¿Quién teme la contracultura? O Dadá solamente se aburría
columna: «la ciencia en la calle»
Tras leer sobre algo que, dicen, se llama "situacionismo". O algo así.
Ah, el rock radical y los movimientos radicales que rechazan todos los valores de esta despreciable, hipócrita, ridícula sociedad. Cantan que ellos se comen la caca a puños y espantan a las monjas con su movimientos de caderas... acompañados por sus guitarras eléctricas pertenecientes a la última generación tecnológica, los más poderosos amplificadores desarrollados en los estudios donde los ingenieros deben ir bien vestidos y los obreros entran a las ocho y salen a las cinco, los barrenderos barren o son despedidos, los técnicos resuelven problemas en los circuitos electrónicos, la asepsia absoluta es absolutamente imprescindible o los microcircuitos fallarán en el momento cumbre en que los Sex Pistols canten "que te den por el culo", dirigiéndose a la sociedad que exige batas blancas a las empleadas y gorros para contener los cabellos y tapabocas que evitan el aliento que contaminaría los chips que producen el sonido holográfico en el equipo de perfección deslumbrante, los diseñadores crean sobre inmaculadas hojas de papel los controles novedosos del futuro amplificador, aviones puntuales guiados por computadoras de alta velocidad transportan las gigantescas bocinas, producto tecnológico capaz de imitar el estruendo de un jet, las notas de una flauta de plata o la única prueba de que Dios existe: un adagio de Mozart. En París los radicales llenan las calles con la consigna más radical y la más simple: no trabajar. Todos hacen sus pintas en sus ratos libres, los que les deja el trabajo, oh lalá, lalá. Ahora tecnificados emplean botes de espray, antes fueron brochas: todo ello producido por obreros de salario mínimo, ingenieros y gerentes que apenas se atreven a aflojar un poco la corbata y no por ello se sienten miserables. Los radicales, tras de su ingeniosa y subversiva convocatoria, satisfacen su sed con agua embotellada por los que no pueden seguir la consigna radical, lavan sus manos antes de cenar con agua transportada por brigadas de trabajadores que cavaron túneles a través de las montañas según cálculos matemáticos de empleados que estacionan sus autos en el gran estacionamiento de la compañía y que toman vacaciones, ah despreciables vacaciones, una vez al año con sus hijos que hacen castillos de arena con sus cubos y palitas bajo la mirada vigilante y cariñosa del experto en resistencia de materiales por quien el puente no cae ni el túnel se derrumba. Ah, la rebeldía enciende poderosos reflectores enristrados sobre el escenario, reflectores de aluminio extraído de las minas por hombres llenos de tierra y de sudor, licuado luego en altos hornos por técnicos en altos hornos, con el carbón de otras minas transportado en barcos con severo itinerario, puntuales en sus arribos, descargados por diligentes grúas que llenan vagones y trenes completos para que haya reflectores de intensidad imposible hace apenas 20 años, juegos de luces guiados por programas electrónicos que encienden cortinas brumosas de humo artificial lanzado por máquinas producto de la industria más exitosa en los últimos años, la industria de la rebeldía, ¿o será sólo de la diversión? Ah, subversivos del mundo como los predicadores que anuncian milagros por televisión y sus creyentes pueden sintonizarlos a bordo del boeing 727 para 300 pasajeros que cruza el Pacífico a diez kilómetros de altura rumbo a Singapur sin que ese domingo los creyentes obligados a viajar por negocios se pierdan las sabias y aladas palabras del predicador que lee en la Biblia el bello momento en que Gedeón detiene al sol, al sol que antes daba vueltas por encima del cielo y al parecer ya no lo hace, pues el Boeing lo está alcanzando y lleva varias horas detenido sobre el horizonte sin que nadie, entre el martini seco y la cena, haya caído en la cuenta, mucho menos haya caído de rodillas ante el portento. Ah, los punks que asustaban al chino Guerra cuando se mudó a su simpático departamento de la rue Monsieur LePrince, que lo tenían asomado a la ventana espiando el momento en que se retiraran un poco de la puerta, para bajar corriendo cinco pisos y salir sin peligro de que la contracultura se cebara en él, un simple empleado con horario y corbata obligatoria, hasta el día en que uno arrojó la envoltura de su hamburguesa al cesto y no acertó, entonces el chino Guerra vio con asombro al dadaísta, al subvertidor de la sociedad burguesa, al renegado de pelo naranja y verde con el que asusta a sus tías las de Ancy y a su prima la normanda, la que todavía ordeña las vacas a las cinco de la mañana y calza zuecos cuya madera resuena en las piedras del establo opacada por el estiércol, caminar con aire de malo en película del Oeste para recoger la envoltura, por supuesto de papel aluminio con el logotipo de la transnacional de los arcos, y con el mismo aire de quien arrastra las espuelas, tirarla con inmenso desprecio a la basura, entonces el bueno del chino Guerra bajó siempre a tiempo para ir a la oficina y, si estaban demasiado cercanos a la puerta del edificio, les ponía un codazo o un empujón. Ah, llega la hora del concierto y la electricidad no falla, producida por enormes turbinas que funcionan 24 horas, en tres turnos de trabajadores a mil kilómetros de distancia, y si fallara los Sex Pistols berrearían que en efecto el mundo es una mierda, pero no falla porque brigadas de trabajadores en vehículos producidos en precisas cadenas de montaje revisan las líneas y porque basta una queja por teléfono que va a centrales automatizadas por técnicos a sueldo y pasa de aparato a aparato, todos ellos producto del trabajo de millones, de experiencias al otro lado del mundo, y la electricidad se restablece para que millones de watts iluminen el escenario y otros miles enciendan los amplificadores del más sofisticado diseño, rasgueen las guitarras más perfectas y caras del mundo y la multitud entusiasta, con su latas de cerveza en las manos, sus zapatos tenis de alta tecnología para amortiguar el paso, y su buena mota y otras drogas a las que, por cierto, todo el mundo tiene derecho, y que las producen trabajadores cuya subsistencia corre peligro por la ilegítima guerra antidrogas, lance al aire las primeras exclamaciones de gozo al escuchar las subversivas letras de los subversivos. Ah, la contracultura, los filósofos radicales, la cobardía de Fourier ante la sociedad irredimible, su pesimismo, su fatuo intento de borrón y cuenta nueva, la soberbia de todos los mesías, el fraude de Foucault, muerto de miedo y de silencio ante su propio sida, y el otro fraude, ¿cómo se llamaba? aquel que ahorcó a su mujer. Puras pinches mamadas.
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