¡Tregua al Banco del Atlántico!
Los universitarios no tienen derecho a estacionamiento —dice la cajera del Banco del Atlántico—. De cualquier manera le voy a sellar su volante, pero es la última vez. Según parece el tal Banco se ve obligado a sufrir, por alguna razón desconocida, a los molestos empleados de la UNAM que lo atosigan cambiando cheques, depositando dinero, haciendo otras operaciones financieras igualmente irritantes y, sobre todo, quitando espacio y tiempo para atender a otras personas que acuden al Banco en calidad de clientes de primera.
Los universitarios no tienen derecho a estacionamiento porque la UNAM no maneja, a través del Banco del Atlántico, más que la nómina entera de sus empleados, si es que no la totalidad de los 10 mil millones de pesos anuales recibidos de la Federación, en cambio doña Falfurrienta —con seis ventanillas vacías a su disposición— tiene sus buenos dos mil pesos en cuenta de ahorros y diez mil en otra de cheques.
Además, por si fuera poco, los empleados universitarios son maleducados y revoltosos, como se prueba a continuación. La navidad pasada produjeron una verdadera tremolina en la sucursal Avila Camacho. Como es usual, el Banco abrió una ventanilla una para pagar los cheques de la UNAM y dejó las otras para los clientes. La cola en la primera creció, dio vueltas por todo el local, salió a la calle, desbordó la banqueta; mientras, en las otras, dos o tres personas eran atendidas con la característica amabilidad de las cajeras sin mal humor.
Pesados como son, los universitarios empezaron a protestar. Algunos abandonaron la inmensa cola y se formaron en ventanillas donde había una sola persona esperando.
—Los cheques de la UNAM se pagan en la ventanilla uno, señor.
—Pero, señorita, está usted desocupada, ¿no me lo podría pagar aquí? Mire nomás qué cola.
—Lo siento. Pase a la ventanilla uno.
Otros diálogos fueron más fuertes, aunque igualmente ineficaces, al menos hasta que dejaron de ser diálogos.
—Señorita, lea usted; aquí dice Banco del Atlántico, ¿verdad? Luego éste es un cheque del Banco del Atlántico. Aquí está mi nombre, Aquí mi firma y Aquí mi identificación. Haga el favor de pagármelo.
—Pase a la ventanilla uno. Allí se lo pagan.
—¡Se-ño-ri-ta! El Banco está obligado a pagarme mi cheque en cualquier sucursal de esta ciudad y, por supuesto, en cualquier ventanilla.
La cajera, una bonita muchacha con aire de Colegio María de Escocia y buen perfume, lanzaba chispas y apretaba los dientes. No era la respuesta de una empleada que acata órdenes, sino la de quien toma partido a favor de esas órdenes. Con voz gélida y ojos chisporroteantes de furia, muy bien vestida y peinada (como no es usual encontrarlas), repetía con exactitud la misma frase:
—Haga el favor de pasar a la ventanilla uno.
—¿Se da usted cuenta de que esto es ilegal? ¿De que es hasta un delito?
¡Se está negando a pagar un cheque en horas de servicio y al propietario perfectamente identificado!
—Pase a la caja uno.
La fila había permanecido a la expectativa y en silencio. En eso alguien pidió que se presentara el gerente. En un instante se deshizo la fila. Los que permanecían en la acera, a sol picoso y aire helado, entraron en tumulto. Los clientes de primera se asustaron. Se generalizaron los gritos, las protestas. Los policías, inquietos, se tocaban las pistolas para constatar que seguían en su sitio.
De pedir ventanillas y buen servicio se pasó a interrogar a los empleados sobre su frustrada sindicalización.
—¡Sindicato bancario! ¡Sindicato bancario!
La bonita no daba crédito. Por fin llegó el gerente, un pobre señor de traje muy usado y camisa corriente, torpe y en completo azoro. La bonita, en cambio, fijaba la vista en algunos que se la sostenían: "No te me olvidarás, maldito mugroso". El pobre gerente hizo dar servicio en todas las ventanillas.
El anterior y muchos incidentes similares cada quincena llevan a pensar que ya se le ha cargado demasiado la mano al Banco del Atlántico; si desde que el doctor Soberón inició su primer periodo padece la molestia de manejar tantos miles de millones y tantos clientes "atados", es tiempo de que el Consejo Universitario lo alivie de esa carga y, pasando la cuenta a otra institución —de preferencia no privada—, permita al Banco del Atlántico atender a su clientela con toda la cortesía que merece y que de seguro volverá a tener cuando los universitarios dejen de molestar con su multitudinaria presencia.
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