Estética de la fealdad
columna: «la ciencia en la calle»
Entre más feo más mejor
"Dime de qué presumes y te diré de qué careces", dice el conocido proverbio. El mexicano, perdido en el laberinto solitario de su falta de identidad, no acierta sino a expresiones autohumillantes o grandilocuentes: Monumentos grandotes y horribles a la "mexicanidad", que plagan al país entero, o los ojos bajos y el corazón contrito. En la desesperada búsqueda por darnos una imagen de nosotros mismos, imagen que buscamos en el exterior porque no la tenemos donde debería estar, en nuestro interior, hemos llenado el país de horrendos adefesios. La belleza de Janitzio pareció al nacionalismo hueco el mejor lugar para una enorme chimenea semihumana que hace de la isla un barco y refleja su estupidez en las aguas de Pátzcuaro.
Inferioridad—superioridad
Como todos los inseguros, ya lo dijo Adler en su teoría de los complejos, hablamos con voz estentórea de nuestra raza, sea eso lo que sea, la hacemos lema universitario o le levantamos grotescos monumentos en forma de pirámide, Morelos espeluznantes como el de la plaza de Cuernavaca, mamarrachos ecuestres como el de la esquina del Parque Hundido, Juárez excesivos a quienes los ángeles coronan de laurel, Patrias tetonas y gordas, Niños Héroes de gesto adusto, Hidalgos cabezones como el de la Liberación en Guadalajara.
Excepciones notables son los dos caballitos, el antiguo y el moderno, de Sebastián, la Diana Cazadora y otros contados monumentos en todo el país. Más adelante se bosqueja una idea para buscar explicación al hecho, pero el hecho mismo salta a la vista, y es que cubrimos nuestra precaria adolescencia tardía con todas las mentiras de nuestra historia, con todos nuestros héroes, siempre perdedores como requisito indispensable para ser héroes, convertidos en esperpentos por autoridades delegacionales y municipales.
Por la raza aria hablará el espíritu
Las feministas nos han enseñado a cambiar el género de una frase para descubrir el sexismo patriarcal que se oculta en las apariencias cotidianas. Cambiemos la raza en nuestro vociferante racismo: "Por la raza aria hablará el espíritu", supongamos que dice el lema de la universidad de Heidelberg. ¿No serían aplaudidos los manifestantes que le arrojaran pintura? ¿O el alpinista que se trepara a la torre rectoril para arrancar a martillazos esa declaración? Un monumento a la raza germana, a la germanidad, sea eso lo que sea ¿no sufriría toda clase de atentados plausibles? Pero en el pobre es dignidad lo que en el rico es prepotencia, digamos parafraseando el adagio sobre la borrachera y la alegría. "Deutschland über alles" nos parece racista, pero "como México no hay dos", es sólo un límpido nacionalismo. Es verdad, por cierto, pero una verdad de perogrullo porque tampoco hay dos como Guatemala o Nigeria, y se presta para el típico chiste en contrasentido: no hay dos... por suerte.
La estética indígena
Nada representa mejor los valores de una cultura extinguida, como el arte que nos deja. Es notorio que en las bellas pinturas y geniales esculturas de los pueblos mesoamericanos, la persona humana, el individuo, desaparecen bajo el peso de los ornamentos que indican su rango. Apenas las rodillas, los codos, pequeñas áreas de miembros tubulares y sin anatomía, sostienen la esplendorosa ornamentación. No hay gente, hay cargos: el Sacerdote, el Tlatoani, el Príncipe, el Señor. Por un camino estético exactamente opuesto al seguido por las culturas que descubrieron (¿o inventaron?) al individuo y le atribuyeron derechos hasta crear el Humanismo, nuestras grandes culturas ocultaron a la persona bajo los símbolos del cargo. Así desarrollaron una plástica monumental de asombrosa belleza que es un grado sublime del terror y la fealdad, como la Coatlicue, o los miembros despedazados y esparcidos de Coyolxauqui. El arte moderno, en buena medida busca estas vías; de ahí el alejamiento del gran público. En el remanente indígena de nuestro mestizaje, desaparecidas las culturas que elevaron el terror a belleza suprema, con gran éxito estético, nos hemos quedado tan solo con el cascarón, con una estética de la fealdad llana y simple, como la que nace de reproducir en plástico y a tamaño de llavero la pesadilla en piedra de la genial Coatlicue. No queda una obra maestra en pequeño: no queda nada. Es la fealdad simple con la que las autoridades nos mexicanizan.
Nuestros cuerpos
Esa fealdad la expresamos en nuestros cuerpos. El mexicano es un pueblo que no cultiva deportes (e infantilmente quiere medallas olímpicas, como exige universidad sin estudiar) porque aprendió de los artistas prehispánicos el desprecio a las formas corporales y el respeto por los ornamentos y las expresiones del poder. Los brazos fueron hechos para cubrirlos de hermosos brazaletes, las piernas para sostener el conjunto de joyas y penachos. Tampoco hoy su forma importa. La mayor parte de los deportes y todos los que se juegan en equipo, son creación de pueblos protestantes que los practican desde niños. La reciente moda, propia de las clases medias y altas, del fisico—culturismo, vino, como casi todas las modas, de Estados Unidos. Llegó con las preocupaciones por la alimentación sana, por la democracia, por la ciencia, con el frisbi, los derechos humanos, los estripers masculinos, la honestidad, las sex shops, el feminismo, el orgullo gay, las tiendas de productos naturistas, la table dance, los bares para hombres, los bares para damas, la disco, la patineta, la histeria antidrogas... y el empleo clasemediero de éstas: todo nos llegó en paquete, la mayor parte para bien. Al menos ya da vergüenza nuestra corrupción. Antes era natural.
Niños berrinchudos del PRI
Hasta donde la memoria alcanza, no ha habido una decisión del DDF unánimemente aplaudida, salvo la aplaudidísima recolocación de la Diana Cazadora en el Paseo de la Reforma. La sola mención de cambiarla otra vez, cuando se acaba de pagar su reinstalación, es digna de una señora ociosa y sin nada que hacer. O bien, es otro berrinche priista contra Manuel Camacho, a quien se le envían hasta leyes con dedicatoria a su infierno político.
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