Cómo llegamos a eso
columna: «la calle»
Todos hemos dicho alguna vez la misma falacia, agradable a todos los auditorios, complaciente con quien sea, muletilla de todos los discursos: "el pueblo siempre tiene la razón", "el pueblo no se equivoca", "el pueblo es sabio". Falso. Demagógico desde Lope de Vega y su canto al linchamiento colectivo del comendador hasta el secretario general de Gobierno del DF, Alejandro Encinas, quien dijo a la TV que moler a golpes a tres policías y quemar vivos a dos, eran "usos y costumbres". Así, con todas sus letras. Antes lo había dicho su patrón, López Obrador, cuando la Comisión de Derechos Humanos del DF le pidió actuar contra otros linchamientos: "Con el México profundo y los usos y costumbres populares, con las tradiciones y las creencias del pueblo más vale no meterse". Así pues, van nuestras autoridades propalando que, en el siglo XXI, los usos y costumbres de México incluyen el asesinato por chusma sanguinaria y la ejecución por hoguera y sin juicio.
A eso hemos llegado. Encinas viene del Partido Comunista, no del PRI como López, y era un joven que corría el riesgo de ir a visitar a sus camaradas a la cárcel de Lecumberri. Brillante no era, pero tampoco parecía un imbécil, como ahora. Allí lo conocí. Una buena persona. Eran los tiempos en que inventábamos cifras alegremente y producíamos relatos parecidos al de los niños secuestrados en Tláhuac, niños cuyos nombres nadie sabe, cuyos padres no los han reportado perdidos, cuya familia no ha presentado queja alguna: mitos con los que hemos jugado irresponsablemente, como el chupacabras, el Innombrable, Salinas. Así, de igual manera, en el Campo Militar No. 1 habían fusilado una cantidad desconocida de arrestados en Tlatelolco... pero todos los dirigentes enviados a esa prisión militar llegamos vivos a Lecumberri; los helicópteros habían levantado de la Plaza su fúnebre carga para arrojarla al mar... y no podíamos dar un solo nombre; había cadáveres, por supuesto, y eran más de la treintena; pero los muertos tenían que ser centenares, miles. Ésa era una certeza sólida como un monumento contra el que no podía atentarse.
La justicia está por encima de la ley, nos sermonea López Obrador cada que pierde un juicio legal; pero cada persona tiene su propia definición de justicia: quemar a dos hombres está bien para muchos entrevistados del día después en Tláhuac, Distrito Federal, es justo. Los detenidos se acusaron entre sí y de manera cruzada confirmaron su participación, pero hay quienes alegan la inocencia de los presos.
Ya nadie estuvo allí y todo lo hicieron "gentes de fuera". El jefe de gobierno del Distrito Federal pide tratar el asunto con justicia, "no politizarlo"; esto significa, en español llano y simple, no mencionarlo a él ni señalar sus múltiples convocatorias a la violencia, desde sus tomas de pozos petroleros, sus cierres de carreteras, sus marchas de Tabasco al Zócalo de la Ciudad de México (al amparo de Manuel Camacho y Marcelo Ebrard, entonces priistas al frente del DF), su negativa a defender la Cámara de Diputados asaltada por incendiarios a caballo, su complacencia ante las manifestaciones con armas en alto, su negativa a obedecer órdenes que no emanen "del pueblo" (sea eso lo que sea y sin que sepamos cómo y dónde habla) cuando no le gusta el dictamen de un juez. En el mismo sentido va la negativa del procurador Bátiz a atender "abogados güeritos" y, en cambio, perder con enorme gusto casos a propósito mal armados contra corruptos morenitos del PRD, que tienen acceso, no tan misteriosamente, a expedientes confidenciales de la Procuraduría capitalina y los hacen públicos sin padecer las consecuencias señaladas por la ley. No es sólo el jefe de gobierno y su equipo. Los mexicanos hemos hecho apología de la violencia de mil maneras, desde la estúpida letra del Himno Nacional, patriotera, belicosa, ramplona, incomprensible porque ya nadie sabe qué sea un "bridón" y si algo no tenemos son cañones, hasta la Historia de México como cine de charros. De la Independencia destacamos las turbas de Hidalgo, destinadas al fracaso pero prestas al linchamiento y al incendio; las ejecuciones sin juicio de civiles desarmados porque, respondió "el Padre de la Patria", no eran necesarios tales juicios "pues yo sabía que eran inocentes". Luego de una larga dictadura, México realiza elecciones libres y gana abrumadoramente Madero. Antes de un mes tiene un levantamiento armado porque "no ha cumplido" y el golpista no está hundido en el oprobio, sino elevado a la gloria histórica: Emiliano Zapata.
Negamos las evidencias más claras: que la independencia se firmó en 1821 con una negociación conciliadora de las partes y sin disparar una bala; que la Revolución de 1910 creó más pobres y nos hizo uno de los países con más injusto reparto de la riqueza, aun dentro de la injusta América Latina; que desde niños se nos enseña a admirar el desprecio por la ley: un político pobre es un pobre político, la frase de Hank González resume ese desprecio; los desplantes de López cuando un juez le dicta fallo en contra son expresión del mismo defecto nacional.
Que fueron los narcos investigados quienes azuzaron a la turba (y quizá plantaron en las mujeres el rumor de los niños robados) tiene fuertes evidencias. Y que la policía capitalina no actuó por sus posibles ligas con el narco, cuando hasta la delegada cae bajo sospecha, tampoco es remoto. Pero nada habría ocurrido si las autoridades no hubieran dejado en completa impunidad todos los linchamientos multiplicados desde la asunción de López al poder. Es la certeza de la impunidad lo que llevó a la turba sanguinaria a ni siquiera cuidarse de no aparecer en cámaras.
Pero ésos apenas son detalles. Pensando mal, el narco ha penetrado población y fuerzas de seguridad. Pensando bien, el fondo lo da el "trauma de Tlatelolco": el recuerdo de aquella tarde lleva a que ninguna autoridad se decida a emplear fuerza alguna, ni siquiera la indispensable, por el terror a quedar incluida entre los malvados. La ironía será que, como Edipo queriendo escapar del oráculo, por omisión reciban la condena que buscaban evitar.
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