El poder absoluto del Congreso
columna: «la calle»
En la ingeniería constitucional que reparte el poder del Estado en tres modalidades, hay una falla fundamental: el Poder Legislativo no tiene vigilancia de oficio ni rinde cuentas a nadie. La Suprema Corte es la encargada de dictaminar sobre incongruencias o faltas a principios generales del Derecho cometidos al legislar. Pero en todo lo demás los redactores de la Constitución dejaron manos libres al Congreso. El poder absoluto presidencial sojuzgó durante 70 años las cámaras. Pero ahora, desaparecida aquella Presidencia para la que cualquier arrebato era permitido, los arrebatos, venganzas y represalias han pasado a ser monopolio de legisladores sin control alguno.
Así es como vemos a diputados, cuyo desprestigio social ronda al de la policía, decapitar por desquite una institución, el IFE, prestigiada dentro y fuera de México, y cuyos consejeros eran inamovibles precisamente para librarlos de la presión de los partidos; otro día los partidos que conforman la cámara se reparten miles de millones de pesos; al siguiente, los legisladores se aumentan salarios y se mandan hacer saunas, imprescindibles para esos cuerpecitos que les vemos, y en otro más se toman sus meses de vacaciones. Se dan a sí mismos fuero, no sólo para casos que hacen a su trabajo como legisladores, donde es obvio que no pueden ser acusados ni detenidos por sus expresiones en tribuna, sino también para cometer cualquier delito común sin que puedan ser llamados a cuentas por un juez... a menos que sus secuaces en el Congreso les quiten el fuero, los desafueren.
Hicieron una legislación electoral que no sólo atenta contra la libertad de expresión y la de organización, sino resulta inaplicable. Pusieron al IFE a vigilar, las 24 horas de los 365 días, todas y cada una de las publicaciones y de los medios electrónicos para contabilizar los tiempos y censurar los contenidos. Un trabajo que exige burocracia por millares y cuesta miles de millones. El IFE pidió mil 500 millones de pesos para su nueva labor de revisión y censura. No los hubo, aunque los legisladores pudieron tomar esa cantidad del presupuesto que ahorran los partidos al evitar el pago de su publicidad, ya que también arrancaron a los medios sus mejores tiempos en forma gratuita. Pero los partidos ya se habían embolsado ese ahorro y no estuvieron dispuestos a soltarlo para pagar las nuevas tareas impuestas por ellos al IFE: ahora tienen más millones y no pagan publicidad.
Así pergeñaron una legislación electoral no sólo sospechosa de atropellar preceptos constitucionales, y hasta derechos humanos, sino, además, inaplicable por sus inmensos costos.
No han dejado a los ciudadanos otra salida que la del desprecio y el desaliento sin capacidad de acción. Ni siquiera los podemos castigar con el retiro del voto en la siguiente elección porque se han cuidado bien de no permitir la reelección consecutiva y así es como no responden sino a las dirigencias de sus partidos y no a sus electores. Si a eso añadimos los doscientos diputados que ni siquiera se someten al juicio de los electores porque son nombrados por dedazo de sus cúpulas partidarias, tendremos un panorama de la omnipotencia de los partidos.
Los diputados de minoría tuvieron sentido cuando la maquinaria del gobierno y el PRI eran indistinguibles. Era justo considerar que si un partido perdía en todos los distritos, pero los votos sumaban algunas decenas de miles, éstos debieran tener alguna representación en el Congreso.
Pero eso terminó. Ahora pagamos la existencia a todos los partidos en proporción a su votación, vigilamos los tiempos en los medios y los centímetros en la prensa para que nadie tenga un segundo ni un cuadratín de ventaja abusiva, las campañas se realizan en igualdad de circunstancias y las elecciones las vigilan los vecinos de la casilla y los partidos mismos.
En estas circunstancias, antes impensables, el partido que pierde debe admitirlo y no recibir premio de consolación alguno: llegamos a la mayoría de edad de los partidos y debemos echarlos a volar solos para que, ahora sí, dependan del elector y no de las cúpulas partidarias. Pero esa reforma deberían realizarla ellos, los mismos que verían perjudicado su bolsillo. ¿Qué hacer?, diría Lenin.
Acabamos con la Presidencia absoluta sólo para encontrar, con terror, que creamos un Congreso no sólo absoluto, sino con mucho mayores poderes y ningún control por sus pares.
0 animados a opinar:
Publicar un comentario