Darwin: El ruido y la furia
No es nuestro innegable parentesco con los monos y, en última y peor instancia, con las cucarachas y las cebollas, lo que más ofende al leer a Darwin; no la evolución, sino la ceguera de la evolución que habla como el desesperado Macbeth: "La vida no es sino un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa".
Esa es la parte más desoladora de Darwin: las especies no cambian guiadas por algún principio teleológico de mejoría y perfeccionamiento. No: algunos animales salen del mar por urgencias, sus huesos se modifican para hacer patas, desarrollan pulmones; luego las condiciones cambian y para sobrevivir vuelven al mar, donde las patas y manos se encogen en aletas, pero allí siguen los brazos, manos y dedos ocultos de los delfines y ballenas, los pies se les unen en cola de sirena sin perder sus huesos distintivos, y en el agua siguen amamantando a sus crías; el ala del murciélago no es sino una enorme mano con dedos afilados y sutiles donde podemos observar, estiradas hasta convertirse en astillas, las falanges del pianista recubiertas por piel en toda el área de la mano, a la que no pongo comillas porque sigue siendo en todo una mano, hueso por hueso, pero sirve para volar.
Y no podemos decir que los delfines sean mejores, en términos absolutos, que sus antepasados terrestres, que también evolucionaron de antepasados marinos... Sólo queda claro que cambiaban o desaparecían. Y la naturaleza, ahorrativa como un avaro, acorta brazos para hacer aletas y alarga dedos para hacer alas, pero muy poco material desecha.
Desde 1859 los chistes y caricaturas se suceden: tabloides amarillistas ingleses se deleitaban en publicar dibujos de monos con la cara de Charles Darwin, las damas elegantes rechazaban ofendidas que en su pedigree hubiera, así fuera remotamente, un chango. Y todavía hoy es común oír la tontería según la cual Darwin dijo que descendemos del chango. Si es así, preguntan las almas ingenuas, ¿por qué los changos no se siguen transformando en hombres? Se les puede responder: "Usted es la prueba de que algunos sí lo hacen", pero es un chiste tan facilón que no lo haré. Que esperen sentados en el zoológico más cercano la mutación súbita.
La afirmación de Darwin, una vez leído, es mucho más humillante: la reina Isabel, el Papa, orangutanes, gorilas, chimpancés y toda la numerosa prole selvática de los monos y primates, tuvimos hace unos ocho millones de años un abuelo común... que antes de balancearse con su cola prensil de los árboles fue, hace unos 65 millones de años, apenas un ratón aterrado al que la bendición de un enorme asteroide o cometa, estrellado quizá en las aguas someras de Yucatán, le limpió el planeta de dinosaurios y otros reptiles de cielo, mar y tierra. El minúsculo mamífero sobrevivió por minúsculo pues la noche y el invierno de años, con el sol oculto tras de ceniza en suspensión, dejó raíces, raíces y esperanzas, diría el poeta Miguel Hernández. Y con ese pobre alimento, más algún insecto, vio el amanecer cuando lentamente el polvo se asentó dejando en el globo entero una milimétrica capa de iridio: materia extraterrestre.
Pero también precedía ese mamífero sobreviviente, por evolución con mutaciones y adaptaciones, de una larga cadena de ancestros que nos lleva muy probablemente a los mares y más lejos aún a algunos charcos lodosos y calientes donde el ADN inventó la manera de eternizarse. Y hacerlo sin meta, sin objetivo. Las especies cambian, mejoran sólo en el sentido de que, si sobreviven, es porque las mutaciones les fueron favorables. Pero no hay un avance teleológico, una kantiana "mejoría en sí" de una especie anterior a una posterior. No somos la corona de la creación: las cucarachas y los tiburones nos llevan una ventaja que se mide en centenas de millones de años. Nuestra especie no llega a los 200 mil años de antigüedad. Los dinosaurios reinaron por más de 200 millones de años y, sin que cometieran pecado alguno contra el berrinchudo, malicioso y violento dios judeo-cristiano-musulmán, fueron destruidos por fuego del cielo.
Con el descubrimiento del ADN por Crick y Watson, en 1953, pudimos medir la cercanía genética con diversas especies. Así fue como supimos que compartimos con nuestros primos chimpancés tanto como el 98% de los genes. Pero, nos dijimos enseguida: ¿y Mozart? ¿Y Einstein? ¿Y Eratóstenes midiendo, dos siglos antes de Cristo, la circunferencia del planeta con apenas la sombra de una vara, un pozo lejano y la deslumbrante catedral construida por Euclides con la geometría?
Un equipo del Cold Spring Harbor Laboratory ofrece una respuesta acerca de lo que nos hace específicamente humanos, para bien y para mal, a pesar de nuestra similitud genética con otros primates. Un estudio publicado en Genome Research ofrece el descubrimiento crucial de genes que han evolucionado en humanos luego de que nos separamos de los demás primates, como, por cierto, se separaron todos los primates entre sí. Nuestra separación del árbol genealógico tampoco es exclusiva.
Prevalece en evolución molecular, o referida al ADN, la visión de que era altamente improbable que los procesos evolutivos pudieran producir un gen funcional, capaz de guiar la codificación de una proteína, a partir de ADN inactivo.
Sin embargo, evidencia reciente sugiere que este fenómeno sí ocurre de hecho. Los investigadores han encontrado en moscas, levaduras y primates genes que surgen de ADN no codificante de proteínas. Hasta ahora no sabíamos que hubiera ese tipo de genes exclusivos de humanos.
En el trabajo citado, David Knowles y Aoife McLysaght, del Instituto Smurfit para Genética del Trinity College de Dublín, Irlanda, se dan a la tarea laboriosa de encontrar genes codificadores de proteínas en el genoma humano, y que a la vez estuvieran ausentes en el genoma del chimpancé. Una vez realizada esta rigurosa investigación y desechados los resultados falsos, su lista de genes candidatos fue acortada a solamente tres... tres genes. Luego vino el reto siguiente: "Debimos demostrar que ese ADN en el humano está realmente activo", dice McLysaght.
Los autores reunieron evidencia de otros estudios en la que estos tres genes se tradujeron activamente en proteínas; pero, además, los autores necesitaban mostrar que esa misma secuencia de ADN estaba inactiva en otros primates. Esto es, que su función ocurría sólo en primates humanos. Encontraron que en algunas especies de monos y changos estas secuencias de ADN sugieren que esos genes estuvieron inactivos en el primate ancestral, en nuestro abuelo común.
Los autores también observaron que, a causa de los estrictos filtros empleados por ellos, sólo un 20% de los genes humanos fueron analizables. Por ende, estiman que puede haber aproximadamente unos 18 genes específicamente humanos que han surgido de ADN no codificante, inactivo, durante la evolución humana.
El descubrimiento de estos novedosos genes específicos de humanos es un hallazgo significativo, pero abre una duda mayor: ¿Qué hacen las proteínas codificadas por estos genes? "Son diversos a otros genes humanos cualesquiera y tienen el potencial de producir un profundo impacto", observa McLysaght. Su función es aún desconocida, pero McLysaght añade que resulta tentador especular que genes específicamente humanos sean importantes para rasgos específicamente humanos.
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