El Grinch ataca de nuevo
columna: «la calle»
Cuando una abuelita de 80 años lanza su último aliento el 26 de diciembre, resulta tentador suponer que guardó sus últimas fuerzas para pasar una última Navidad con sus seres queridos, reporta Mary Beckman en Science en línea, antes de concluir: Pero una nueva investigación sugiere que ese buen timing es sólo una coincidencia. Pacientes agonizantes entregan su espíritu con igual frecuencia antes y después de las fiestas.
Las nécdotas abundan: personas en asilos de ancianos que esperan a pasar un último cumpleaños; ancianas chinas que retrasan su muerte hasta la luna llena; "sólo estoy esperando a que vuelva mi mamá de Oaxaca", dijo un joven amigo en agonía hace unos 15 años. "Algunos investigadores han encontrado un decremento en el número de muertes tan grande como 30 por ciento antes de fiestas principales, seguido por un aumento de 30 por ciento después, lo cual sugiere que la gente de alguna manera detiene lo inevitable hasta después de la diversión." No señala la nota reportes específicos en ese sentido. Pero sí un reciente y amplio análisis en el contrario: el realizado por los bioestadísticos Donn Young y Erinn Hade, del Ohio State University’s Comprehensive Cancer Center in Columbus.
Los investigadores no recopilaron anécdotas, las cuales abundan y todos tenemos alguna a la mano, como la del joven oaxaqueño antes mencionado, sino certificados de defunción. La muerte por cáncer no sigue ningún patrón estacional. Young y Hade analizaron un millón 300 mil de tales documentos levantados entre 1989 y 2000 y encontraron que 309 mil habitantes de Ohio habían muerto de cáncer. Compararon sus fechas de fallecimiento con las tres grandes celebraciones en los calendarios de los estadunidenses: cumpleaños, Acción de Gracias y Navidad. No hubo ningún decremento significativo de muertes en la semana anterior a las grandes festividades ni un aumento después de ellas. En realidad, para algunas subpoblaciones los investigadores encontraron rastros de una corriente en sentido opuesto, reportan en el Journal of the American Medical Association del 22/29 de diciembre.
"Este es el último papel desempeñado por el Grinch", dice Young: "No sólo que Santa no existe, sino que la gente muere el día de Navidad."
Al parecer, los estudios que creyeron descubrir que la gente podía evitar la visita de la Calaca en días festivos tuvieron fallas metodológicas, dice el economista Gary Smith, del Pomona College, en California: "Parece haber bases en la evidencia anecdótica, pero cuando miras los datos no hay tal."
Navidad y Evangelios
Quien haya leído, así sea una sola vez, los Evangelios, sabe que ninguno de los cuatro reconocidos por la Iglesia cristiana primitiva en sus primeros siglos de existencia señala fecha alguna para el nacimiento de Cristo. Ni siquiera dicen que fuera invierno, ni tampoco, vaya, que hiciera frío. La fecha del 25 de diciembre fue elegida para encubrir una festividad pagana: el nacimiento del sol luego de su paulatino debilitamiento. El sol alcanza su mayor altura en el cielo a fines de junio, con el solsticio de verano, el día más largo. Los tres meses siguientes tienen días cada vez más cortos, pero aún más largos que la noche. Durante el otoño, de fines de septiembre a fines de diciembre, los días se hacen más cortos que las noches, el sol sale aún más tarde y se mete más temprano, su trayecto es menos alto. El sol sube menos en el cielo y por eso calientan menos sus rayos oblicuos. El agricultor tiembla no sólo de frío, sino de terror ante la posibilidad de que el sol no se recupere jamás y la noche sea eterna.
Llega el día más corto, el solsticio de invierno, conocido y bien registrado por todos los pueblos con agricultura por su importancia para calcular los plazos de la futura siembra. El día siguiente al solsticio ya es ligeramente más largo y así el sol parece recuperar fuerzas desde fines de diciembre hasta fines de junio, en que alcanza todo su esplendor, su mayor altura sobre el cielo.
La magia homeopática, la creencia de que lo igual se consigue con lo igual, ha sido común a todos los pueblos precientíficos. De ahí la costumbre de encender fogatas en las colinas y terrenos altos la noche del solsticio de invierno para ayudar, con su calor y fuego, a la recuperación del astro solar. Al día siguiente se veían los magníficos resultados de las fogatas: gracias a ellas el sol comenzaba a recuperarse, renacía. Como el sol es siempre un dios importante, cuando no el más importante, en todos los pueblos agrícolas, su renacimiento era festejado con júbilo: el dios-niño comenzaría a fortalecerse por todo el medio año siguiente hasta su esplendor veraniego, que era ocasión de nuevas celebraciones populares.
Como ambas fiestas paganas de los solsticios eran muy divertidas, los cristianos de los primeros siglos no evitaban participar en ellas, a pesar de la prohibición severa de sus obispos; así que, a falta de una fecha para festejar el nacimiento de Cristo por olvido de los evangelistas, los obispos derrotados en su intento de evitar la celebración del sol como dios renacido, dios-niño, acordaron unirse al enemigo y declarar que quien había nacido en verdad no era el sol, sino el Sol de Rectitud: Jesús, el Cristo. El dios niño se transformó en Niño Dios y todos contentos. Ahora, sobre todo los comerciantes.
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