Materia pensante II
# 426, junio de 2013
“Trataré de abordar la cuestión de la conciencia desde un punto de vista científico […] defenderé que en nuestra imagen científica actual falta un ingrediente esencial. […] Mantendré que este ingrediente es en sí mismo algo que no está más allá de la ciencia”.
—Roger Penrose, Las sombras de la mente
En abril presenté, pasando como sobre brasas, el tema que nos puede resultar más apasionante a los humanos y quizás el más difícil: cómo nuestros átomos un día tuvieron conciencia del mundo externo y de sí mismos: dolores, tristezas, alegrías, entusiasmos, hambre, deseos. Una respuesta religiosa es, como siempre, fácil, incomprobable y definitiva, esto es: cierra el camino a toda investigación. “Así hizo Dios el mundo” y no hay nada más que agregar.
Con o sin dioses, la postura dualista dice que somos dos sustancias: alma y cuerpo. El cerebro es necesario, pero quien se expresa por él es el alma. Descartes le dio certificado laico a lo mismo: somos dos sustancias: res extensa (la cosa extensa) y res cogitans (la cosa pensante). ¿A dónde vamos por ahí? A ningún lado: tenemos un títere de carne y huesos manejado por el titiritero cogitans. Ahora, debemos explicar el titiritero.
Uno de los primeros en negar ese dualismo, en tiempos cercanos, fue el judío-portugués-holandés Baruch Spinoza. Es una belleza el libro del neurofisiólogo Antonio Damasio acerca de este contemporáneo de Descartes.
Son admirables los hombres prometeicos que no se dan por vencidos y siguen, siguen, tratando de explicar algo inefable: la conciencia. Y nada más en el siglo XX el listado es largo: Dennett, Hofstadter, Chalmers, Penrose, Varela, Edelman, Damasio, Koch, Ramachandran y otro medio centenar. Y el faro filosófico de John Searle. Podemos intuir el Quién es quién, desde sus títulos: La conciencia explicada, es el principal de Dennett: él ya lo sabe; El misterio de la conciencia, la muy precisa revisión de Searle; Las sombras de la mente, de Penrose, uno de los grandes físicos y matemáticos hoy vivos. Son los extremos. Hay uno que se las sabe de todas todas, otros que dudan. Prefiero como lector a los segundos.
Como han pasado ya dos meses, hago un breve resumen: tenemos átomos de elementos pesados, como hierro, carbono, potasio. Con cuatro mil millones de años de mutaciones elegidas por la selección natural, encontramos animales que poseen conciencia: peces que disparan un buche de agua contra un insecto descuidado sobre la orilla de un arroyo, lo hacen caer y se lo comen (conceptos clave en la conciencia del pez: comida afuera del agua, animal que ve —si me ve, huye—; si escondido le arroja agua, cae… El pez no conoce a Newton, pero sabe que la libélula mojada caerá… si me apresuro, me la como); gaviotas que arrojan pan al agua para atraer un pez y pescarlo, perros que se reconocen entre sí como amigos o no tanto. Animales que vislumbran una solución y se les ve en la mirada: la ardilla descubre la topología de poleas, cables y palancas que puede abrir un depósito de alimento, un mono intuye que insertando un par de palos, uno en otro, alcanzará a jalar un plátano. Puede no sonar muy científico, pero se les ve en la mirada.
La conciencia viene en grados
Hay grados diversos de conciencia. Luego el cerebro humano se investiga a sí mismo. Y la neurofisiología nos dice qué nos ocurre cuando sentimos. Puse un ejemplo extremo: dos hombres jóvenes lloran abrazados en un baño de vapor. Con diversos instrumentos vemos y medimos la tormenta en sus cerebros: neurotransmisores, axones de neuronas llevando señales, cerrando, abriendo, áreas cerebrales activadas, otras apagadas.
Ahora, eso que vemos en una pantalla e imprimimos, ¿es todo? Dennett y otros dicen que sí. Penrose y Searle encabezan el no. Horgan habla de una “laguna explicativa” entre la actividad cerebral y la conciencia (la actividad objetiva del cerebro y el amor subjetivo de esos dos en mi ejemplo): cómo la actividad de neuronas se transforma en gozo, dolor, recuerdo, migraña, amor, amor perdido. La actividad cerebral es un dato objetivo. El sentimiento es subjetivo.
El matemático y físico inglés Roger Penrose, experto con Hawking en agujeros negros, se ha metido a explorar el agujero negro más cercano: la conciencia, empleando la física cuántica. “Creo que es importante que cualquier lector que desee comprender cómo puede entenderse un fenómeno tan extraño como la mente en términos de un mundo físico material, tenga noción de cuán extrañas son las reglas que gobiernan ese ‘material’ de nuestro mundo físico”, señala en Las sombras de la mente, p. 9, donde profundiza en el camino cuántico seguido en La nueva mente del emperador (NME). En esencia, necesitamos una nueva física para comprender la mente, postula Penrose, y se pone a buscarla con afán.
