La muerte del Centro
Desde la construcción de Teotihuacan, hace dos mil años, en México se hace todo o nada: grandes y maravillosas pirámides y chozas de carrizo a sus pies en la antigüedad, megaloproyectos para la Alameda y ambulantes en el suelo ahora. Así ocurre porque nuestras ciudades no han sido el lugar donde viven los ciudadanos, como su nombre lo indica, sino representaciones del poder, explanadas para los monarcas y los sacerdotes como en Monte Albán y en el Zócalo. Sólo como concesión indeseable o mal necesario el poder ha dejado surgir estanquillos de pequeños propietarios, de ciudadanos con estatura humana. Continuamos nuestra tradición furiosamente antihumanista: en un extremo, rehacer la Calzada de los Muertos en la Alameda, y en el otro llenar de mugre las patas del elefante blanco tolerando el comercio ambulante a niveles estambulescos. Ni el kiosko ni el pequeño comercio familiar ni el localito limpio. O la Pirámide del Sol o los petates en el suelo. La grandeza absoluta o la humillación total. Nunca una ciudad formada y conservada por sus ciudadanos, sino levantada a golpe de buldóser por el Estado Laico y destrozada como objeto ajeno por el lumpen, la naquiza. Todo o nada.
Si para el humanismo el hombre es la medida de todas las cosas, para la tradición mexicana, como para la egipcia, los humanos concretos, los Juan Pérez y Luis González, son siempre sospechosos: ¿qué bajos instintos los llevarán a pedir que les sea permitido abrir unos abarrotes, un café?
La plástica prehispánica, no sólo el urbanismo, refleja este antihumanismo: si para el naciente humanismo la cumbre de la belleza fue el cuerpo humano absolutamente desnudo, estudiado en cada giro, cada gesto, pleno de luz interior como en el rostro de Igeia o en el Muchacho de Maratón, el ideal indgena son los elaboradsimos ornamentos que recubren un cuerpo sin forma y sin músculos. El cuerpo sólo es necesario para sostener los bellos atributos del rango, la ostentación del poder. Soy porque tengo un cargo, dice nuestra plástica hace 30 siglos de esplendores. Soy porque soy único, dice el humanismo, negado todava ahora en los proyectos piramidales, verticales, que nos ofrece el poder y que no elaboramos nosotros.
Desde ese punto de vista, el esplendor indgena resulta profundamente abominable, pero más lo es cuando renace en los escritorios de nuestras autoridades exigiendo nuevas dosis de corazones sin nombre y sin derechos.
El laberinto burocrático
Las ciudades con mayor turismo en el mundo son las que han conservado vivo y cálido su centro, hecho y sostenido por ciudadanos concretos más que por alcaldes: la catedral y los cafés, los museos y los bares, los teatros y cines, los palacios y las porno shops, los conciertos y los músicos ambulantes, restoranes de todas las clases y cocinas a lo largo de calles bulliciosas donde los peatones se detienen a leer los menús, arecitos de esquina, sostén de dos familias y un mesero, y grandes cabarets con shows costosos. ¿Por qué el centro de la ciudad más grande del mundo es un cementerio al anochecer? Lo mató el exceso de eglamentos y una concepción generalizada entre las autoridades según la cual todo permiso, sobre todo los que autorizan la venta del alcohol, es una mina de oro en la que ellos también deben participar.
Es absolutamente imposible para un ciudadano común obtener una licencia para vender café, sandwiches y una copa de brandy en un localito limpio. Es más, la simple solicitud en ventanilla causara risa si alguien la presentara. Lo que debera ser un trámite normal, con una mirada al uso del suelo en esa calle y ya, es asunto de la más alta autoridad en cada delegación.
Las cadenas de plástico
Las cadenas de restoranes plásticos, en cambio, no tienen dificultad para obtener sus licencias, y así, donde podría haber 20 barecitos diversos, malos y buenos, atractivos y feos, distribuidos a lo largo de una calle, hay un solo Sanborn's, idéntico a los otros 80. El negocio pequeño incrementa la clase media y crea empleos variados, humaniza, aburguesa, clasemediea, distribuye la riqueza nacional, hace habitable la ciudad, caminable, turisteable. Las cadenas, como los megaloproyectos, concentran aún más la riqueza y empobrecen la vida de la ciudad hasta el extremo visto en el Centro hoy da.
Ciudadanos bajo sospecha
El exceso de celo de las autoridades y los mil detalles reglamentarios con los que se buscan prever todas las mil infracciones ciudadanas es consecuencia de una fuerte convicción en las autoridades: la que dicta que todo ciudadano es sospechoso de todos los delitos hasta que no demuestre lo contrario. Así, quien desea abrir un café de seguro quiere vender licores, traficar con drogas y meter putas. Que no se haga. Es un hamponcete y la autoridad le tiene echado el ojo.
Los elefantes blancos
Las autoridades sólo confían en los grandes proyectos, de miles de millones, con puentes colgantes, bancos, financieras y tiendas de departamentos unidos por aceras móviles. Todo con vidrieras y aire acondicionado. Proyectos ajenos a los vendedores ambulantes que podrán rentar locales pequeños, a los inversionistas medianos que darán calidez a las calles desiertas. Ajenos, también, a la ciudad actual, la que vivimos, la que queremos y la que deseamos rescatar de una burocracia que prohibe en México lo que le parece divertido en Madrid o Barcelona.
La apertura del centro histórico
Debe uno reconocer a las autoridades actuales la restauración de muchas fachadas, no sólo las de palacios famosos, sino de casas con carácter, pues ninguna ciudad está hecha sólo de grandes obras de arte, sino de calles armoniosas y avenidas con estilo propio. La restauración sería más veloz y tendría además una meta económica, ya no sólo estética, si la población fuera invitada a restaurar y a ocupar lo restaurado con teatros, bares, restoranes y negocios de todo tipo. Para ello se requerira un padrón público de locales y una regulación sensata de los permisos y horarios correspondientes. La publicación de todos los locales y casas desocupados, más la simplificación de trámites en todas las licencias nos llevaría a recuperar un patrimonio de 300 años que se pierde más por el descuido que por el uso, como las casas abandonadas.
Pero entregar el Centro a los ciudadanos publicando todo lo que allí se puede hacer, implica aceptar que éstos existen y que tienen derechos, no solamente concesiones del poder y gracia de los amigos. Lo cual contradice 30 siglos de negación del individuo humano.
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