El barco era él

publicado el 04 de octubre de 2016 en «Milenio Diario»

autor: Nicolás Alvarado

 

Me ocuparé de lo verdaderamente importante. No de las notas sensacionalistas o de las especulaciones estériles sino de intentar comprender —algo en lo que él puso tanto empeño y hoy tantos (trátese de este asunto o de otros) tan poco— quién fue Luis González de Alba, qué representó incluso para quienes nunca lo conocimos sino a través de su escritura.

El epígrafe es de Cavafis —o de Kavafis, como transliteraba él, con el conocimiento del helenista que también fue— y pertenece, cosa curiosa, a un poema temprano: "Siempre llegarás a esta ciudad. A otras ni esperes, no hay barco para ti...". Se llama "La ciudad" y habla de la imposibilidad de migrar a una ciudad "mejor que ésta", de volver a empezar, de huir hacia delante:

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.

La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles...

¿Cuál es esa ciudad que es prisión? ¿La villa amurallada que constituye uno mismo? También, y es de suponer que ese encierro —otros días, otros años, otra cárcel de la que nunca habrá amnistía— terminara por resultar invivible para un González de Alba que concluyera el libro que toma su título de aquel epígrafe de Kavafis —No hubo barco para mí, publicado en un recentísimo 2013— con estas palabras:

... no llegué en ese análisis, ni en otros anteriores, a la respuesta: ¿cuándo fui derrotado y cómo? Esperaba la respuesta de [mi psicoanalista] Enrique; pero sé [...] que Enrique no tiene la respuesta. La tengo yo. Pero me cae que no la sé.

La respuesta habría estado, pues, en él, como siempre debería estarlo para todos. Pero me atrevo a afirmar también que esa ciudad irrespirable —la propia y, ¡ay!, inescapable— hubo de confundirse con esa otra polis en que viviera González de Alba y en la que seguimos meramente sobreviviendo los mexicanos. Polis nada polie, además —permítaseme el retruécano galizante ya sólo porque quiero creer que él lo habría celebrado—, es decir ayuna de formas de convivencia civilizada, lo que puede traducirse como maleducada pero también como nulamente ciudadana. Luis González de Alba vivió en una ciudad gobernada por un nacionalismo revolucionario no sólo arbitrario y atrabiliario sino caótico, ése que lo refundiera sin debido proceso como a tantos en Lecumberri, ése en que acaso ni siquiera el Ejército supiera de la existencia del Batallón Olimpia, y ése en que las autoridades delegacionales otorgaban la licencia necesaria para operar un bar gay menos por observación de la regulación del uso de suelo que por ser su dueño colaborador del entonces temido diario La Jornada. Luis González de Alba, que hacía ostentación oronda y abierta (pero no por ello menos elegante) de su identidad homosexual desde tiempos en que no era moda, debió soportar que para ello su voz debiera ser supeditada a una línea ideológica y a un caudillo, hasta que no pudo (o, mejor, no quiso) más y decidió volar solo sobre el arcoíris. Luis González de Alba sobrevivió a una militancia de izquierda dogmática, intolerante y acomodaticia, ésa que acusó prácticas manifiestamente discriminatorias de las sexualidades alternas a la norma (el relato de su asistencia a una proyección de Teorema de Pasolini en compañía de otros activistas del 68 es a un tiempo desternillante y desmoralizadora), ésa que sigue sin romper con los vicios acríticos del estalinismo, ésa que secuestró su relato personalísimo de los hechos del 2 de octubre de 1968 para mejor servir a la versión oficial de quien se erigió en su vocera, ésa que censuró en repetidas ocasiones su intención de hacer autocrítica desde el propio órgano de comunicación hasta terminar por expulsarlo de sus páginas, y que nunca le perdonó su negativa a hacerle el caldo gordo a su santón.

Atado a esa ciudad en México como en Santiago de Chile, en París como en Guadalajara, Luis González de Alba ejerció la verdadera resistencia civil pacífica, que no consiste en promover reportes noticiosos que más tienen de panfletarios que de periodísticos, ni en organizar marchas con aparatos clientelares o tomar avenidas o televisoras dando voces histéricas con discursos que no respetan ni la retórica marxista de la que dizque abrevan, sino en asumirse ciudadano y vivir como tal, observando la ley y enarbolando la moral, aprovechando cada espacio que le era disponible (y abriendo nuevos cuando se le cerraban) para fomentar no el pensamiento único sino la unicidad —la absoluta originalidad— de las ideas que se alzan tras el discurso de cada individuo que se atreve a dialogar, es decir a hablar pero también a escuchar.

Si no hubo barco para Luis González de Alba es porque el barco era él. Y los que hemos podido pertrecharnos en su casco reluciente le estaremos agradecidos mientras sigamos tratando de hacernos a la mar para fundar otra ciudad.

 

la talacha fue realizada por: eltemibledani

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