Receta para hundir un país
columna: «la calle»
Para hundir un país no hay mejor receta que la empleada por el PRI durante sus 70 años en el poder absoluto: combatir toda actividad económica particular con los más autoritarios argumentos y llamar a eso "política de la Revolución mexicana". Ningún particular, mexicano o extranjero, pudo invertir en trenes hasta que quedaron convertidos en chatarra y, mientras en otros países se tendían líneas de alta velocidad, aquí la ley nos condenó a quedar en manos de choferes soñolientos y cansados al mando de autobuses siempre más incómodos que un amplio tren con su vagón comedor, su bar, sus camas. Ahí tenemos una metáfora del país.
Algo parecido le está ocurriendo a Pemex: obligado a importar gasolinas porque las plantas que las podrían producir necesitan capital, no lo tiene porque ha sido la "caja chica" de los gobiernos priistas y de sus candidatos en campaña, y quienes sí tienen capital no lo pueden invertir porque la ley, ridículamente, lo prohibe. Tampoco se puede invertir en la generación de electricidad porque la ley adjudica ese monopolio al gobierno.
¿Y el campo? La política agraria de la Revolución consistió en fraccionarlo hasta reducir las propiedades a unos pocos surcos, insuficientes aun para el consumo de una familia, ya no digamos para la comercialización; se colectivizó la tierra al decretar la creación de ejidos y de terrenos comunales que en buena parte han sido abandonados porque siendo de todos no son de nadie. Los campesinos se van a trabajar a Estados Unidos, donde los subsidios son menores a los mexicanos por tonelada de producto, pero las unidades productivas tienen extensiones que aquí se consideran latifundios y deben por eso mismo ser destruidos, dice nuestra ley. Los campesinos mexicanos emigran a donde los propietarios tienen seguridad, los bancos hacen su trabajo de prestamistas, los gobiernos no estorban. Dejan tras de ellos parcelas propias convertidas en yermos y "líderes agrarios" enriquecidos que se pelean diputaciones, senadurías y gubernaturas.
Con estas restricciones, durante siete decenios se creó una clase social no contemplada por los manuales de marxismo: la de los políticos profesionales, la de quienes se especializaron en saltar de un empleo burocrático a otro, de una tarea desconocida a otra sin pasar jamás por un trabajo productivo. La mayor virtud fue la sumisión; el silencio, la única ley inquebrantable.
Para alcanzar la Presidencia, el PRD nos ha propuesto en cada ocasión el retorno a ese viejo esquema, el venerado en todos los discursos oficiales hasta los negros días del presidente López Portillo. ¿Han perdido la memoria?
Gracias, ¿de qué?
Es cierto, como nos insistieron abundantemente por prensa, radio y televisión los priistas durante la pasada campaña: no todo fue negativo mientras el PRI fue el único acceso al poder y el poder el único puntal del PRI. No podía serlo porque no habría durado, como empiezan a saber los panistas perdedores. No lo es nunca: bajo el peor gobierno se pueden mostrar logros: una escuela inaugurada, una carretera nueva. El PRI, como cualquier otro gobierno en el mundo, hizo obra, a veces notable, otras apenas mediocre, muchas otras con despilfarro imperdonable de recursos o con abierto y descarado latrocinio.
Tenemos Seguro Social, sí, aunque sea con servicio malo, cuando no pésimo, pero tenemos. ¿Y qué país en este siglo no tiene servicios médicos públicos, aunque sean malos? ¿Nos quisieron vender la idea de que les debemos el bacheo de calles y los palomares que llaman vivienda popular? ¿Debemos agradecer al PRI los hospitales sin medicinas, las escuelas sin techo, la electricidad cara y mala, los policías asaltantes, los burócratas poniendo obstáculos, las universidades sin investigadores, las ciudades sin seguridad para caminar dos cuadras, la impunidad del 95 por ciento de los crímenes, el sindicalismo que sólo sirve para enriquecer a los líderes y darle multitudes a las campañas de los priistas, una legislación restrictiva que provoca el cierre de industrias para irse a otros países, la falta de reformas imprescindibles durante los tres años en que esta legislatura realizó cada año un peor engendro fiscal, mientras el desempleo fue en aumento y China nos rebasó como segundo socio comercial de Estados Unidos?
Y el PRI nos promete reformarse ahora que retoma espacios perdidos. Está arrepentido, gime, pero no de la política que ellos llaman "nacionalista" y consistió en entregar el país a los priistas, sino arrepentido de sus mejores logros: de la apertura comercial que empezó con el presidente De la Madrid y nos obligó a ser competitivos, de Salinas y su Tratado de Libre Comercio que nos ha dado por primera vez superávit comercial con Estados Unidos, de las reformas de Zedillo a las que, si algo faltó, fue continuidad y profundización. Ahora los priistas nos prometen... ¿o amenazan? con volver al sistema que los hizo propietarios exclusivos del país. Por decepción, por enojo, por masoquismo, por lo que sea, pero sin duda por voluntad popular, el PRI recuperó buena parte del electorado perdido y nadie como el presidente Fox para alfombrarle el regreso a la Presidencia en unos comicios que se pelearán dentro de apenas tres años entre priistas y ex priistas, nada más.
Los mexicanos pagamos, con nuestros impuestos, cuanto realizan los gobiernos y tenemos tantos motivos para agradecer al PRI la obra pública que nos refriega, como al arquitecto que nos construye una casa, le pagamos sus buenos honorarios y, además, emplea la mitad de nuestro cemento en hacerse su propia casa. Y todavía, cuando le reclamamos, nos dice malagradecidos.
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