En las manos de Dios
Vamos a supones que es usted creyente: ¿no debería dejar en "las manos de Dios" a la persona mantenida con vida artificial? Son los grupos religiosos que exigen la perpetuación de esa "vida" quienes obstruyen la voluntad divina cuando mantienen vivo un cuerpo con base en respiradores, sondas alimentadoras, sondas excretoras. Esas intervenciones forzadas se justifican plenamente cuando se presenta una crisis que, una vez salvada, restituirá al paciente su vida. Yo vi a un querido amigo crucificado entre formidables aparatos de terapia intensiva: padecía una septicemia, una infección generalizada, que sin toda esa tecnología lo habría llevado a la muerte en cuestión de horas.
Años después fui enfrentado a decidir sobre lo mismo cuando, quien más quiero, necesitó respiración artificial por varios días o moría de asfixia. Mi decisión la esperaban los médicos en minutos. Opté por emplearlo todo, corriendo el riesgo de ni siquiera verlo morir conmigo, sino recibir el aviso en la sala de guardia. Ambos casos andan por allí por el mundo, sanos y salvos: superada la crisis infecciosa en un caso, la respiratoria en otro, el cuerpo tuvo tiempo para reparar los daños. No había garantías, pero el intento debía hacerse.
Todos los esfuerzos se justifican cuando hay una crisis que, una vez superada, devuelve la normalidad, Pero si el cerebro quedó irreparablemente dañado por una prolongada ausencia de oxígeno o por una infección viral que devoró pedazos; cuando la conciencia, la humanidad que hace persona a la persona, está apagada, mantener ese cuerpo inerte con vida artificial "es jugar a ser Dios", dijo Román Revueltas con una expresión que a muchos nos ha pasado por la cabeza: deben sentirse Dios, o el barón Frankenstein, para decidir que no ha llegado el momento de la muerte para un cuerpo muerto en todos aspectos: un aparato infla y desinfla los pulmones, otro mantiene el ritmo cardiaco de un corazón inerte, otro señala en la pantalla la línea recta de un cerebro muerto. Los egipcios empleaban momificación para dar vida eterna; nosotros, tecnología médica: aparatos de acero, aluminio y titanio relucientes para dar vida a muertos.
Cuando la conciencia persiste en un cuerpo, muerto para todo efecto práctico, la persona debe tener, sin duda alguna, la última decisión: un cuadriplégico, paralizado del cuello a los pies, puede optar por una silla de ruedas de alta tecnología y dar conferencias por el mundo a quienes padecen lo mismo, como el actor Christopher Reeve, nada menos que 'Supermán'. Otros, ante una enfermedad degenerativa, pueden seguir produciendo, con un cuerpo inmovilizado, física y astrofísica que el mundo aguarda expectante, como Stephen Hawking. Otro, como Ramón San Pedro, el caso real de 'Mar adentro', la desgarradora película española, pueden gritar que sólo desean la muerte: muy su derecho. Señala el abogado de San Pedro… (el de Ramón, pues), la notoria incongruencia de la ley que, cuando un suicida no alcanza su objetivo jamás lo procesa por intento de homicidio, pero sí a quien lo ayuda. Muera o no.
En estos casos de parálisis hay pleno uso de las facultades mentales, no de las corporales. Pero lo que nos hace humanos: la razón, la decisión, la libertad, está allí y, en el mismo caso real de Ramón San Pedro, vemos a la abogada, con los primeros síntomas de una enfermedad degenerativa incurable, no tomar a tiempo la decisión de no convertirse en maceta… y convertirse en eso, en lo que le producía terror… y preguntar, desde su silla de ruedas ¿qué Ramón?... Que es el momento, y no la muerte lúcida de Ramón, en que brotan algunas lágrimas en la sala de cine. No actuó a tiempo y ahora el esposo, sabiendo que ella había decidido morir, ya no puede hacer nada sin enfrentar graves cargos. Hechos reales que se repiten todos los días a lo largo y ancho del mundo.
En el caso de Terri Schiavo, inconsciente y alimentada por sondas hace 16 años, el esposo supo a tiempo cuál era la voluntad de ella. Los padres demandan, hasta en la Suprema Corte de los Estados Unidos, que no se respete la voluntad de esa mujer, expresada en mayoría de edad y pleno uso de sus facultades mentales. No deja de ser irónico que el apellido italiano del esposo signifique "esclavo". Y no es casual que, luego de 26 años de esclavitud cuidando a Ramón, su hermano mayor estalle en una diatriba donde le recuerde que "nos esclavizaste a todos, a mí, que deje de ir a pescar al mar, a mi esposa, a mi hijo". Recriminación particularmente injusta porque el pobre de Ramón lo único que les pide, a gritos, es que lo dejen morir, que ya no lo cuiden. Podrían tomarse unas vacaciones de él.
¿Tiene el Estado, un juez, derecho a esclavizar a una familia por los años que dure el bulto que es necesario mantener vivo? ¿A llevarla, además, ala quiebra porque el juez ordena, y el arzobispo también, pero ninguno cuida ni menos paga los gastos? No sabemos nada de la esclavitud de la familia Esclavo, la de Terri. Pero de Schiavo es esclavo, no hay duda. ¿Y cuánta gente más lo es?
Una ley sensata y humanitaria debería establecer que la desconexión de un paciente es obligada, por razones de caridad, cuando la pérdida de conciencia es irreversible, por ejemplo cuando desaparecieron partes del cerebro, como ocurre en casos virales, cuando un tumor destruye tejido cerebral o, como en el caso de Terri, si la falta de oxígeno dañó irreversiblemente la corteza cerebral "hasta nuevo aviso" (como dice Revueltas), o sea hasta que la ciencia pueda producir ese tejido. No es imposible si la investigación sobre células madre deja de tener los obstáculos que se le han levantado.
Pero los mismos que ordenan la esclavitud de Schiavo son los que prohíben la investigación genética que podría, en algún momento de este siglo, reparar el cuello de los Ramones, la atrofia muscular de los Hawking. Impiden la consumación de la voluntad divina (digo, para quien sea creyente en eso), cancelan el derecho a morir con el menor sufrimiento (digo, para todos) y, además, obstruyen la investigación médica que podría ofrecer, no desconexión y muerte, sino alternativas terapéuticas en unos años. Y eso que defienden la vida, qué tal si no...
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