Tras el huracán, la noche de los zombis...
columna: «la calle»
“El químico Luis Manuel Guerra me cuenta los problemas de su hija residente en San José del Cabo durante y después del embate del huracán Odile. En la oscuridad, durante horas, sostuvo una puerta que parecía zafarse ante los vientos de 220 kilómetros por hora para proteger a sus niñas pequeñas. Cuando el huracán pasó, salió para encontrar un vecindario destruido, sin agua ni electricidad. Horas después se armó con palos, junto a sus vecinos, para proteger sus hogares de los saqueadores.” Sergio Sarmiento, Reforma, 19.IX.
La imagen recuerda La noche de los muertos vivientes: los humanos atrincherados en una débil casa contra el ataque de zombis que entran por donde menos se los espera. Genial en cine, repulsiva en la realidad, vergonzosa para los “orgullosos de ser mexicanos”: allí los tienen en todo su engreimiento, su menosprecio por el vecino: Canoa, Tláhuac, el hambre, la Revolución, Frida Kahlo, Zapata, Villa, las deudas que con nosotros tiene el mundo. Los zombis pasan la cuenta y roban a la vecina lo que salvó del huracán.
De tres investigadores que vigilaban una guarida guerrillera, dos fueron quemados vivos, en Tláhuac, por una multitud enardecida al grito de “¡hay robachicos!”, por madres convertidas en hienas a la defensa de unas crías que no faltaban. El cura del pueblo Canoa, en Puebla, repicó campanas y gritó: ¡Los comunistas! Bastó para que el pueblo bueno linchara excursionistas de la Universidad de Puebla y los persiguiera a machetazos. Nadie tuvo duda en cortar manos, brazos y cabezas.
Otro cura, Hidalgo, en 1810 no logró la independencia de México y ni siquiera la pidió en su grito la mañana del 16 de septiembre (no la noche del 15, en la que la Nueva España durmió tranquila). Retrasó once años la independencia, aterró simpatizantes con sus carnicerías sin sentido militar, perdió aliados, mató amigos, y el virreinato siguió su marcha hasta los acuerdos de paz sin sangre en 1821. El daño a la economía ya era irreparable.
Tras el paso del huracán en Los Cabos se explicaría el saqueo de agua potable, alimentos, fruta y verdura que de cualquier forma no iba a resistir sin refrigeración; empiezan a sonar a robo los cartones de cerveza. Pero ¿televisores y electrodomésticos? Pillaje vil, asalto a la ciudad sin defensores. Los militares contemplan: les hemos inducido temor: Podré acabar en la cárcel si impido que la señora se lleve tres televisores planos y presenta queja en Derechos Humanos por los jaloneos.
El pueblo mexicano lleva la avaricia a flor de piel. Baja California Sur es un estado con buen nivel educativo, analfabetismo inexistente, clases medias, turismo. Pero el pillaje comienza desde los taxistas: el servicio más caro del mundo impuesto con la arrogancia de quien sabe que no hay alternativa.
El mejor contraejemplo es la respuesta ciudadana, en el DF, al terremoto de 1985. Alabanzas merecidas. Hay dos explicaciones entre más: 1. Me está mal decirlo, pero hace 29 años éramos otros. 2. Nadie justificaba bloqueos de avenidas y carreteras (no creíamos en el derecho a molestar a terceros), ni las manifestaciones se convertían en actos de vandalismo con gente enmascarada para no ser reconocida mientras comete pillaje que ninguna ideología justifica: marchábamos en recuerdo del 2 de octubre y el 10 de junio sin daños al paso.
La Jornada tenía un año en 1985 y no teníamos por método excusar bloqueos, que no había, ni atracos inexistentes. Tampoco nos pasaba por la cabeza que fueran defendibles.
Además, fue muy disparejo el daño. Yo vivía en el DF y recuerdo que me despertó, dije: “Uf, estuvo feo” y me volví a dormir. Tenía electricidad y teléfono. Una llamada me avisó: “¡Se cayó Televisa!” No le creí, pero encendí la tele y no había señal. Vi por el balcón: ni una casa o un poste caídos, solo un silencio que aún me abruma. Supe que había zonas con derrumbes. Con mi amigo Ernesto fuimos a comprar palas y trabajamos en un edificio colapsado. A los tres días ya no nos dejaron seguir, el Ejército rodeaba. Explicación: había pillajes.
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