Carlos Abascal
columna: «la calle»
Aborrezco todo en lo que él creía, y él abominó de todo cuanto defendemos en la izquierda. Pero siempre le sentí respeto. El respeto que se siente por un hombre que vive según sus convicciones en un mundo de farsantes, merolicos, salvadores de los pobres que jamás dan cuentas, intelectuales deslumbrados por el poder político e insaciables acarreadores de homenajes.
Nunca le tuve simpatía a Carlos Abascal, pero nunca se la tuve tanta como en los tiempos en que los pavos reales cacareaban su horror porque había enviado una carta a la maestra de su hija sosteniendo que no consideraba lectura apropiada para su hija adolescente la novela Aura, de Fuentes. Ese fue su feroz acto de censura. De haber sido un secretario del Trabajo perredista prohibiendo a su hija leer Derrota Mundial, recetada como lectura en la Autónoma de Guadalajara, ya podemos imaginar el apoyo bravío del mismo coro a esa censura. Es que, como escribieron los cerdos en la Rebelión en la granja: Artículo 1. Todos los animales somos iguales, pero los cerdos somos más iguales. La maestra, ni tarda ni perezosa, buscó su semana de fama llevando esa carta personal a La Jornada. Hoy nadie recuerda su nombre.
Un muy querido amigo, ateo e izquierdista de toda su vida, buen lector, durante el alboroto fraguado por la mercadotecnia del diario, y ante mi defensa de Aura, que me gusta, me señaló algo nunca observado por mí: la excesiva similitud entre la breve novela de Fuentes y los breves Papeles de Aspern, de Henry James.
Abascal murió sin trompetas mientras un ensoberbecido Carlos Fuentes cometía su más perverso acto de megalomanía: al costo de doce millones, ver en escena su libreto sobre Santa Anna, el presidente de México que perdió las guerras con Texas y con Estados Unidos, gracias a las cuales ahora California es la región más próspera del planeta y no ampliación de Tijuana, y Texas explota sus pozos petroleros mientras su vecina Tamaulipas se debate entre mugre y perros flacos. Escenificada en el cine Diana, que cine se construyó y cine se queda porque es sordo como una tapia, la ópera debió escucharse con micrófonos… que además tuvieron continuas fallas, y fue interpretada por un Fernando de la Mora que el año pasado, en un teatro con buena acústica, el Degollado, gritó una Tosca insufrible desde su primera aria: Recondita armonia, aplaudida con titubeo (en un Degollado tan aplaudidor) apenas por las tres tías del tenor.
Carlos Abascal fue un hombre religioso que jamás negó su religión ni puso en duda sus dogmas. Durante el funeral del ex secretario de Gobernación, el presidente Calderón lo definió de manera precisa: "Un mexicano que actuó conforme a lo que pensaba y creía". Murió mientras veíamos el regreso de René Bejarano, con cientos de autobuses para sus acarreados e ignorábamos por siempre cómo pudo pagarlos un gris profesorcito sin chamba, así como no sabemos, y seguiremos sin saber, en dónde quedaron los millones de dólares que lo vimos embolsarse y que eran el producto de la extorsión al empresario Carlos Ahumada.
Un país de payasos, máscaras y disfraces en el que puede ser "candidato de la izquierda" un priista que fue presidente del PRI Tabasco y siguió en el PRI mientras creyó que lo lanzaría como candidato priista al gobierno de Tabasco. Una vez que no fue el elegido, descubrió todos los defectos del PRI que había presidido y se fue al PRD, partido que ha estado a punto de destruir. Eso es López Obrador.
Abascal iba a misa, pero nunca lo vimos, como a aquel jefe de gobierno del DF, invitando al cardenal a cortar listones de sus nunca licitadas obras ni regalando terrenos públicos a la Basílica para permitir a los curas más simoníacos hacer negocios millonarios con la venta del Paraíso en urnas a perpetuidad. Un farsante. Entre esa mierda y el católico practicante que cuida las lecturas de sus hijos adolescentes, ya quisiéramos mil Abascales por cada López.
Como sería deseable, por cierto, más atención de los padres a sus hijos menores. El mío, hombre de pocas lecturas, pero alejado de misas y rosarios, devolvió un regalo navideño que me tenía a mis 14 años: las obras completas de Freud, cuando un ignorante amigo suyo le dijo que ese autor todo lo reducía a sexo. Cambió a Freud por Dostoyevski y yo salí ganando. Las dudas de Iván Karamazov se me grabaron, Freud me habría aburrido. Abascal, como mi padre, no hizo sino ejercer su derecho, e hizo bien.
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