Revolución y pobreza
columna: «la calle»
La Revolución Mexicana no trajo un mejor reparto de la riqueza: México es un país con mayores desigualdades sociales que Chile, Argentina, Uruguay o Costa Rica, donde no hubo revolución y la pobreza no alcanza los niveles de miseria degradante que vemos aquí; no trajo mayor democracia, porque luego de matarse los cabecillas todos contra todos, destruir la economía del país y cancelar toda inversión durante diez años, tuvimos por setenta años un régimen de partido que imponía su voluntad con mayorías aplastantes, sordas a toda argumentación, prestas a levantar el dedo a la voz de mando; no tuvimos siquiera la primera reivindicación de los alzados: Sufragio Efectivo, votación respetada, pues no hubo un sistema electoral confiable y respeto al voto sino hasta mediados de la década pasada, ya para terminar el siglo que había empezado con las primeras inquietudes revolucionarias; no hubo reelección abierta, pero la hubo disimulada porque los presidentes eran electores del sucesor. ¿Qué festejamos, pues, el 20 de Noviembre? Nada. Es una costumbre y un horrible desfile de burócratas gordos obligados a vestirse con ropa deportiva. Se entiende sólo bajo la caricatura de historia creada por el priismo para darse la estafeta de Hidalgo, Juárez y Madero en saltos de 50 en 50 años. Una Historia de buenos y de malos donde el PRI representaba la herencia de los buenos. El festejo no tiene explicación alguna bajo regímenes no priistas, y ni siquiera bajo el PRI convertido en un partido político más.
Peor aún: de la Revolución nos viene la falta de certeza en la propiedad, sea de la tierra o de las inversiones, y de esa volatilidad, del temor constante al edicto autoritario que despoja a unos para entregar a otros, viene nuestra pobreza endémica; de la Revolución sacamos la idea de que el gas está mejor bajo tierra, pero a cargo de "la Nación", que extraído por particulares que crearían empleos; las ocupaciones de tierras, la entrada a caballo a la Cámara de Diputados para incendiar puertas, los machetes contra la construcción de un aeropuerto en tierras estériles y salitrosas (que así siguen y así seguirán), la convicción de que los buenos no están obligados por leyes ni por reglamentos de partido porque son la voz del pueblo: toda esa herencia revolucionaria nos hace dar vueltas a la noria de la pobreza.
En la izquierda rechazamos la Revolución de 1910 como a un falso profeta porque esperábamos la verdadera Revolución, como se espera al Mesías: un momento en que la Historia, con mayúscula, alcanza su clímax y cesan las tensiones: el Reino de Dios en su expresión laica. De ahí la inmediata simpatía por toda violencia contra la autoridad: el alzamiento armado, las bombas, el terrorismo, las balas. Nuestra formación nos dice que son los pobres reclamando sus derechos. No es así. No lo fue en la Revolución de 1910, conducida por el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, y el profesor y mediano terrateniente Obregón. Las masas, puestas por Villa y Zapata, volvieron a su pobreza cuando no supieron pescar en río revuelto ni trepar al amparo de la bola. Luego sirvieron para murales, cine y novelas.
Terrorismo
Hoy el terrorismo representa la misma tentación para cierta gente autodefinida "de izquierda". Es el rostro de la Revolución en este siglo. De nuevo, se ve en el terrorismo, como en las revoluciones, una causa de los pobres. Pero la pobreza no es la causa del terrorismo islámico, tampoco la ignorancia. En varios análisis se observa que se trata mayoritariamente de hombres, jóvenes, clase media o alta, con educación superior, que "frecuentemente poseen grados en ciencia o ingeniería", afirma Ibn Warraq autor de un famoso y condenado libro: Por qué no soy musulmán. En su artículo de Free Inquiry abril/mayo de 2004 cita al ayatolá Jomeini: "No creamos una revolución para rebajar el precio de los melones". A continuación, un extracto de los planteamientos de Warraq.
No es la existencia de Israel la causa del terrorismo islámico. Lo precisó un clérigo egipcio, Wagdi Ghuniem: "Supongamos que los judíos dijeran: Palestina es suya, tómenla. ¿Qué responderíamos? ¡No! El problema es de creencia, no de tierra". Lo aclara Irfan Jawaya en el mismo número: "Un musulmán creyente rechaza al no creyente como tal". Tampoco es la causa la política exterior de Estados Unidos, sigue Warraq. "Si algo ha hecho la política de EU hacia el mundo árabe y musulmán antes de 2003 ha sido acomodarse a los intereses musulmanes: sus armas protegieron a los afganos de los soviéticos, a Arabia Saudí y Kuwait de Irak, a Bosnia y Kósovo de Yugoslavia. Y ¿qué tuvo que ver la política de EU con la muerte de 150,000 argelinos a manos de fanáticos del islam? Son 15,000 muertos por año durante una década, una atrocidad de las Torres Gemelas cada dos meses y medio durante diez años, sin lazo alguno concebible con la conducta estadunidense". Nos recuerda que las principales víctimas del fundamentalismo islámico son los propios musulmanes: hombres, mujeres, niños, escritores, periodistas, intelectuales. "Por desgracia, los liberales y humanistas occidentales encuentran esto difícil de aceptar. Son patológicamente nice: creen que todos piensan como ellos." Suponen que la humanidad tiene los mismos deseos y metas. Pero la meta del fundamentalismo islámico es reemplazar la democracia liberal de Occidente por una teocracia islámica en la que cada acto de cada individuo esté regulado por el Corán, libro con respuestas para todas y cada una de las tareas cotidianas: cómo lavarse esto y aquello, cómo y cuándo realizar cada acto habitual.
¿No fue ese control de la vida cotidiana lo que buscó en algún momento el poder soviético? ¿No fue eso la Revolución Cultural china? Si Dios los hace y ellos se juntan: quienes todavía no ven la tiranía castrista, celebran el terrorismo aunque lamenten algunos de sus naturales excesos.
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