Barbas a remojar

publicado el 13 de octubre de 2003 en «Milenio Diario»
columna: «la calle»

 

El gobernador demócrata de California cayó por endeudar en exceso su estado. Le sucede un actor nacido y crecido en Austria, Arnold Schwarzenegger, un hombre que todavía habla inglés con acento germano. De aquí los mexicanos debemos sacar dos enseñanzas. Primera: nuestra csenofobia es absolutamente ridícula. Hasta no hace mucho era requisito ser mexicano por nacimiento para alcanzar en la UNAM el pomposo título de consejero universitario. Ignoro si semejante aberración continúe, a la par del racista lema: Por mi raza hablará el espíritu... y de mi raza serán los consejeros. ¿Se puede imaginar un "cargo" más mezquino? Bien, pues para serlo era (¿es?) necesario haber nacido en México. Y hasta la elección del 2000 los candidatos a la Presidencia de la República debían ser mexicanos por nacimiento hijos de mexicanos por nacimiento.

El nacimiento es un azar, nacemos donde el destino envía a nuestra madre y nadie elige ser "mexicano por nacimiento". Pero quien se nacionaliza mexicano toma la decisión consciente de optar por una patria que a otros nos cayó por casualidad. Quien se nacionaliza mexicano tiene infinitamente más mérito que quienes nos limitamos a ser paridos.

La otra enseñanza va para López Obrador y George Bush: dos cabezas de poderes ejecutivos (toda proporción guardada) que han endeudado sin misericordia a sus gobernados. En proporción, la deuda creada por los gobiernos perredistas del DF es mayor y más impagable que la creada por Bush.

La última de López

Como López Obrador hace días, también el 2 de octubre de 1968 pedimos "no caer en la provocación". Eran las seis y minutos de la tarde cuando un par de helicópteros lanzaron bengalas para ordenar el ataque. Desde el micrófono, el orador en turno pidió calma a la multitud: "¡Es una provocación, compañeros!", fue su reflejo inmediato. Se entiende en un joven de 20 años. Pero ya zumbaban las primeras balas y caían las primeras víctimas. La gente, sensatamente, trató de ponerse a salvo. La gran mayoría lo consiguió. A 35 años de distancia, los porros y provocadores infiltrados entre los estudiantes que marcharon en recuerdo de aquella tarde sangrienta el pasado 2 de octubre, asaltaron comercios, robaron, rompieron, destrozaron, humillaron transeúntes... ante la mirada impávida de la policía del DF.

Nos dice López Obrador que "no cayó en la provocación". Pero, además de no tener la inexperiencia de los 20 años, no pensó que incurría en un delito tipificado por el Código Penal en su Título Décimo, el referente a los "Delitos Cometidos por Servidores Públicos". Señala el Artículo 214, inciso III, que comete el delito de ejercicio indebido de servicio público, el servidor público que, por cualquier acto u omisión no evite un delito; el 215, referido a abuso de autoridad, tipifica ese delito al encargado de una fuerza pública que no actúe. Y que conste: nadie pide masacres, sino apenas el ejercicio de la fuerza necesaria para evitar delitos cometidos al abrigo de una marcha pacífica.

Cinco días después de mantener a la fuerza pública mirando el vandalismo, López Obrador lanza maquinaria pesada para destruir las viviendas miserables de 300 familias instaladas, y bajo amparo, en un área cuya posesión es, al menos, discutible. La ley es la ley, y si alguien construyó donde no le pertenece, debe salir, por la buena o por la mala. Pero, precisamente porque la ley obliga en primer lugar a las autoridades, si la justicia concede un amparo, el gobernante está obligado a respetarlo. A esa defensa ciudadana el nombre le viene precisamente de "amparo contra actos de la autoridad". Es un recurso del ciudadano contra los excesos de los gobernantes. Si el amparo es merecido o no, chueco o derecho, es otro asunto y se arregla en los tribunales. Si al juez que concede el amparo se le comprueba corrupción y venalidad deberá acabar en la cárcel. Pero no es la autoridad contra la que se levanta el amparo protector la encargada de dictaminar cuáles amparos respeta y cuáles no.

López Obrador piensa que su honestidad lo pone por encima de la ley. Está equivocado. Al fin criado en las madrigueras del PRI, supone que la honestidad es una virtud. No lo es. La honestidad es una obligación elemental de todo gobernante, bueno o malo, eficaz o torpe, inteligente o burro, está obligado a ser honesto. No lo está a ser competente. Si no da resultados, los ciudadanos lo castigarán en las urnas (o castigarán a su partido, cuando no hay reelección, como es nuestro caso) o lo echarán si hay un procedimiento como el de California. Pero no puede elegir qué mandatos del Poder Judicial acata y cuáles tira a la basura porque no le gustan. Si hubo corrupción al conseguir el amparo, López debe demostrarlo en los tribunales. Mientras tanto, como a toda autoridad, no le queda sino aguantar y seguir el litigio. Cuando debió emplear la fuerza legal, no lo hizo. Cuando tuvo enfrente un amparo en su contra, prefirió la fuerza ilegal. Contra Nissan o Viana o bancos, lo que quieran. Contra López Obrador, nada.

Bush y López Obrador

Como George Bush a escala planetaria, López Obrador en su ciudad se asigna el rol de último y definitivo juez. Ambas cabezas del poder ejecutivo se arrogan el derecho a dictaminar cuándo la ley obliga y cuándo no.

López no tiene el poder de Bush, pero tampoco reconoce la ley cuando le estorba: En la guerra de los pobres contra los ricos, López está con los pobres, nos repite a todas horas. A detener vandalismo no está obligado porque, después de todo, las agencias de automóviles, Viana, Oxxo y los comercios asaltados el 2 de octubre son patrimonio de "riquillos". Pero cuando los pobres le salen respondones y se le amparan, entonces, por encima del amparo que le ordena esperar, como Bush por encima de la ONU, decide que los jueces están equivocados o son corruptos o le caen mal y a él corresponde enmendar ese entuerto. Ya sé que la distancia entre ambos es enorme; pero lo único que le falta a López es poder, ganas, como a Bush, le sobran.

 



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