En nuestra imagen científica actual falta un ingrediente esencial, pero es un ingrediente que no está más allá de la ciencia, y subraya el no.
También argumenta con vehemencia contra la tan de moda comparación entre la conciencia y la computadora. Se pregunta cómo encajan en esa imagen computacional nuestros sentimientos, la felicidad, el dolor, el amor, los sentimientos estéticos, la voluntad, el entendimiento. En NME ofrece un divertido ejemplo. Cito de memoria: tenemos tecnología suficiente para crear un robot de aspecto humano que, con las manos a la espalda, deambule murmurando: ¡Oh, Dios mío! ¿Cuál es el sentido de la vida?
¿Estamos ante la angustia de Macbeth cuando se pregunta si la vida es un cuento narrado por un idiota, que nada significa? ¿Estamos ante la angustia de Kepler mirando el universo? ¿No? ¿Cómo lo probamos? Ésa es la tarea de Penrose. Aplica la cuántica y el Teorema de Gödel.
Kurt Gödel y la conciencia
Siguiendo el programa planteado por David Hilbert en 1900, Russell y Whithead habían publicado en 1910 los enormes primeros tomos de sus Principia Mathematica. Kurt Gödel, en el todavía Imperio Austro-Húngaro, tenía cuatro años. En 1931, a los 25, publicó “La prueba de Gödel”, como la llama Britannica: “Sobre las proposiciones formalmente indecidibles de los Principia Mathematica y sistemas afines”. En pocas cuartillas probaba que cualquier conjunto de axiomas para formalizar con ellos la aritmética tendría siempre proposiciones sobre las que no se podría decidir si eran verdaderas o falsas. Una guía magnífica es El teorema de Gödel, de Nagel y Newman, Conacyt.
¿Y eso qué con la conciencia humana? Hay un corolario asombroso: “Dado un determinado problema, puede construirse una máquina que lo resuelva; pero no puede construirse una máquina que resuelva todos los problemas… El cerebro humano puede hallarse afectado de esta limitación”, op.cit. p. 123.
“¿Qué consiguió el teorema de Gödel? […] dio un paso adelante en la filosofía de la mente. Estableció sin discusión que ningún sistema formal válido de reglas de demostración matemática puede ser suficiente, ni siquiera en principio, para establecer todas las proposiciones verdaderas de la aritmética ordinaria. Esto ya es notable. Pero muestra que la intuición y la comprensión humanas no pueden reducirse a ningún conjunto de reglas computacionales […] Parte de mi objetivo aquí será tratar de convencer al lector de que el teorema de Gödel demuestra esto, y proporciona la base de mi argumento de que debe haber más en el pensamiento humano de lo que puede alcanzar nunca un ordenador, en el sentido que hoy damos al término ordenador”, Penrose, pp. 78-79.
Lo que sigue, según opinión del filósofo de la conciencia John Searle, es un “libro largo y difícil”, Searle, p. 63. “Pero es el único que conozco en el que ustedes podrán encontrar una exposición extensa y clara de los dos grandes descubrimientos: el teorema de incompletitud de Gödel y la mecánica cuántica”, p. 59.
Así que, vayamos al libro largo y difícil: “El argumento de Gödel no es a favor de que haya verdades matemáticas inaccesibles. Lo que sí afirma (énfasis de Penrose) es que las intuiciones humanas están más allá de los procedimientos computables”, Penrose, p. 440.
“¿A dónde nos lleva esto?”, pregunta Susan Blackmore a Penrose en sus Conversaciones sobre la conciencia, p. 250.
RP: “Intento decir que si necesitas que el cerebro haga cosas no computacionales, tienes que encontrar algo en el cerebro que tenga una posibilidad razonable de acumular efectos cuánticos a gran escala, y ahí es donde entran los microtúbulos…”.
En las células principales del cerebro, las neuronas, hay una estructura interna llamada citoesqueleto. Sus prolongaciones largas, axones, conductores de las señales, están constituidos por microtúbulos.
Los fenómenos cuánticos más asombrosos, como la superposición de estados (onda y partícula al mismo tiempo), la no localidad (dos partículas se modifican al instante como si no las separara espacio alguno), dicho con un par de ejemplos, ocurren sólo en dimensiones del orden atómico. Penrose por eso se entusiasma con el citoesqueleto:
Son “moléculas de tipo proteínico dispuestas en varios tipos de estructuras […] Son los microtúbulos los que nos interesan. Éstos consisten en tubos cilíndricos huecos, de unos 25 nanómetros de diámetro exterior y 14 de interior (un nanómetro es la millonésima parte de un milímetro)”, p. 378. Deberíamos conocerlos, por eso, como nanotúbulos.
