Éxitos inexplicables: Bush y López
columna: «la calle»
No está mal que Bush junior asuma en los próximos cuatro años los costos de su enloquecida política económica y militar. Pareció gobernar con la convicción de que no obtendría su reelección y por lo tanto podía sentenciar "después de mí, el diluvio". Ese diluvio que habría debido capotear Kerry, ahora lo tiene enfrente. El enojo del mundo y la crisis económica interna deberá afrontarlos quien los produjo. De una remota tiranía hizo un nido de terroristas dispuestos a tomar venganza en el país invasor. De una economía curada de su eterna deuda, como la recibió, hizo el peor déficit. Un galope hacia la guerra lo precipitó a un pantano que parece cada día más peligroso que Vietnam. Bien, pues ahí tiene el panorama creado por él. A ver qué hace.
¿Cómo es posible que media población de Estados Unidos esté con un presidente cuyas mentiras han quedado expuestas en temas fundamentales, que despilfarró el superávit heredado de Clinton y lo convirtió en la mayor deuda sobre el planeta, agujero que amenaza con hundir la economía del país más rico del orbe? Fue posible con los mismos mecanismos que han hecho el éxito mexicano de López Obrador: pagando nuestros peores vicios, comprando popularidad por el conocido expediente de otorgar razón al "pueblo" respecto de sus mayores prejuicios; fomentando el pensamiento rudimentario y el fanatismo en todas sus expresiones; elevando la intolerancia a virtud cívica y religiosa. Ambos, Bush y López, son iluminados: a través del primero habla Dios; a través del segundo habla un dios laico: el pueblo. No una franja, no un segmento, ni siguiera una mayoría, sino El Pueblo, todo él.
Ambos llegaron con ilegalidades a cuestas: Bush con una votación popular inferior a la de su opositor demócrata y con serias sospechas de fraude electoral; López con amplias certezas de que no cumplía los requisitos de residencia. Ambos son conversos: uno descubrió la religión luego de una juventud alocada, otro descubrió la democracia. Ambos han hecho de esas palabras simples palancas para alcanzar sus fines: religión en boca de Bush o democracia en la de López son invocaciones para cancelar toda crítica. Ambos padecen psicológica urgencia por demostrarle al mundo que no son los tontos que parecían. Ambos buscan venganza: uno por el trato de hijo rústico de padre famoso, otro por el trato de oscuro priista en remoto pantano de Tabasco. Uno hace la tarea para su padre, el otro para quienes lo dejaban haciendo antesala.
Hay dos tipos de gobernante: el que dice todo lo que se desea oír, y el que, con visión de largo plazo, aclara, conduce y no pocas veces asume los costos de medidas impopulares aunque imprescindibles: Lula en Brasil, por ejemplo, con sus reformas a la seguridad social. En tiempos de guerra inminente, los políticos señalan las diferencias, recuerdan los agravios y hacen batir los tambores: quien no está con nosotros está contra nosotros, el enemigo de mi enemigo es mi amigo, los malos complotan contra los buenos porque son malos y tal es su esencia. Bush también es víctima de un complot: franceses, rusos, liberales y "enemigos de la democracia" deben ser desenmascarados.
Con el procedimiento contrario: señalar las similitudes y olvidar los agravios, Europa se ha convertido en una potencia unificada. Las guerras que la desgarraron le han enseñado a poner el acento en el reconocimiento de la diversidad, más que en la búsqueda de diferencias, que siempre será posible encontrar, destacar y subrayar cuando se busca discordia, lucha, combate, fronteras erizadas. Los otros son bárbaros, nosotros nos defendemos, es la misma expresión en todos los idiomas.
Es el pensamiento de Bush y de medio Estados Unidos: el granjero subvencionado de Alabama, el predicador de Oklahoma, la secretaria convencida de que Bush encabeza la cruzada contra el Mal. En México es el pensamiento de nuestros legisladores y el de López Obrador: un extraño enemigo acecha nuestros depósitos de gas, nuestro petróleo, nuestra electricidad. Sólo en manos del gobierno (es decir de ellos, que gobiernan) están a salvo.
Desaparición del fuero, ya: ley para todos
¡Religión y fueros!: vuelve a sonar el grito de la reacción cuando los liberales mexicanos del siglo XIX decidieron acabar con los fueros de que gozaban nobles, eclesiásticos y militares. Fuero significa "privilegios o exenciones que se conceden a una provincia, a una ciudad o a una persona". En la práctica es la incapacidad de la ley para aprehender y enjuiciar a quien lo posee.
El fuero medieval ahora lo conservan representantes populares con el pretexto de que no podrían gobernar y mientras responden todo tipo de querellas judiciales. Lo cierto es que el fuero ha sido siempre un abuso.
Es urgente la reglamentación del fuero de que gozan las autoridades o su desaparición completa. Que una autoridad tenga fuero significa, en breves palabras, que no puede llevársele ante la ley, haga lo que haga: robe, asesine, defraude, viole, torture o secuestre. Así, vemos que el suplente de Bejarano, don Noséquién, se niega a pagar la renta de un local comercial porque "para eso soy diputado y tengo fuero".
Que un representante popular no pueda ser perseguido por su votación o las ideas expresadas en tribuna, es obvio: el mismo derecho tenemos todos. Para eso no es necesario que la ley quede en suspenso ante diputados y senadores. Y según última novedad de los señores diputados, el fuero no se pierde ni renunciando al puesto. Propuesta filosófica profundísima.
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