La caída de Tenochtitlán

publicado el 12 de agosto de 1996 en «La Jornada»
columna: «la ciencia en la calle»

 

Un relato al revés

La caída y destrucción de Tenochtitlán, que celebramos (sic) mañana, es el resultado de un levantamiento popular multitudinario, el de todas las naciones entre Veracruz y esa ciudad, contra el imperio azteca y su feroz opresión. Con apenas cien años de existencia independiente en 1521, los aztecas habían llevado la humillación de sus pueblos súbditos a extremos de ferocidad que nunca alcanzaron los nazis. La version escolar según la cual "México fue conquistado por una potencia extranjera" es infantil, ridícula y hace daño, en primer término, a quienes dice defender: los indígenas, pues si 300 españoles hubieran conquistado una ciudad que entonces tenía medio millón de habitantes, enmedio de un territorio con una población de 20 millones, realmente habrían sido dioses. Pero, 1) México no podía ser conquistado, porque no existía, 2) ni España era todavía una potencia, 3) ni fueron sólo españoles los miles de guerreros que tomaron Tenochtitlán y la arrasaron con el odio y la furia de los humillados largamente por el régimen de terror azteca.

El odio

El señor de Cempoala le ofrece soldados a Cortés, lo mismo hacen otros señoríos, de forma que, dice Ixtlixóchitl, por donde pasaban los españoles y sus crecientes aliados indígenas "los naturales les recibían con mucha alegría y regocijo sin ninguna guerra ni contraste". ¿Cómo, en escasos cien años de vida independiente, habían logrado los aztecas acumular tal odio entre los pueblos vecinos? Comenzaron entregando costales de orejas a quienes todavía eran sus amos, en señal de sumisión y arrastramiento no pedida. Luego Izcóatl, a quien se puede llamar el primer rey azteca, ordenó quemar la historia y reescribirla. Finalmente, impusieron con saña el más despiadado y lacerante impuesto: el de la sangre.

La quema de códices

Cuando los aztecas lograron independizarse de Azcapotzalco, un siglo antes de la llegada de Cortés, resolvieron que no les gustaba la historia como estaba relatada en los códices de los pueblos que habitaban el valle mucho antes que ellos, pues el pueblo azteca no aparecía en tales relatos o no con la suficiente importancia. Es claro que así ocurriera, porque apenas si eran un pueblo nómada, recién llegado al valle por el año 1300, todavía en la etapa de los cazadores- recolectores, superada por los olmecas dos mil años antes, por los mayas y por los constructores de Teotihuacán mil quinientos antes. Ser cazador-recolector en pleno 1300, cuando Teotihuacán ya estaba en ruinas, era una vergüenza. Así que, como los nuevos ricos que se crean ancestros nobles, los gobernantes aztecas fueron los primeros, 100 años antes que los españoles, en ordenar la quema de códices porque "dicen muchas mentiras". Y reescribieron la historia con ellos en primer plano.

El impuesto de sangre

Nada nos da una más exacta idea de la naturaleza implacable del poder que ejercían los aztecas, como el tributo de sangre que impusieron a Tlaxcala, comenta Laurette Sejourné. Ocurrió así: tras un sitio extenuante, Tlaxcala se rindió, pero "¿qué tributo podía exigir Tenochtitlán a una ciudad tan pobre? Fue entonces cuando se decretó que se convertiría en un campo de batalla permanente para capturar hombres destinados a alimentar al Sol", una "idea ingeniosa" de los aztecas. "Es indiscutible que la necesidad cósmica del sacrificio humano constituyó un slogan ideal, porque en su nombre se realizaron las infinitamente numerosas hazañas guerreras que forman su historia y se consolidó su régimen de terror", continúa Sejourné en La traición a Quetzalcóatl, y concluye: "Parece evidente que los aztecas no actuaban más que con un fin político. Tomar en serio sus explicaciones religiosas de la guerra es caer en la trampa de una grosera propaganda de Estado".

Crueldad y cobardía

"Por no sé qué achaque prendió Cortés a Moteczuma y en él se cumplió lo que de él se decía, que todo hombre cruel es cobarde, aunque a la verdad, era ya llegada la voluntad de Dios, porque de otra manera fuera imposible querer cuatro españoles sujetar un nuevo mundo tan grande y de tantos millares de gente como había en aquel tiempo. La gente ilustre y los capitanes mexicanos todos se espantaron de tal atrevimiento y se retiraron a sus casas". Fernando Alva Ixtlixóchitl. Entendamos bien: Cortés y sus soldados, que eran 300, con 13 a caballo, todos ellos con el terror de tener frente a sí una ciudad que estaba entre las más grandes de aquella época en el mundo entero, entran, atragantándose el miedo, como invitados de un monarca déspota, a quien ni siquiera la nobleza mira a los ojos, y, en el interior mismo de la capital, en el propio palacio del déspota, Cortés lo declara prisionero por quítame allá estas pajas. Lo primero, se le cae a uno la mandíbula de asombro y luego una incontenible carcajada y un aplauso rematan la lectura. Bravo por Cortés.

La victoria del 13 de agosto

Hemos recuperado, con creces, nuestro pasado indígena. Ahora falta recuperar nuestra herencia española, sobre la cual se asienta, nada menos, que el nuevo país y la nueva población emergidas no de la derrota, como se le ha enseñado a tantas generaciones de mexicanos nacidos para perder, sino de la victoria que los pueblos indígenas, guiados por Cortés, obtuvieron "en 13 de agosto, a hora de vísperas, día de señor San Hipólito, año de 1521, gracias a nuestro señor Jesucristo y a nuestra señora la virgen santa María, su bendita madre, amén". Bernal Díaz del Castillo. Los estrategas de esa victoria, Cortés y sus hombres, se volvieron después los nuevos opresores, y así pasaron otros 300 años: una historia muy repetida en este agobiado país, pero seguimos sin entenderla y cantando al caudillo del momento.

 

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