Nostalgia de la tiranía
año 2001 # 458
columna: «un vaso de agua»
Los humanos hemos pasado una buena parte de nuestra historia proponiendo utopías maravillosas, padeciendo los resultados y añorando luego —arrepentidos del ensayo libertario— la antigua tiranía derrocada. Ejemplos sobran la Revolución Francesa y el Terror; la Revolución Rusa y su Gulag; la colectivización forzada de la tierra, en Rusia, y los millones de campesinos muertos, unos por resistirse a la colectivización y otros de hambre por el fracaso posterior del plan agrícola de Stalin; la industrialización forzada en China, con leva de millones de campesinos que dejaron de sembrar, y el hambre consecuente que llevó a practicar canibalismo en la escasa carne de los muertos; la Revolución Cubana y los campos de reeducación para quien cayera bajo la clasificación de "antisocial", la falta de prensa, partidos y de todas las libertades que Castro, alguna vez el héroe que derrocó al tirano, considera "burguesas".
Nuestra propia utopía tampoco fue maravillosa. La Revolución Mexicana produjo al PRI, con su presidencia absoluta, su disciplina en el reparto del poder como vía a la riqueza. Así llegamos a ser uno de los países más corruptos del mundo. Los procedimientos mismos, para cualquier asunto, fueron concebidos de tan alambicada manera, con vericuetos tan engorrosos y sin salida que únicamente por la corrupción pueden resolverse. Más aún, la corrupción es indispensable porque la maquinaria administrativa no funcionaría si no recibiera la descarga de trabajo que le brinda la corrupción. Ningún trámite saldría si todo se arreglara en la ventanilla correspondiente.
Suprimir al contrario
En Historia y utopía, afirma Ciorán que «todo hombre que ama a su país desea en el fondo de su corazón la supresión de la mitad de sus compatriotas». Cierto, y en ocasiones lo intenta para fundar una utopía. Hitler casi lo consigue y, en días recientes, para asombro del mundo, un judío en TV acaba de exigir la misma "solución final" para el problema palestino «Sí queremos la "guera"», dijo en castellano aunque sin pronunciar la rr, «debemos acabar con todos los árabes». Éste es un pensamiento que ha existido desde que somos humanos y aun antes de que lo fuéramos deshacernos de los diferentes, de los que tienen otra religión, otra manera de pensar, otras expresiones sexuales. En pocos países el temor a lo extranjero alcanza los niveles que pueden observarse en México.
La enorme desgracia de la humanidad actual es que ahora es posible llevar a cabo esa utopía terminar con todos los enemigos, con todos los que piensan o actúan distinto. Fumigar el planeta para acabar con los réprobos. Fue un objetivo inalcanzable con palos y piedras, comenzó a ser posible con las armas de fuego y los cañones. Hoy abunda la tecnología para matar en masa y está al alcance de muchos dispuestos a encontrar "soluciones finales".
En México tenemos el brote de grupos que plantean el advenimiento del nuevo paraíso. Predican con las armas y asesinan a quienes resisten la nueva fe. Son pocos y débiles. Pero también lo eran los nazis cuando nadie en Alemania los consideraba dignos de atención. Y también predicaban una utopía una Alemania mítica, un Tercer Imperio que duraría mil años. Nuestros utopistas son quizá más ambiciosos y no ponen término al reino que piensan instaurar con los argumentos de las armas y el convencimiento de una bala ante la réplica. Ya mataron cuando un joven profesor arrugó y tiró un volante con el llamado a la guerra. Parecía un evangelio terminado hace un cuarto de siglo. Pero renace y, sorprendentemente, como los crímenes de ETA en el país vasco, encuentra eco entre los pacíficos.
«No hay paraíso más que en el fondo de nosotros mismos», dice Ciorán, y concluye que para encontrarlo falta «que hayamos recorrido todos los paraísos, los realizados y los posibles, haberlos amado y detestado con la torpeza del fanatismo, escrutado y rechazado después con la pericia de la decepción» (Ídem).
Pero quizá podamos alcanzar esa pericia de la decepción experimentando en cabeza ajena. No es necesario que impongamos la colectivización forzada del país y pasemos sus consecuencias de hambre y canibalismo, para alcanzar la conclusión elemental de que no era ése, tampoco, el camino.
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