Luis González de Alba: el inclemente

publicado el 05 de octubre de 2016 en «Andar y Ver»

autor: Jesús Silva-Herzog Márquez

 

Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.

Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. "No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien..."

Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título "La izquierda terrorífica". Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.

Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.

 

la talacha fue realizada por: eltemibledani

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