México era un país de prohibiciones
En su nueva obra, Otros días, otros años, el narrador regresa a la época que vivió como líder estudiantil y, luego, como preso en Lecumberri. A 40 años de aquel acontecimiento, esta novela recrea dramáticos episodios.
Alejandro Toledo
A cuarenta años del movimiento estudiantil de 1968 y su desenlace trágico el 2 de octubre, dos son las cuestiones que llaman la atención de Luis González de Alba: una es cómo logró tener el Consejo Nacional de Huelga ese poder de convocatoria en una comunidad estudiantil tan plural como era la universitaria y politécnica en los años sesenta, y piensa que fue una respuesta al medio social represivo, sofocante, que se vivió en esa década; y la otra tiene que ver con la cifra de muertos en Tlatelolco, que fue de miles (según Oriana Fallaci) o cientos (alrededor de 325, según el periódico inglés The Guardian) o 38, que es el número con el que se queda, guiándose por la lista que aparece en la estela conmemorativa colocada en la Plaza de las Tres Culturas.
Estas inquietudes llevaron a González de Alba a escribir la novela Otros días, otros años (Planeta, 2007), que es un regreso a la época que vivió como líder estudiantil y, luego, como preso en Lecumberri, donde bajo la tutela de José Revueltas redactó su crónica Los días y los años (Era, 1971), uno de los textos fundadores de la "literatura tlatelolca", reeditado ahora, en edición definitiva y revisada por el autor, bajo el sello de Planeta.
Explica: "Cuando salió Los días y los años, en febrero de 1971, yo todavía estaba en la cárcel. No era muy difícil sacar de Lecumberri materiales escritos, porque las revisiones eran mínimas, pero meterlos sí era una lata. Entonces habría sido un lío meter las pruebas del libro para darles el visto bueno, y no pude hacerlo. Hasta ahora es que lo he hecho, sin que haya realizado correcciones sustanciales; traté de no hacerme trampa, corregí sólo detalles mínimos, erratas o palabras que se capturaron de forma equivocada, sólo eso".
P ¿Cómo es su relación con ese libro escrito cuando usted tenía 25 años de edad?
R ¡No lo puedo leer! Una queja de los editores de Planeta es que mientras que de la nueva novela devolví las pruebas en dos días, en la otra me demoré y me demoré. ¡No la podía leer! Había una resistencia completa; me esforcé y aquí está, pero me costó mucho trabajo releerla. Implicaba estar metido de nuevo en una emoción de la que me he distanciado. Me ocurrió algo similar cuando visité el Memorial del 68, que no pude hacer el recorrido completo. Esas resistencias significan que no hay olvido.
P De ahí que haya vuelto, en el recuerdo, a esos tiempos.
R Sí. En la nueva novela me detengo en la relación que se establece entre el protagonista, que soy yo, y un amigo, preso común, mientras paseamos por lo que llamábamos, con eufemismo, el campo de juego de Lecumberri, que era un terregal espantoso. No estábamos en la misma crujía, por lo mismo no podíamos estar juntos más que en las salidas al campo de juego; esa separación, alejados los estudiantes de los presos comunes, nos salvó de conocer la verdadera cárcel, la de las pandillas, los asesinatos en la madrugada por cuestiones de drogas o celos, ese ambiente que describe Revueltas en El apando.
P Y a través de los diálogos con ese amigo, Pepe, el preso común, se vuelve a contar el movimiento estudiantil...
R Sí. A él le contaba su novia, cuando lo visitaba los domingos, que habían sido miles de muertos los del 2 de octubre y que los soldados arrastraban los cadáveres por las escaleras del edificio Chihuahua... Y yo le aclaraba: estuve en el Chihuahua, a lo largo de la balacera, y nunca vi ahí un soldado de uniforme, porque el edificio estaba tomado por la gente del Batallón Olimpia. Fue una gran confusión. Al oír la balacera, tirado en el suelo, pensaba que estaban matando a toda la gente. Ante esto, me decía, no queda nada vivo. Mi sorpresa, cuando me empezaron a visitar mis amigos en Lecumberri, fue que vivieran todos, y ninguno me contó de alguien específico que hubiera muerto ahí. No estoy negando que haya habido muertos, y muchos; fue una masacre, fue un crimen de Estado. Lo que parece que no entendemos es que es igualmente criminal matar a dos o tres que a cuarenta o a 400, es un crimen de Estado inusitado e imperdonable. Y pasa que cuando doy mis números, son muy mal recibidos. Desde mi experiencia, debo decirlo, no pude ver que muriera nadie, porque desde el principio nos exigieron que nos tiráramos al suelo. ¿De dónde saqué el número 38, que ha sido tan mal recibido? Lo saqué del monumento que mis camaradas sesentayocheros levantaron en Tlatelolco, un monumento que me parece horrible porque tiene forma de lápida, y ahí están los nombres de los muertos.
P ¿Es posible que el Ejército no supiera de la presencia del Batallón Olimpia, como lo apunta en la novela?
R Ahora me es completamente claro. Ahí me sorprendió que los del Olimpia se tiraran al suelo, pues el Ejército respondió los disparos y comenzaron a gritar aquello de "¡No disparen, Batallón Olimpia!". Desde Díaz Ordaz para abajo afirmaron que habíamos sido nosotros los agresores, y que el Ejército lo único que había hecho era defenderse. Esto último es cierto: el Ejército respondió ante los balazos que les llovían, pero no disparamos nosotros, fueron los del Batallón Olimpia. Dicen que tenían la orden de disparar al aire para dispersar el mitin, pero le dispararon a la gente. Los soldados no sabían de ese operativo, y por eso reaccionaron. Hubo muchos muertos, digamos, sin que sepamos cuántos, pero no fue toda la plaza.
P La otra pregunta que plantea el nuevo libro es cómo logró el movimiento estudiantil convocar a tanta gente.
R Yo digo que todo joven se sentía de alguna forma preso, hundido; México era un país de prohibiciones. Lo dijo bien Díaz Ordaz en su informe del 1 de septiembre: habíamos creído ser un islote intocado. Y sí, de ese islote intocado era de lo que estábamos hartos, todos, sin considerar ideologías. Había prohibición de cómo vestirte, cómo dejarte el cabello; no había conciertos de rock, las películas eran censuradas, algunas eran permitidas con cortes pero otras simplemente eran prohibidas. Y en el movimiento estudiantil todo el mundo, de izquierda o derecha, encontró esa libertad que nunca había sentido.
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