Partidos sin ciudadanos
columna: «la calle»
Los partidos políticos —la institución más indigna de confianza a juicio de constantes encuestas que los colocan en último lugar, dos abajo que la Policía Judicial— se construyeron una legislación a prueba de votos y de críticas. La Constitución que nos rige tiene, entre sus peores fallas de ingeniería, la de no señalar el equivalente del quórum para hacer válidas unas elecciones. No únicamente entrega suelo, subsuelo, aires y aguas a una entidad que jamás define y llama "nación", sino que no alcanza siquiera la sensatez del reglamento interno de una asociación de vecinos: en toda asamblea hay un mínimo de personas, o quórum, cuya presencia permite proceder, y sin ese mínimo la asamblea y sus decisiones no tienen validez. No ocurre otro tanto con la mayor asamblea de la nación, que son las elecciones federales. Gana quien más votos obtenga, así sean los de la mamá, tías y primos del candidato, si a los demás no los quiere ni su madre. Han blindado su acceso a fondos públicos por miles de millones con ferocidad de piratas.
El Código Federal que rige las elecciones, el Cofipe, señala causas por las que un partido pierde el registro y otras que anulan votos y hasta elecciones completas, pero entre ellas no está el no contar con un mínimo representativo de la población. Esto significa que no hay castigo alguno previsto para los partidos en conjunto. Lo hay, y es increíble, para quien en campaña señale disparates del oponente o sus delitos, aun si están comprobados, o su patanería grabada y publicada; pero no hay escarmiento contra los partidos cuando se confabulan con el fin de prohibir toda expresión que los pueda molestar, o para derrocar al árbitro o elevarse los miles de millones asignados a sus gastos.
En síntesis: no hay castigo para los partidos coaligados contra el ciudadano porque sus representantes en el Congreso se han cuidado bien de legislar para escudarse de la indignación popular ya sea penalizando toda crítica, y hasta el simple deslustre de su fama, como han asentado en la nueva legislación electoral, o, mejor aún, quitando poder al voto. En el voto radica la más definitiva capacidad de castigar la conducta ignominiosa de los partidos. Pero doscientos diputados no necesitan más voto que el dedazo de sus dirigentes; los otros trescientos no se deben tampoco a sus electores para los siguientes comicios porque de cualquier forma no hay reelección. Y, por último, pero mejor que todo: el desprecio ciudadano, manifestado como abstención, en nada los afecta. Lo mismo es ganar cuando salen 25 millones a votar que si apenas salieran 25 mil.
Las encuestas que ponen a partidos y diputados en el último lugar del respeto ciudadano niegan la propaganda de Estado que señala, en el Artículo 41 de la Constitución: "Los partidos políticos son entidades de interés público." Los mexicanos opinan lo contrario.
Al desprestigio de los partidos debemos añadir la reciente contrarreforma en materia electoral que dio a los cabecillas una mayor concentración de poder al convertirse en la única vía posible a las candidaturas y cancelar toda posibilidad ciudadana que busque denunciar las prácticas que han hundido a los partidos por abajo de la policía más desacreditada. Las cúpulas partidarias ni nos ven ni nos oyen porque en nada podemos influir los ciudadanos en el reparto de los miles de millones que se asignan. Y sólo en eso piensan.
Así es como la adelantadísima pre-pre-campaña presidencial del Peje la estamos pagando los causantes cautivos. No hay contraloría alguna para preguntar cómo se pagan boletos y hospedajes, alimentos y matracas, renta de vehículos y equipos de sonido: todo lo que en las campañas cuesta centenares de millones. Sin control alguno por el IFE, la campaña presidencial de López Obrador sigue su marcha, ajena a toda fiscalización de sus fuentes de ingreso. Sólo pueden ser dos: gobiernos del PRD y los costos de los segundos pisos, vueltos secretos por Bejarano. Los censores del IFE actúan únicamente cuando alguno de los partidos se dice ofendido. Poco importa si los índices de confianza, pulsados periódicamente por diversas casas encuestadoras, muestran, una y otra vez, que partidos y diputados están en los dos últimos lugares de confianza ciudadana, por abajo de la temida Policía Judicial. Para un mexicano resulta más siniestro un diputado que un guarura. Pero los diputados cuestan mucho más y hacen más daño.
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