La antigua Olimpia

publicado el 29 de julio de 1996 en «La Jornada»
columna: «la ciencia en la calle»

 

Un texto de cuarto grado

En el libro de lectura que leen los grieguitos de cuarto de primaria, a los 9 años, viene este ejercicio acerca de las antiguas olimpíadas. Va pues, del capítulo, "En los tiempos antiguos", esta narración infantil.

Elea es un país muy muy bello, todo vegetación y verdor. Allí los arbustos se vuelven altos como árboles. La parte baja de la Elea la riega un río, el Alfiós, que desemboca en el mar Jónico. En el Alfiós desemboca un pequeño río con agua cristalina. Allí donde se juntan los dos ríos, está Olimpia. Es un hermoso bosque dedicado al más grande de los dioses de los griegos, a Zeus, y a su esposa Hera. Allí en Olimpia, cada cinco años (sic) se juntaban muchos miles de gentes.

El comercio

Salían de todos los países griegos, del Peloponeso, de tierra firme y de las islas, de Epiro y de Macedonia, de Tracia y del Ponto Euxino, del Asia Menor y de las lejanas costas de Italia, de Sicilia y de Africa. Pocos días antes de que empezaran, iban a Olimpia los elanodikes, es decir, la comisión que se ocupaba del orden y juzgaba quién ganaba en los Juegos. Los primeros en llegar eran los mercaderes. Levantaban carpas y en ellas colocaban lo que tenían para venta. (O sea que Atlanta no es novedad. Nota del Traductor).

Llegaban desde temprano también otros muchos, para coger buen lugar. Levantaban carpas o construían cabañas de madera improvisadas, para quedarse cuantos días durasen los Juegos. ¡Qué gente, qué ruido, qué bullicio! Aquí trabajaban albañiles, allá carpinteros, acullá balaban o mugían los animales que eran para sacrificio, o relinchaban los caballos que competirían. Y por donde quiera se oían los gritos de quienes vendían fruta y agua fresca. Todo el campo de Olimpia estaba lleno con miles de Murallas.

Murallas destruidas

La calle que llevaba al estadio era ancha y cuidada. Arboledas a derecha e izquierda de enormes arces y frondosos olivos. Por aquí y por allá, entre las verdes plantas, brillaban las estatuas de los vencedores en Olimpia. Se elogiaba con canciones al vencedor y los ciudadanos levantaban estatua de mármol o bronce a su súbdito, que sería coronado en Olimpia. Cuando el vencedor volvía a su patria, los parientes, los amigos y todos sus compatriotas salían de la ciudad a recibirlo y lo conducían dentro con alegría y música. El campeón olímpico, vestido con una túnica roja, se sentaba en un carruaje al que jalaban cuatro caballos blancos.

Muchas ciudades, cuando recibían a sus campeones olímpicos, derrumbaban una parte de sus murallas. Con esto querían decir que son superfluas las murallas cuando tienen tales cuerpos heróicos para proteger al país.

El último triunfo

Había envejecido ya Diagoras y no tomaba parte en las competencias. Vivía los últimos años de su vida en la isla de Rodas, luego de que años tras años había estremecido los distintos estadios de Grecia con sus brillantes victorias. Fue uno de los más terribles pugilistas de la antigüedad. Comenzó con victorias en juegos locales, siguió en los regionales, ganando tres veces los juegos ístmicos y dos los de Nemea, para llegar finalmente a conseguir el mayor título, el de vencedor olímpico. Después de su victoria en Olimpia no tomó parte en ninguna competencia. Ahora entrena a sus tres hijos, Dimáyeto, Akusílao y Doriea. Los tres son fuertes y vigorosos. Diagoras alimenta muchas esperanzas de que algún día honrarán su nombre. Los entrena con táctica y los aconseja así: "Compitan honradamente. Muchas veces una derrota honrada es preferible a una victoria deshonrosa".

Entusiasmo por el viejo

Dimáyeto se distingue en lanzamiento, Akusílao en pugilismo y Doriea en lucha. Ganaron fácilmente a sus rivales en los juegos de Rodas.

Pero su sueño es ganar en los grandes, en los olímpicos, para coronarse con el kótino y volverse, como su padre, campeones olímpicos. Y bueno, pues llegó la olimpíada. Los heraldos pasaron anunciándola de ciudad en ciudad. Los tres hermanos están preparados para Olimpia. El viejo Diagoras les desea victorias y parten dejándolo en gran angustia. Pero conforme se acercan los días de los juegos su angustia crece. Por fin, no puede más y decide ir a ver de cerca a sus hijos aun así, viejo como está. Al llegar a Olimpia, la gente corre a recibir con clamores de entusiasmo al viejo atleta, le arrojan flores, le desean victoria a sus hijos. Estos se regocijan de verlo y les da fuerza y valor. La víspera de los juegos, el sacrificio de un jabalí a Zeus es encabezado por el mismo Diagoras entre todos los atletas.

Los triunfos

Al otro día, desde temprano, las gradas del estadio están llenas de gente. Todos esperan con angustia el inicio de los juegos. Los atletas se hallan de pie en el extremo del estadio y están listos.

Entran los jueces coronados con ramas de laurel. Un pregonero, con fuerte voz, da la señal de inicio. Diagoras se sienta entre otros viejos atletas, campeones olímpicos, con el corazón latiendo de angustia. Al tercer día compiten sus hijos. Dorieas gana fácilmente en lucha. La felicidad de Diagora es grande. Los cercanos lo felicitan. "De su triunfo no hay duda", dice sonriente. Luego triunfa Akusílao en un difícil pugilato. Y al final, Dimáyeto gana un soberbio triunfo en lanzamiento. La felicidad de Diagora es indescriptible.

Un estadio estremecido

Al día siguiente, todos los vencedores se forman ante los jueces. El pregonero grita el nombre de cada uno, el nombre de su patria y el de la competencia en la cual ganó. Dan unos pasos al frente y el más viejo de los jueces le lleva a la cabeza la corona de la victoria, el kótino. El estadio retumba con los vivas y las ovaciones. Pero, cuando los jueces coronan a los tres hermanos, sucede algo que hace sacudir hasta las raíces al estadio de Olimpia: Los tres muchachos, luego de ser coronados con la gloria, se dirigen bajo la grada donde se sienta Diagoras, se quitan las coronas de las cabezas y las colocan en los cabellos blancos de su padre. Luego lo levantan sobre sus vigorosos hombros y le dan una vuelta al estadio. La muchedumbre se pone de pie en sus asientos, ovaciona, se estremece de emoción sagrada, arroja flores y hojas de laurel al padre y a los hijos. Diagoras ve esa conmoción salida del fondo de la muchedumbre, levanta temblantes de emoción sus manos, saluda alrededor, sonríe tres veces feliz, llora.

El grito final

Un espartano, cuando ve pasar frente a él al veterano campeón olímpico de cabellos blancos, sobre los hombros de unos hijos dignos de él, no puede más. Profundamente cautivado por la grandeza de ese momento, conmovido él mismo y con lágrimas en los ojos, le grita con toda su fuerza: "¡Muérete ya, Diagora! ¡No subirás sino al Olimpo!" Y Diagoras no soportó más. Su envejecido corazón brincó, aleteó con un último aleteo. Y el viejo campeón olímpico giró sobre los hombros de sus hijos y cerró los ojos para siempre en un dulce y feliz sueño, el más feliz sueño que podría desear.

 

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