La moral y los sabores
# 376, febrero de 2009
¿Por qué decimos "me sabe mal haberte creído capaz de eso", "me sabe mal que pienses así de mí", "me sabe mal", "me disgusta: dis-gusta"? Hay en la expresión una relación directa con el sentido del gusto, de los sabores y, sobre todo, los olores de los alimentos percibidos con la nariz. Que alguien tenga mal gusto no significa que carezca del sentido del gusto... es hasta difícil escribir al respecto porque tenemos imbricado "gusto" como percepción de los sabores y "gusto" como elegancia.
Bien, una reciente investigación publicada en Science del 27 de febrero arroja luz al respecto: "Las respuestas a los alimentos de mal sabor y a las acciones moralmente repugnantes se procesan en regiones sobrepuestas del cerebro", señalan Chapman, Kim, Susskind y Anderson de la Universidad de Toronto, Canadá. En inglés es muy claro el sentido moral de "disgusting". Nunca dicen que el pato à l’orange mal guisado sea "disgusting", aunque su gusto, su sabor, sea malo, lo es ver matar al pato... En español nunca sabemos si decir que alguien tiene buen gusto es referencia a que distingue entre dos buenos moles, una cosecha y otra del mismo vino, o que elige los muebles, ropas y maneras que nos gustan... y écola, aquí esta de nuevo la confusión: "que nos gustan", pero nadie prueba una corbata ni muerde un sillón.
Stanley Milgram descubrió hace más de 40 años en Yale un abismo del alma: que los humanos comunes somos capaces de torturar a un semejante si nos lo ordena alguien de suficiente autoridad, por ejemplo, el director de un experimento. Ahora un equipo de investigadores descubre que nuestro cerebro procesa asuntos morales con las calabacitas a la crema y las costillas de cordero. Por eso "nos sabe mal" plantar a un ser querido en su cumpleaños o tenerle un regalo que denuncia nuestro salir del paso. Y nos sabe mal, sin comillas, el cordero si está algo pasado y apesta.
"El término 'disgusting' se aplica a malos sabores, cucarachas, incesto y a proponer una injusta división del dinero en un juego", comentan Rozin, Haidt y Fincher, de las universidades de Pennsylvania y Virginia al respecto del estudio de Chapman et al. Durante la evolución de nuestra especie, el sistema que nos pone ciertas expresiones en el rostro, similares ante una cucaracha y un acto reprobable, no responde sólo a evaluaciones, como un gusto amargo, sino a percepciones cognitivamente más elaboradas. "Inicialmente, el sistema de evaluación fue un sistema para el rechazo de alimentos". Una necesidad de la sobrevivencia. A eso lo llama el equipo "disgusto verdadero", tomando "gusto" en su sentido sensorial. Luego una combinación de evolución biológica y cultural amplió la categoría porque tuvo un valor adaptativo (de sobrevivencia) al dar connotación negativa a cosas o pensamientos que disgustan a una cultura y por ello las rechaza.
Las violaciones a la equidad y la justicia, como la intentona del IFE por subirse los salarios a 333 mil pesos mensuales... con centenares de miles de desempleados en la calle, despiertan inmediato disgusto y conducen a reacciones de ira. Es “de mal gusto” hacer eso, y como a los consejeros "les supo mal" la iracunda reacción social en todos los medios, retiraron de su mesa el platillo porque lo descubrieron maloliente.
Hasta aquí tenemos una visión metafórica. Pero el equipo de Toronto le encuentra las bases neurales. Utilizando electromiografía, técnica que emplea pequeños electrodos en los músculos del rostro para detectar activación eléctrica, descubrieron que el levator labii (músculo elevador del labio) produce la típica expresión de fruncido que hacemos ante un acto moralmente rechazable, un sabor amargo o un platillo repulsivo. Es, en su origen filogenético, un instinto primitivo por el que rechazamos ingerir toxinas y nos alejamos de ciertos animales.
Comprobó el equipo de Toronto los orígenes orales primitivos del disgusto moral buscando similitudes en la actividad motriz facial despertada por gustos (sabores) desagradables, disgusto básico (fotos de contaminantes) y disgusto moral (trato injusto en un juego económico). En éste, llamado Juego de Ultimátum, dos jugadores deben repartirse diez dólares. Uno de ellos propone una división (la más justa sería cinco y cinco cada uno) y la otra parte acepta o rechaza el ofrecimiento. Si lo acepta, se reparten así. Pero si lo rechaza ninguno recibe nada. Una computadora hizo toda suerte de repartos al azar. Descubrieron los investigadores que los tres estados activaban el músculo levator labii, pero más se activaba ante ofertas más injustas, por ejemplo la de dividir 9 a 1, a favor del proponente. Aceptar hace ganar un dólar al otro miembro del par, ninguno si rechaza. Puede que lo acepte por eso, pero el levator labii se activa más que con 6 a 4. Los resultados sugieren que la inmoralidad activa el mismo disgusto que los animales conocidos como vectores de enfermedades y los sabores desagradables, el mal gusto en sentido estricto oral-nasal.
En suma: la transgresión moral despierta el mismo equipo defensivo que se activa ante posibles toxinas. Es curioso que no lo mencionen, pero todos hemos comprobado la empatía social cuando se nos transmite el mismo gesto de quien veamos chupar un limón: toda la mesa arrisca la nariz al unísono con la desgracia ajena.
Estos datos proveen evidencia directa acerca de los orígenes primitivos de las expresiones faciales, como propone Darwin. El gesto de rechazo se remonta, en la filogenia, a las anémonas marinas, que tomaron su forma hace unos 500 millones de años: al darles un alimento amargo revierten sus cavidad gastrovascular, el equivalente de nuestra reversión de boca y nariz.
"El metafórico 'mal gusto' que dejan las transgresiones morales puede tener sus orígenes en genuino disgusto oral".
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