El cerebro y la cebolla

publicado el 30 de septiembre de 2002 en «Milenio Diario»
columna: «la calle»

 

Vemos a los seres humanos cantar y bailar, componer poemas de gran belleza, inventar los instrumentos musicales más melodiosos y combinarlos en arreglos que producen éxtasis... y luego van y se matan. El tesón y la inteligencia que les sirve para desarrollar hermosas voces, habilidades técnicas y artísticas en los límites del cuerpo, para enviar satélites a levantar mapas topográficos de Marte y escudriñar los confines del átomo, un buen día les sirven igualmente para aniquilarse entre sí con los métodos más sofisticados: bombas guiadas por luz de color tan puro que no existe en el universo sino por creación humana, aviones que superan la velocidad del sonido en sus misiones bélicas, computadoras que realizan millones de operaciones por segundo para calcular de manera precisa la destrucción más eficaz. ¿Por qué? Hoy que suenan tambores de guerra y en nuestra especie primate los machos alfa se enseñan los dientes y pegan con las manos contra el suelo, viene a cuento la pregunta.

La respuesta es bien sabida: porque el cerebro humano evolucionó como una cebolla. Esto significa que dentro de nosotros, en lo más profundo de una cabeza augusta que atisba los confines del universo, sigue vivo el receloso cerebro del reptil que una vez fuimos: atento y vigilante a lanzar la orden de embestir que fulmine al agresor o a la presa. Allí está, glacial, impasible, calculando los movimientos ajenos.

Al cerebro del reptil lo recubre una capa de células que poseemos en común con todos los mamíferos: es el cerebro que cuida a sus crías pero es feroz con las ajenas; es quien dicta que seamos una especie territorial, como lo son perros y lobos, tigres y leones. Por este cerebro el león lame a sus cachorros y devora los de otro león. Es el cerebro que inventó el juego, el retozo, que no son sino el ensayo de la cacería futura. Lo tenemos íntegro, completo, con las mismas funciones que desempeñó hace 50 millones de años.

Tenemos también el cerebro primate, el que establece rangos y jerarquías por medio de signos y símbolos, el que hace sociedades y las corona con un jefe, jefe que dura hasta que otro lo mata. El cerebro primate inventó las herramientas, como se observa en los monos que emplean varas para atrapar termitas y comerlas, piedras para romper nueces duras.

Somos lo que fuimos

El cerebro es todavía el muestrario de lo que fuimos porque la naturaleza no desperdicia nada: las ballenas tienen los huesos de las que fueron sus patas terrestres ocultas por sus aletas, los murciélagos tienen sus dedos extendidos hasta formar la estructura de las alas, pero son los mismos huesos, sólo alargados decenas de veces. Nada se tira, todo se recicla en el mundo vivo. La evolución avanza recubriendo, estirando, acortando: estiró los dedos del murciélago y acortó los de ballenas y delfines, recubrió las estructuras cerebrales viejas, productoras de los instintos más ciegos, con nuevas capas de neuronas.

Luego, un cierto primate africano inventó la cacería en grupo, la alimentación carnívora, el lenguaje para guiarse en el ataque a la presa. La mejoría en la alimentación y la mutación ciega produjeron otra capa más de neuronas: el neocórtex o corteza nueva. Con ella producimos sonetos y sinfonías, escribimos Edipo Rey y Don Quijote de la Mancha; con el neocórtex descubrimos las matemáticas, desarrollamos el álgebra y los números transfinitos, vislumbramos la unidad del tiempo y del espacio, la esencia de la materia y de la luz.

Pero el cerebro reptil sigue tan vivo como hace 200 millones de años. Dominado con esfuerzo, obligado al diálogo y a la negociación, el reptil exige de vez en cuando su satisfacción completa, y tenemos la guerra, el crimen, el fanatismo, la intolerancia religiosa (que se da en todas las religiones), el miedo, las supersticiones, el placer de matar y lanzar luego, sobre la víctima aplastada, el mismo rugido que echaron al aire los dinosaurios.

Por eso, en vez de sólo cantar, bailar y trabajar, como hacemos tan bien, todos los días abrimos las compuertas del infierno para alimentar al reptil, al mamífero, al primate, a todo lo que fuimos y seguimos siendo.

¿Es irremediable? No, de ninguna manera lo es. Pero, al igual que la persona que no se acepta alcohólica o irascible, lo peor que podemos hacer es negar que las distintas capas de cebolla que conforman nuestro cerebro están allí, vivas y pidiendo su pastura. Conocer el problema es la primera parte de la solución.

Simulación del 11–S

Ingenieros en computación y científicos de la Universidad Purdue han creado la primera simulación que emplea principios científicos para estudiar en detalle lo que pasó cuando el Boeing 757 se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Por cada segundo de simulación se debieron resolver millones de cálculos, así que crear cada décima de segundo del choque llevó 95 horas de computación en una supercomputadora.

Así encontraron los investigadores de Purdue que la estructura del avión causó poco daño: "A esa velocidad es como el pellejo de una salchicha", dice uno de ellos, y tanto la explosión como el fuego resultante posteriormente tampoco fueron los factores dominantes del daño. "El modelo indica que los efectos más dañinos procedieron de la masa moviéndose a alta velocidad". Si recordamos nuestra Física de prepa, tenemos que la masa aumenta con la velocidad. Fue como el golpe de un río gigantesco contra el edificio de concreto. La gran diferencia en los daños resultantes, muy localizados en comparación con la total destrucción de las Torres Gemelas del WTC, la hizo el concreto reforzado del Pentágono, que es resistente al fuego, a diferencia del acero estructural de las torres, y además puede absorber mucha de la energía kinética del impacto, otro aspecto en el que el acero está en desventaja.

 

la talacha fue realizada por: eltemibledani

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