En la disposición de los microtúbulos, como manojos hexagonales, aparecen números de Fibonacci. Una serie de Fibonacci se hace sumando los dos números anteriores: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… Es asombroso, pero se observan series de Fibonacci en las semillas de girasol, la disposición de las ramas en los árboles, en el caracol nautilus, en toda serie de secciones áureas… y en los manojos de microtúbulos de las neuronas. Pero no es la parte que interesa a Penrose, sino las posibilidades cuánticas a la escala del nanómetro:
“De hecho, Hameroff y sus colegas han defendido, durante más de una década, que los microtúbulos pueden realizar funciones como autómatas celulares, en los que señales complicadas podrían ser transmitidas y procesadas a lo largo de los tubos como ondas de diferentes estados de polarización eléctrica…”, p. 384.
Pausa: los estudios para tener, ya pronto, computadoras cuánticas, están basados en la superposición de estados: un transistor lo bastante minúsculo podría entrar en superposición de estados: encendido y apagado. Esto daría que el lenguaje binario de nuestras computadoras, 0,1, se transformara en 0 y también 1. La capacidad de procesamiento se elevaría por miles de millones. Lo que puede ocurrir en nuestros cerebros es que las señales viajen en superposición de estados por los microtúbulos.
¿Penrose responde cómo pasamos de señales nerviosas objetivas, medibles, visibles: transmisión en los axones de las neuronas, descargas de neurotransmisores, áreas de análisis en el cerebro, y cuanto ocurre en un fMRI, a los sentimientos subjetivos de gozo, amor, tristeza, pérdida, arte y cuanto nos hace conscientes, si damos ese nombre a percatarnos de nosotros mismos? No. Apunta un camino.
Los condensados Bose-Einstein
No es suficiente el mundo subatómico donde una partícula puede estar en superposición de estados, como un fotón que tiene al mismo tiempo una polarización y la opuesta; el entrelazamiento (entanglement) de dos partículas que tanto molestó a Einstein porque exige que el cambio en una produzca el cambio instantáneo en otra, lo cual viola el pilar de la relatividad que es la inexistencia de acciones instantáneas pues la señal más rápida debe ir a la velocidad de la luz, la máxima en el universo…
“Mi punto de vista es que debemos buscar mucho más profundamente dentro de las estructuras ‘materiales’ físicas y reales que constituyen los cerebros. ¡Y también más profundamente en la cuestión misma de lo que es realmente una estructura ‘material’!”, p. 371. Si ya la materia no sigue los sensatos principios aristotélicos y se borra la línea entre el ser y la nada con la “fuerza del vacío” —medida por Casimir y Polder: partículas virtuales surgen ex nihilo y vuelven a la nada si el instante de “ser” es lo bastante minúsculo para que lo permita el principio de incertidumbre—, estamos ante una materia muy diversa a la que conocemos al patear una piedra.
Pero tampoco propone Penrose buscar los efectos cuánticos de partículas y átomos, “sino en los efectos de sistemas cuánticos que mantienen su naturaleza cuántica en una escala mucho mayor”. Para eso necesitamos que el cerebro tenga un aislamiento adecuado del medio. Sin “protección” los efectos del mundo subatómico desaparecen.
Y busca Penrose en sistemas: “¿Qué es la coherencia cuántica?”, pregunta: “es cuando grandes números de partículas pueden cooperar colectivamente […] Hay coherencia cuando las oscilaciones en lugares diferentes varían al unísono. Aquí, con coherencia cuántica hablamos de la naturaleza oscilatoria de la función de onda”, Ídem. Esta función está definida por la ecuación de Schrödinger para las partículas.
¿Conoce la física algo así? Fue propuesto desde 1920 por el indio S.N. Bose y desarrollado por Einstein en 1925. Se le llama condensado Bose-Einstein, y es el quinto estado de la materia. En 1995, el equipo de los estadunidenses Eric Cornell y Carl Wieman atraparon dos mil átomos. Quedan descritos como una sola y enorme partícula.
Tendríamos así no únicamente las vías neurales estudiadas por los neurofisiólogos, sino “grandes áreas del cerebro implicadas en estados cuánticos colectivos”, como en los condensados Bose-Einstein.
Y admite, “por supuesto, la coherencia cuántica a gran escala no implica, por sí misma conciencia, o los materiales superconductores serían conscientes. Pese a todo es posible que tal coherencia pudiera ser parte de lo que necesita la conciencia”, p. 430. Y sin duda, la selección natural no la creó solamente para nosotros, los humanos.
artículo relacionado
- 2013 abril 01. Materia pensante.
0 animados a opinar:
Publicar un comentario