El conocimiento

publicado en la revista «nexos»
# 269, mayo de 2000

 

¿Cómo podemos estar 100% seguros de que una prueba matemática no tiene error alguno? Elaborando una escrupulosa serie de requisitos que, una vez cumplidos, certifique la verdad. Es como fabricar un comprobador de verdades. Muchos científicos y filósofos se han hecho esa pregunta. Descartes intentó responderla con sus Reglas para la conducción de la mente.

David Hilbert planteó en 1900, al Congreso Internacional de Matemáticos, una lista de problemas sin resolver. El décimo de tales problemas era precisamente ¿podemos construir un procedimiento matemático mecánico que permita la comprobación de cualquier enunciado matemático? A los procedimientos matemáticos mecánicos los llamamos algoritmos. Consisten en una receta que cualquiera pueda seguir: sume éste por aquél, divida entre tanto y reste aquello es un algoritmo un tanto vago, pero más o menos esa forma tienen aun los más sofisticados.

Bertrand Russell, con Alfred Whitehead, se propuso resolver el asunto planteado por Hilbert y hacer por la aritmética lo que Euclides había hecho por la geometría. Axiomatizarla. Esto significa que, con unos pocos enunciados y reglas para trabajar esos enunciados, se podría establecer un método para asegurar que toda operación aritmética fuera certificadamente correcta. La tarea resultaba monumental. Publicaron los primeros tomos bajo el nombre Principia Mathematica.

Un joven matemático, Kurt Gódel, entonces desconocido, respondió en 1931 con unas pocas páginas donde probaba que, para todo conjunto de enunciados elegido, siempre habría una expresión para la que no se podría decidir si era verdadera o falsa. Dicho de otra forma: si quiero certificar la verdad de una afirmación la paso por un mecanismo comprobador. Este mecanismo está constituido de reglas como “haga esto”, “verifique aquello”. Bien, sean cuales sean las reglas que escoja, siempre podré encontrar un enunciado para el que mi máquina comprobadora no pueda responder si es verdadero o es falso. Y eso para cualquier conjunto inicial que elija.

En el caso particular de la aritmética, que era el intento de formalización iniciado por Russell, respondía Gódel: ningún formalismo de la propia aritmética podrá evitar que alguna expresión aritmética resulte incomprobable. Otra forma de decirlo: siempre encontraré por lo menos una expresión para la cual ninguna sucesión de reglas constituya una prueba.

O con la conclusión más general de Nagel y Newman: “Dado un determinado problema, podría constniirse una máquina que lo resolviese; pero no puede constniirse una máquina que resuelva todos los problemas” (El teorema ele Gódel p-123). Y en esta limitación queda incluido el cerebro humano.

Pero, con todo, hay algo que lo distingue de las computadoras más sofisticadas, y es lo señalado por Penrose: toda computadora sólo puede resolver problemas que se puedan exponer como una sucesión de pasos, esto es como un algoritmo. No otra cosa son los programas de computación, sino pasos. Pero hemos visto, en los ejemplos extremas citados, y en la actividad mental de las personas comunes, que el cerebro no sigue algoritmos y puede alcanzar súbitos accesos a una idea sin seguir reglas como las exigidas por la comprobación mecánica.

Para decirlo con palabras de Frege, figura esencial en la matematización de la lógica a principios del siglo XX: “Es posible, por supuesto, operar con números mecánicamente, así como es posible hablar como un perico: pero eso difícilmente merece el nombre de pensamiento” (P. Yourgrau, Gódel meets Einstein, p. 125).

Veamos dos problemas y su distinta solución por humanos y por computadoras que plantea Roger Penrose en The Large, the Small and the Human Mind (pp. 106-107). En un caso pedimos lo siguiente: “encuentra un número que no sea la suma de tres números al cuadrado”. Un humano debe calcular todas las combinaciones con los primeros números. Dependiendo de su habilidad y entrenamiento dará con la primera solución: 7. Eso lo hace una computadora en fracciones de segundo. Para ello le basta con seguir un programa de computación, una serie de procedimientos, en fin, un algoritmo.

Ahora pedimos: “encuentra un número impar que sea la suma de dos pares”. La computadora seguirá un algoritmo, algo así como “toma el primer número impar, divídelo entre 2, comprueba si ambos son pares. ¿No son’ Sigue con el siguiente impar. ¿Sí? Stop.

La computadora no llegará al stop nunca y seguirá rev isando por los siglos de los siglos números cada vez más inmensos. Una persona sabe de inmediato que la tarea es inútil: la suma de dos pares siempre es un par.

