantan y rezan, avanzan hincados, besan el suelo, se azotan, lloran.
Entonces vio hacia la imagen y abrió la boca, atónito: entre el humo del incienso de los curas celebrantes, el humo de los cirios, el brillo de candiles, reflectores de televisoras que han vuelto nacional un culto del DF, emanaciones de sudores, aire caliente en ascenso... la imagen reverberaba en la atmósfera espesa. Y vio sobre el altar, adorada por millares, la esencia de una madre común a los devotos: el manto azul como íntimos pliegues morenos, la túnica rosa eran tejidos delicados, arriba las manitas unidas en botón placentero, abajo la cabeza redonda y oscura del ángel no eran ya la Virgen, sino la fuente de la vida, el Origen.
Y así se comprende el arrebato: no es fe ni milagros, no es metáfora de la madre, es la Madre misma en su intimidad por excelencia. El efecto se consigue, también, entrecerrando los ojos y viendo por entre las pestañas: allí está aun para los que lo hemos visto pocas veces.
Hace años, antes de que regresara a tierras tapatías, antes de que existiera MILENIO, Carlos Marín y yo coincidimos en el cierre de un congreso. Nos invitaron a dar una plática sobre la Virgen de Guadalupe. Al llegar, miramos el auditorio con cierto azoro. Relato mi intervención. Comencé leve, sondeando los ánimos: el primero en negar el milagro de las apariciones y estampado por acción directa de Dios, dije, fue nada menos que el citado como testigo principal del milagro: el primer obispo de México, el franciscano fray Juan de Zumárraga... Veo cabezas que se mueven afirmativamente y voy agarrando confianza... Escribió un catecismo, llamado Regla Cristiana, donde se pregunta por qué ya no ocurren milagros y se responde: "Porque piensa el Redentor del mundo que ya no son menester"... Miro por entre las cejas al auditorio: movimientos de aprobación. Sigo: "No pidáis milagros para que no quedéis como Herodes..." e indico: recordarán ustedes que el segundo Herodes, el de la pasión, le pidió a Jesús, ya detenido, que si era Dios le hiciera allí mismo un milagrito y lo dejaría libre, y Jesús ni siquiera le contestó... Aplausos... Marín y yo nos miramos con cara de what.
Sigo: ¿y eso dice quien vio el más grande milagro desde la apertura del Mar Rojo por Moisés?... Aplausos... risas... Luego menciono el sermón de 1556, donde el provincial de los franciscanos, Francisco de Bustamante, se queja ante el virrey y la Real Audiencia de que el segundo obispo permite que se diga que hace milagros "la imagen pintada ayer por el indio Marcos", y acoto, es que, saben, no era menos importante que ese obispo, Montúfar, era agustino, luego, los franciscanos habían perdido el obispado y eso sí calienta... Carcajadas, aplausos... Nos vemos de nuevo Marín y yo.
Y echo toda la carne al asador: fue peor el trato de fray Bernardino de Sahagún, nuestro gran historiador que aún alcanzó a tomar dictado de sobrevivientes de la Conquista, y quien señala que el culto guadalupano le parece sospechoso "porque habiendo tantas iglesias a nuestra Señora no van los indios a ellas y vienen desde lejanas tierras a donde estuvo el ídolo de su gentilidad", aclaro: se refiere fray Bernardino al ídolo de la diosa Tonantzin... Veo caras afirmativas como de quien dice: claro, ya lo sabemos. Y suelto lo último: pues ese peregrinar desde lejos hace sospechar a fray Bernardino que... (lo digo o no... ¿y si nos apedrean?)... que la Guadalupana "es invención satánica para paliar, o sea encubrir, la idolatría". Me puse las manos en la cabeza por si venía un ladrillazo. Oigo un aplauso estruendoso.
Al despedirnos de quienes nos habían invitado preguntamos la profesión de los congresistas, suponiéndolos neurólogos, dentistas, en fin. Hay de todo, dijo el amable invitador, pero todos somos testigos de Jehová...
Esperamos a salir para soltar la carcajada: "Pinche Carlos, le estuvimos predicando a predicadores..."
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