Nacionalismo
columna: «la calle»
Si por nacionalismo entendemos el "apego de los naturales de una nación a ella y a cuanto le pertenece" es difícil encontrar la manera de no ser nacionalistas porque, siendo animales territoriales, ese apego nos llega con la infancia.
Pero el PRI hizo del término algo más útil. Con los regímenes posrevolucionarios, el uso oficial del término hizo del nacionalismo un gobiernismo intocable. Decir que el subsuelo era propiedad del gobierno habría levantado protestas inmediatas de la población. Pero no cuando se dijo que era propiedad "de la nación". Y estando la nación representada por el Estado y el Estado por el gobierno, todo cuanto cayera bajo el manto de esa expresión, quedó amurallado contra toda intervención del pueblo mexicano: un mexicano de carne y hueso no podía explotar una mina ni un pozo petrolero, tampoco poseer compañías ferroviarias o productoras de electricidad, y alguna vez tampoco bancos, telefónicas ni aeropuertos. Nada de eso podía pertenecer a un mexicano porque era de todos y ese "todos" era el gobierno.
Atentar contra este dogma estatal era una forma de traición a la patria.
Los resultados fueron que, por decenios, México ha rechazado el ingreso de capitales extranjeros, se ha negado a abrir fuentes de trabajo y dejó pasar las oportunidades que hicieron de varios países asiáticos, más pobres que México, países ahora ricos. Y eso en apenas los 30 años que llevamos discutiendo esa concepción priista del nacionalismo.
El PRD, constituido ya casi exclusivamente por ex priistas, ha hecho suyo ese viejo dogma. ¿Por qué debemos conservar las empresas paraestatales en manos del gobierno? Porque hacer otra cosa es atentar contra la nación. ¿Hay comprobación de eso? No, es un acto de fe.
Un ejemplo
Es evidente que la rebeldía de las compañías petroleras, ante las leyes laborales mexicanas, para 1938, era ya intolerable. Pero también que las demandas obreras, cuyo incumplimiento fue el origen de la expropiación por el presidente Cárdenas, incluían una totalmente antidemocrática sindicalización forzosa. Esta demanda se inscribía en el proceso de adscripción orgánica al régimen gobernante, de corporativización que el presidente Cárdenas afianzó. La sindicalización forzada iba amarrada a la cláusula de exclusión, infamia que perdura en la legislación laboral vigente y consiste en el despido ipso facto del obrero que el sindicato expulse. La cláusula de exclusión doblega al trabajador ante los líderes sindicales, pues toda disidencia conlleva no sólo la expulsión del sindicato, sino el despido de la empresa por aplicación de la cláusula. Es el pilar indispensable del sindicalismo corrupto.
La expropiación, con la que el gobierno mexicano respondió a la renuencia de las compañías extranjeras, puso en manos del gobierno (se dijo "de la nación") la enorme riqueza petrolera del país. Y el resultado fue el imperio levantado por los líderes petroleros en los siguientes 30 años, culminado por la Quina con sus matones, venta de plazas y sujeción absoluta del trabajador petrolero.
Las empresas propiedad del gobierno, a diferencia de las particulares, no poseen propietario, sino administradores que cambian con el régimen. Así vimos en el pasado saltar a un compadre de ferrocarriles a labores petroleras y luego a culturales. No siendo dueños, únicamente un nacionalismo de santo les habría impedido lucrar con la empresa paraestatal a su cargo.
Corrupción existe en la empresa privada y en la pública. Pero la corrupción del propietario busca beneficios, fraudulentos, para su empresa. La corrupción en la empresa pública, "propiedad de la nación", sólo ve por el beneficio del funcionario que debe estampar su firma. Pretender un aumento de precio en los tornillos que un proveedor le vende a una fábrica privada lo hará confrontarse con la competencia. Vendérselos al triple a Pemex es la más fácil de las tareas, pues basta con pasarle un porcentaje al encargado de compras.
Pero los discursos que urden los herederos de Echeverría, en el PRI y en el PRD, cuando se propone que los ciudadanos compren las empresas estatales, nunca nos ahorran la referencia al nacionalismo. Aunque en muchos casos signifique lo contrario y vaya contra los intereses de la nación, como ocurre con el veto a invertir en la generación de electricidad.
Informe
El informe presidencial (o el Informe Presidencial, con voz engolada) es una reliquia del viejo régimen, tan tedioso como la Hora Nacional, también con mayúsculas (no sé si aún exista) que, decía un viejo y socorrido chiste, unificaba a los mexicanos porque todos apagábamos al instante el radio.
Ya el mismo PRI había eliminado el ceremonioso besamanos posterior al informe, así como los papas eliminaron por propia voluntad la silla gestatoria en la que, a hombros de guardias suizos, daban la vuelta por la plaza. El horno de los tiempos no está para esos bollos.
Para el común de los mexicanos, las cifras en miles de millones carecen de significado y no sabemos si es poco o mucho lo dedicado a educación, a salud, a infraestructura. Un segmento de los pocos que ven la ceremonia se limita a esperar el mensaje final: siempre un recuento de buenas intenciones.
Pero lo más ridículo de la ceremonia de marras es La Respuesta. Resulta que, apenas acaba de leer el Presidente, cuando un diputado nos asesta 500 cuartillas de "respuesta" a lo que acaba apenas de escuchar. Es obvio, y lo ha sido siempre, que la respuesta era la loa a la figura presidencial, una colección de halagos elegidos por expertos en no decir nada durante una hora, pero encontrar todos los sinónimos que merecía el Único.
Hoy es sábado y los diputados deberán llegar a un acuerdo de último minuto para resolver una frivolidad: quién le dice al Fox todo lo que se merece. Así que, como en la ceremonia de los Óscares, es seguro que cada uno de los nominados tenga ya escrito su papelito. ¿No debería ser éste El Último Informe Presidencial?
Y que los presidentes, cuando tengan algo importante que decir, anuncien su aparición televisada en la fecha necesaria.
Aplauso
Un suspiro de alivio hizo estremecer al país: Santiago Creel y el Presidente al fin aprenden que ningún país se gobierna, ni se ha gobernado jamás, por consenso, esto es por el acuerdo de todos, y que los elegimos para gobernar a ellos, mal o bien, y no al PRI ni al PRD. Una cosa es tejer los acuerdos indispensables (lo que tampoco se les da) y otra pretender que nadie quede fuera.
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