Inaprensibílidad de la conciencia

Si bien la descripción del cerebro es cada vez más minuciosa y conocemos mejor cada vía seguida por, digamos, tina percepción visual, la integración de esta imagen visual en el cerebro no es suficiente para explicar la conciencia. Si lo fuera, comenta jocosamente Penrose, entonces una cámara de video funcionando frente a un espejo tendría conciencia, pues está formando en su interior una imagen de sí misma. La conciencia sigue eludiendo el nivel anatómico. Así lo perfeccionemos hasta conocer cada fibra cerebral, nos deja con la misma pregunta: ¿cuál es la diferencia con una cámara que se ve a sí misma? Y la cámara, sin duda alguna, la conocemos hasta sus menores detalles. Por supuesto, hay niveles explicativos para los que la respuesta neurofisiológica es suficiente: los pulsos enviados para realizar la digestión, el control automático de la respiración y del latido cardiaco, la marcha, los reflejos. Todo esto se puede programar en una computadora y de hecho se hace en las salas de cirugía. Pero, “la formación de juicios, que afirmo es la impronta de la conciencia, es ella misma, algo sobre lo que la gente de AI (inteligencia artificial) no tendría ninguna idea de como programar en una computadora” (R. Penrose, mente nueva del emperador, p. 486). Por ejemplo, Gerald Edelman tiene algunas sugerencias acerca de cómo el cerebro podría trabajar, sugerencias que según él son no- computacionales. ¿Qué es lo que hace? Tiene una computadora que simula todas estas sugerencias. Luego, si hay una computadora que supuestamente las simula, entonces son computables (R. Penrose. TheLarge, theSmalland tbeHuman Mind, p. 126-127).

Y es precisamente esa formación de juicios, esa capacidad para distinguir o intuir verdad de falsedad, belleza de fealdad, lo que constituye la impronta de la conciencia para Penrose. Que la formación de juicios no sigue algoritmo alguno se comprueba en la propia experiencia del trabajo matemático. Una vez que hemos encontrado un algoritmo, el problema está resuelto. Pero el trabajo inicial, la búsqueda del método conecto para llegar a una solución válida, es una expresión no algorítmica de la conciencia. “¿Cómo sabemos si. para el problema a resolver, debemos multiplicar o dividir los números?

Para ello necesitamos pensar y hacer un juicio consciente” (Idem). Esto es. únicamente por una elección consciente, no algorítmica y por tanto no computable, puedo saber que el algoritmo (el prccedimiento) elegido, para una solución particular, es el conecto.

Seguimos entonces sin saber cómo juzgan los matemáticos que han alcanzado una verdad, cómo están seguros de una prueba. Pero el hecho es que la verdad matemática se construye a partir de elementos sencillos. Cuando se presenta, se hace evidente para todos.

Debemos “ver” la verdad de un argumento matemático para estar convencidos de su validez. Esta “visión” es la esencia misma de la conciencia. Debe estar presente donde quiera que percibimos directamente la verdad matemática. Cuando nos convencemos de la validez del teorema de Gódel no sólo lo “Vemos”, sino que al hacerlo revelamos la naturaleza no algorítmica del propio proceso de la visión (R. Penrose. La mente nueva del emperador, p. 493).

Así es como el descubrimiento matemático consistiría en un ensanchamiento del contacto con el mundo platónico de los conceptos matemáticos… Estos están allí, como está el Monte Everest. Sólo hay que “verlos” con un contacto directo, un camino que se establece entre el mundo físico y el mundo platónico.

Cuando el niño abstrae, de diversas cantidades de objetos, la noción de “número natural”, esto es, atando ya “cinco” no debe ir seguido de un sustantivo, “cinco pelotas”, sino que ha adquirido un significado abstracto, el niño ha realizado una tarea que no consigue ninguna supercomputadora.

Lo que Gódel nos dice es que ningún sistema de reglas de computación puede caracterizar las propiedades de los números naturales. A pesar del hecho de que no hay manera computable de caracterizar los números naturales, cualquier niño sabe qué son [...] Comprender lo que los números naturales son es un buen ejemplo de contacto platónico (R. Penrose. TheLarge, theSmall and the Human Mind. p. 116).

¿Cómo ocurre ese contacto? Polkinghome, otro físico (y ahora sacerdote y teólogo), propone que lo mental y lo físico se encuentran en una interfase, que es la conciencia (J. Polkinghome: The Quantum World, p.65). Esta interfase tiene características cuánticas que Penrose describe. Para seguirlo habría que comenzar por explicar al lector la superposición cuántica de estados y el curioso caso del gato de Schródinger. Eso me llevó 200 cuartillas, comenzando por Planck. Pronto estará en librerías el libro de donde tomé estos párrafos./p>

 

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