La desaparición del Estado
columna: «la calle»
Todo indica que la caída del imperio maya, entre los siglos IX y X después de Cristo, ocurrió cuando el Estado dejó de cumplir su función esencial, que era la de intervenir ante los dioses para que enviaran lluvia y cosechas abundantes. En resumen: dieran seguridad. La gente acabó asaltando los palacios, arrastrando a sacerdotes y reyes para matarlos cuando resultaron caros e ineficaces. ¿Por qué mantener el lujoso tren de vida de un inútil? Tejer penachos de quetzal, dedicar meses a la orfebrería de oro, cocinar los mejores productos de la tierra y de la cacería ¿para una clase incapaz de cumplir con su parte en el pacto social?
Mmh... suena a tema conocido. ¿Acabaremos arrastrando legisladores, jueces, policías y gobernantes fuera de sus palacios y destruyendo el Estado? Los mayas lo hicieron hace mil años. El costo fue el más alto: la selva recuperó sus espacios, el idioma se disolvió en decenas de dialectos, las sombras cubrieron una gran cultura que, con todo y sus horrores, tuvo una plástica maravillosa. Como luego de la destrucción de Roma por los bárbaros, así cayó sobre los mayas una edad media que, a diferencia de la europea, no tuvo fin ni renacimiento. Y no vino del exterior, sino del pueblo enardecido contra haraganes sin seso.
Para alimentar hornos en los que producían yeso con el cual decorar pirámides cada vez más grandes y ostentosas, los gobernantes mayas destruyeron selvas y mantos freáticos. Así produjeron un cambio climático en coincidencia desafortunada con un ciclo solar de largo plazo y la sequía centenaria produjo la rebelión del pueblo contra sus ineptos gobernantes.
De nuevo enfrentamos la ineptitud del moderno Estado mexicano para cumplir su tarea primordial, que no es vendernos electricidad ni gasolinas, tampoco es buscar petróleo: es dar seguridad a los ciudadanos para que no debamos salir a la calle con una espada o un pistola al cinto. Para eso en primerísimo término pagamos impuestos.
Mientras el policía con moscas de Abel Quezada está a cargo de localizar a quienes nos golpean en la calle, a quien secuestra y mata, estamos, 50 años después, discutiendo lo que yo leía en mi adolescencia en la revista Siempre!: disposiciones semejantes a las del regente Ernesto P. Uruchurtu (así se llamaba, con todo y la P.): cierre tempranero en centros nocturnos porque la autoridad cree que nos asaltan y secuestran por desvelados.
Lo de los horarios es un disparate contraproducente, no sólo porque así extinguió Uruchurtu la vida nocturna del México viejo y con ella el turismo, (el PRD es igual de mocho), sino porque, además, produce lo que busca evitar: avisas por micrófono: ¡En media hora cerramos la barra! y se te llena de chavos pidiendo dos o tres, una se la beben glu-glu-glu, otras se las llevan en desechables, todo el mundo sale a la misma hora y es una matazón... La idea es torpe, ni siquiera piensan.
En cuanto a la violencia, podemos distinguir que viene en dos presentaciones: la que se da entre bandas de narcos por disputas territoriales y la que afecta al ciudadano común. La violencia entre narcos es la que da los grandes números: decenas de acribillados, cuerpos sin cabezas, muertos con tiro de gracia.
La violencia que más nos afecta es individual: secuestro, asalto, extorsión y pago de cuotas para no sufrir agresiones. Pero la percepción social de la violencia está abonada por los grandes números de la guerra entre narcos, como lo demuestra un dato recién recuperado por Héctor Aguilar Camín en estas páginas: en Yucatán, donde el número de homicidios por 100 mil habitantes es semejante al de Suiza, los yucatecos de carne y hueso, no los números en encuestas, señalan como su más viva preocupación la inseguridad. Eso no ocurriría en Ginebra porque allá la percepción nacional es muy diversa.
Como siempre, nuestros políticos se sirven con la cuchara de la demagogia y claman por reinstaurar la pena de muerte. Suena bien, pero sobre todo, van montados en la ola de una inmensa mayoría, anda por el 80 por ciento, convencida de que se debe aplicar.
Estoy contra la pena de muerte por una sola razón: es muy rápida. Quien secuestra a una jovencita, cobra el rescate y la asesina; quien secuestra un niño y lo mata con crueldad que ningún animal despliega, debe recibir un castigo, no intentos de readaptación, pues no la tiene quien toca esos fondos vesánicos. Pena de vida larga y no de muerte rápida.
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